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En menos de una semana la policía francesa ha realizado más de 3.000 detenciones para reprimir los disturbios provocados por el asesinato policial del joven Nahel Merzouk el 27 de junio en Nanterre. Pocas comparadas con las 22.000 detenciones realizadas por la policía iraní el año pasado, pero allí las protestas se había prolongado durante todo el otoño. Y aún menos que las más de 10.000 personas detenidas por las distintas fuerzas policiales estadounidenses en 2020 durante las movilizaciones del movimiento Black Lives Matter, pero también allí los disturbios habían durado meses.
¿Qué tienen en común estos tres levantamientos en tres países totalmente diferentes, aparte del llamamiento amenazador de las autoridades de estos tres países: «Quédense en casa por la noche, no salgan»? En primer lugar, el grupo de edad y la posición social de los «revoltosos». En los tres casos, los detenidos son casi todos jóvenes, menores de 30 años y muy a menudo menores de 25. En los tres casos, los manifestantes pertenecen a grupos en los que el porcentaje de Neets (Not in education, employment or training) es desproporcionadamente superior a la media nacional, en Francia y Estados Unidos por razones étnico-raciales, en Irán por razones generacionales (la juventud actual ha vivido siempre bajo las sanciones económicas estadounidenses).
De acuerdo con Maysam Bizaer, en Irán la generación «Z» (de Zoomers) «lidera las protestas actuales, precisamente cuando, según datos publicados recientemente por el Centro Iraní de Estadística, cerca del 77 por 100 de los iraníes de entre 15 y 24 años no trabajan, ni estudian, ni siguen formación profesional alguna, lo cual supone un salto respecto al 31 por 100 registrado en 2020». En Francia en torno a 4,3 millones de personas viven en «zonas urbanas sensibles» (Zus, nótese la delicadeza del vocabulario burocrático: un sinónimo de «zonas sensibles» es «barrios prioritarios»; pero parece que el diccionario es el único ámbito en el que las autoridades francesas muestran delicadeza). En estas zonas, el 25,8 por 100 de los jóvenes son Neet, frente a una media nacional del 12,8 por 100. Misma desproporción en Estados Unidos, donde los negros son el 13,6 por 100 de la población, pero constituyen el 20,5 por 100 de los Neet.
Pero es el segundo factor común el que llama la atención. En los tres casos las protestas fueron desencadenadas por un asesinato policial: el del afroamericano George Floyd en Minneapolis el 25 de mayo de 2020; el de la joven kurda Mahsa Amini en Teherán el 16 de septiembre de 2022; y el del joven francés de origen magrebí Nahel Merzouk en Nanterre (ciudad satélite de París) el 27 de junio de este año. En los tres casos, la atención se centró inmediatamente en los «vándalos», los «gamberros», los «alborotadores», los «criminales» y apenas hubo referencias a la policía. En el caso iraní, ni siquiera se sabe qué policía causó la muerte de la joven Mahsa. En el caso francés, el ultraderechista Jean Messiha, antiguo portavoz de Eric Zemmour, lanzó una colecta para apoyar al policía que mató a Nahel y recaudó más de 1,6 millones de euros antes de verse obligado a cerrarla.
Pero hay un tercer elemento que une estas protestas (y su represión) con otras protestas acaecidas en otros países y es su monótona repetitividad. Siempre las mismas escenas: escaparates destrozados, coches quemados, algún supermercado saqueado, bombas de humo y a veces balas de la policía, redadas. Imágenes que la televisión repite en los países más diversos, en las fechas más diversas, casi indistinguibles unas de otras. Pero esta repetición casi obsesiva expresa la inanidad y, por lo tanto, la desesperación, de estas revueltas, siempre barridas y siempre olvidadas. (En Irán, las del año pasado fueron las primeras protestas desencadenadas por un asesinato policial: una señal quizá de que incluso el Irán de los ayatolás está entrando felizmente en la «modernidad occidental»). En Occidente, de hecho, el mecanismo está bien establecido y ha estado funcionando a pleno rendimiento durante décadas: la policía mata a un joven del grupo social más desfavorecido del país; los jóvenes de este grupo se manifiestan, causan algunos destrozos, se enfrentan a la policía, son detenidos; la situación se calma en una calma precaria, hasta el próximo asesinato policial.
Empecemos por Francia y los episodios que desencadenaron los actos de «vandalismo» y pongamos sólo algunos ejemplos indicativos: 1990, un joven con movilidad reducida, Thomas Claudio (21 años), es asesinado en su moto en los suburbios de Lyon por un coche de policía; 1991, un policía dispara y mata a Djamel Chettouh, de 18 años, en la banlieue de París; en 1992, los gendarmes disparan y matan a Mahamed Bahri, de 18 años, en los extrarradios de Lyon, cuando intentaba forzar un bloqueo de policial; 1993, de nuevo en una ciudad satélite de Lyon, Mourad Tchier, de 20 años, es asesinado por un subinspector; 1994, en Toulon, la policía mata a Faouzi Benraïs, de 22 años, que había salido a comprar una hamburguesa; 1995, Djamel Benakka es tiroteado por un policía en la comisaría de Laval. Demos un salto temporal: los disturbios de 2005 fueron desencadenados por la muerte de dos adolescentes, Zyed Benna (17 años) y Bouna Traoré (15 años), electrocutados mientras huían de la policía; las revueltas de 2007 de producen tras la muerte de dos adolescentes Moushin Sehhouli (15 años) y Laramy Samoura (16 años), que habían chocado su moto con un coche de policía. La letanía es insoportable: basta recordar la muerte en 2018 de Aboubacar Fofana, de 22 años, asesinado en Nantes por una bala policial durante un control de identidad. Nombres tan galos: Aboubakar, Bouna, Djamel, Fauzi, Larami, Mahaed, Mourad, Moushin, Zyed...
Llegados a este punto, la violencia policial no puede considerarse una «bavure», como dicen los franceses, un «error», sino que debe considerarse como un elemento sistémico, transnacional
Crucemos el océano Atlántico y encontraremos exactamente la misma dinámica. Aquí también ofrecemos tan sólo algunos ejemplos: 1980, Miami: la absolución de cuatro policías blancos en Tampa (Florida) acusados de matar a golpes a un motorista negro, Arthur McDuffie, de 33 años, por saltarse un semáforo en rojo, desencadena una ola de disturbios en Liberty City (Miami) que causa 18 muertos y más de 300 heridos. 1990, Los Ángeles: cuatro policías blancos matan a golpes a un motorista negro, Rodney King (47 años): los disturbios causan al menos 59 muertos y más de 2.300 heridos. También se producen disturbios en Atlanta, Las Vegas, Nueva York, San Francisco y San José. 2001, Cincinnati (Ohio): un policía blanco mata a un joven negro de 19 años, Timothy Thomas. Los disturbios posteriores dejan 70 heridos. 2014, Ferguson (Misuri): un policía blanco mata a un afroamericano desarmado de 18 años, Michael Brown. Protestas, 71 detenciones y catorce heridos. 2015, Baltimore, un joven negro de 25 años muere por diversas heridas en un furgón policial. En los enfrentamientos, 113 policías heridos, dos personas heridas de bala, 485 detenciones, toque de queda impuesto, despliegue de la Guardia Nacional (hay que tener en cuenta que casi dos tercios de los 620.000 habitantes de Baltimore son negros y su Departamento de Policía ha sido acusado a menudo de brutalidad. En septiembre de 2014, un reportaje de Mark Puente, periodista de The Baltimore Sun, reveló que la ciudad había pagado en torno a 5,7 millones de dólares desde 2011 a más de cien personas, la mayoría negras, que afirmaban haber sido golpeadas por policías). 2016, Charlotte (Carolina del Norte): policías disparan al afroamericano Keith Lamont Scott (43 años). Disturbios, toque de queda, intervención de la Guardia Nacional. Un manifestante, Justin Carr (26 años), muere en las protestas. 31 heridos. Y así llegamos a George Floyd, asesinado en 2020 en un escenario inalterado.
Estados Unidos
Violencia policial La policía mató a tres personas cada día en Estados Unidos durante 2022
Pero los policías británicos no tienen por qué albergar complejos de inferioridad hacia sus homólogos estadounidenses del otro lado del océano ni respecto a sus colegas mamporreros del otro lado del Canal. Ellos también juegan su papel. He aquí algunos ejemplos. 1981, Brixton (sur de Londres): la represión ejercida en los meses anteriores fue tal (no en vano estaba en el gobierno la «Dama de Hierro»), que bastó el rumor de que la policía había impedido atender a un niño negro apuñalado para que estallaran los disturbios: 279 policías heridos, 45 civiles (los manifestantes heridos evitaron los hospitales), 82 arrestados, más de 100 vehículos quemados, ciento cincuenta edificios dañados, un tercio de los cuales fueron incendiados. Los disturbios se extienden a Liverpool, Birmingham y Leeds. 1985, también Brixton. La policía registra la casa de un sospechoso y dispara a su madre, Cherry Groce: tras tres días de disturbios, muere un fotoperiodista, 43 civiles y 10 policías resultan heridos, 55 coches incendiados, un edificio completamente destruido (Cherry Groce sobrevive al tiroteo, pero sufre movilidad reducida). 1985, Tottenham (norte de Londres), una mujer negra, Cynthia Jarrett, de 49 años, muere de un ataque al corazón durante un registro policial de su casa. En los disturbios, un policía es asesinado por la multitud. 1995, Brixton, estallan disturbios tras la muerte de un hombre negro de 26 años bajo custodia: 22 detenciones. 2011, Tottenham. Policías disparan en el pecho y matan a un joven negro de 29 años, Mark Duggan: estallan los disturbios, que se extienden primero a otras zonas de Londres (Wood Green, Hackney, Brixton, Walthamstow, Wandsworth, Peckham, Enfield, Battersea, Croydon, Ealing, Barking, Woolwich, Lewisham y East Ham) y luego a otras ciudades (Bristol, Birmingham, Coventry, Derby, Leicester, Liverpool, Manchester y Nottingham). En los seis días de disturbios murieron cinco personas, 189 policías resultaron heridos y 2185 edificios sufrieron daños. 2017, Beckton (suburbio del este de Londres): Edson Da Costa, portugués negro de 25 años, muere asfixiado tras ser detenido por la policía. En los disturbios posteriores frente a la comisaría 14 policías resultan heridos. Cuatro detenciones.
Como institución y como poder, la policía ha seguido siendo esencialmente idéntica a sí misma, igual en su opacidad, en su sustancial «irreformabilidad»
Supongo que la acumulación de este elenco te ha exasperado tanto y te ha resultado tan insoportable de leer como a mí me ha puesto furioso escribirla. Llegados a este punto, la violencia policial no puede considerarse una «bavure», como dicen los franceses, un «error», sino que debe considerarse como un elemento sistémico, transnacional, persistente a través de generaciones. Uno recuerda la ironía de Bertold Brecht, quien, ante las reacciones del régimen comunista de Alemania Oriental a las protestas populares de 1953, se preguntaba: «¿No sería más sencillo que el gobierno disolviera al pueblo y eligiera a otro?».
Lo asombroso es que después de cada uno de estos disturbios miles de sesudos urbanistas, sociólogos, expertos en cuestiones juveniles, trabajadores sociales, criminólogos, trabajadores de la cultura y de la salud, así como miembros de ONG, se inclinen en medio de su pesar a estudiar los profundos motivos sociales, culturales, de carácter, de identidad (dentro de poco también genéticos) que provocaron tal «violencia», tales «excesos», tal «desbordamiento», tal «vandalismo». No parece que se haya prestado tanta atención a la policía. La violencia policial, por ejemplo la desatada en Estados Unidos contra los negros, ha sido relatada muchas veces, en muchos libros, pero se ha investigado realmente poco. Aunque la policía es el principal instrumento de que dispone el poder para «disciplinar» a su población, tampoco Michel Foucault se ha fijado especialmente en ella, concentrándose por el contrario en las prisiones (y en los manicomios), esto es, en los lugares donde se organiza, se estabiliza, se institucionaliza literalmente el trabajo de las «fuerzas del orden».
Por supuesto, muchas cosas han cambiado a lo largo de los siglos. La policía se ha dividido en cuerpos especializados (tráfico, urbana, fronteriza, militar, policía internacional, etcétera). Sus herramientas se han perfeccionado y se han beneficiado de los avances tecnológicos (escuchas, seguimientos, vigilancia electrónica). Pero como institución y como poder, la policía ha seguido siendo esencialmente idéntica a sí misma, igual en su opacidad, en su sustancial «irreformabilidad». En ninguno de los Estados mencionados, ningún gobierno o fuerza política ha incluido realmente la reforma policial en la agenda, nadie ha presionado por una «policía diferente». Y, de hecho, cabría preguntarse por qué los regímenes deberían cambiar un dispositivo disciplinario que funciona tan bien, dado que en ninguno de estos países ninguno de estos levantamientos, agitaciones y revueltas ha conseguido nada ni ha cambiado nada. Los «barrios prioritarios» han seguido siendo prioritarios y las «zonas sensibles» son cada vez más sensibles. Al contrario, parece que los disturbios son un factor estabilizador, como válvulas de escape de la olla a presión social. En última instancia, confirman la imagen que los poderosos tienen de la plebe desde los tiempos de Heródoto (siglo V a.C.), que hizo decir al noble persa Megabizo:
No hay nada más estúpido ni más arrogante que una chusma que es inútil para todo. Ciertamente, escapar de la arrogancia de un tirano y caer en la arrogancia de una muchedumbre desenfrenada es absolutamente intolerable: el tirano, si hace algo, lo hace con conocimiento, el pueblo, en cambio, ni siquiera tiene capacidad de discernimiento. ¿Y cómo podría tenerla puesto que no se le ha enseñado nada y nunca ha visto nada bello que le perteneciera? Se lanza sobre las cosas sin pensar y las trastorna, como un río en plena crecida (Las Historias, III).
Desde el punto de vista de la estabilidad de un régimen, puede incluso darse el caso de que el malestar sea bienvenido, porque es una garantía de futura normalización, porque permite que los bantustanes sociales permanezcan como tales, porque desinfla una ira que de otro modo sería peligrosa. Por supuesto, para que ejerzan esta función estabilizadora, todas sus manifestaciones deben ser objeto de denigración, el vandalismo debe ser «deplorado», la violencia debe suscitar «indignación», los incendios «horror» y los saqueos «repugnancia»: reacciones que justifican la implacabilidad de la represión, la única solución a la altura de semejante barbarie. Únicamente con esta condición pueden los disturbios cumplir su tarea de cristalizadores de la jerarquía social.
No pueden dejar de venir a la memoria las revueltas populares que periódicamente sacudían el ancien régime, periódica y despiadadamente reprimidas: la Grande Jacquerie (1358, que dio nombre a todos los levantamientos campesinos, las jacqueries); la revuelta de los Tuchin en el Languedoc (1363-1384), el levantamiento de los Ciompi en Florencia (1378), la revuelta de los campesinos en Inglaterra (1381), la guerra de los campesinos en Alemania (1524-1526), el carnaval de Roma (1580), o la revuelta de Masaniello en Nápoles (1647). El historiador Samuel Cohn ha contabilizado más de doscientos conflictos de este tipo en Francia, Flandes e Italia entre 1245 y 1424. Fue el gran historiador francés Marc Bloch quien identificó la necesidad de estos levantamientos para la subsistencia del régimen feudal:
Un sistema social se caracteriza no sólo por su estructura interna, sino por las reacciones que provoca; un sistema basado en el poder de mando puede en ciertos momentos implicar el cumplimiento de deberes mutuos de ayuda, cumplidos con toda sinceridad, y en otros momentos propiciar estallidos brutales de hostilidad por ambas partes. A los ojos del historiador, que sólo tiene que detectar y explicar las relaciones existentes entre los fenómenos, la revuelta agraria aparece tan inseparable del régimen feudal como, por ejemplo, la huelga de la gran empresa capitalista.
La reflexión de Bloch provoca inevitablemente la pregunta: si la jacquerie es tan inseparable del régimen feudal como la huelga de la gran empresa capitalista, ¿de qué sistema de mando es inseparable la revuelta de los Neets? La respuesta sólo puede ser una: de un sistema, el sistema neoliberal, en el que la plebe ha sido reconstituida. ¿Quiénes son estos nuevos plebeyos? Son los Neets de los enormes bloques de viviendas estadounidenses o los jóvenes de los barrios del sur de Teherán, son los jóvenes desempleados de las desangeladas barriadas obreras de tantas ciudades europeas, son los subproletarios de las «zonas sensibles» francesas: estos son los nuevos plebeyos, que la respetabilidad progresista, autodenominada «de izquierda», evita, teme o, en el mejor de los casos, ignora con altanería.