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Sidecar
Mar arrasado
El 1 de agosto, en el nordeste de Escocia, en medio del verano más caluroso de la historia registrado hasta la fecha, dos conjuntos micrófonos estaban grabando. El primero se hallaba colocado ante el primer ministro del Reino Unido, Rishi Sunak, que intervenía en el exterior de una terminal de procesamiento de gas propiedad de Shell, ubicada en el extremo oriental de Escocia, con motivo de la presentación del plan de autorización de cien nuevas licencias de perforación concedidas para buscar combustibles fósiles en el Mar del Norte. A cierta distancia de la costa, y lejos de la atención de los medios de comunicación, un segundo conjunto de micrófonos era arrastrado bajo el agua de acuerdo con las indicaciones de la empresa de geofísica SAExploration, con sede en Texas, para sondear el fondo marino en busca de combustibles fósiles.
Estas prospecciones forman parte de una industria en auge. El último informe del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) deja claro que no pueden iniciarse nuevos proyectos de explotación de combustibles fósiles si queremos evitar un calentamiento global catastrófico. Sin embargo, según Offshore Magazine, publicación especializada en prospecciones marinas de combustibles fósiles, “el futuro se presenta brillante”.
En estos momentos, se están realizando prospecciones de gran envergadura en aguas de Argentina, Brasil, Costa de Marfil, Colombia, Corea del Sur, Estados Unidos, Grecia, Malasia, México, Namibia, Noruega, Reino Unido, Rusia y Turquía
Se espera que el sector crezca el 14% sólo este año. En estos momentos, se están realizando prospecciones de gran envergadura en aguas de Argentina, Brasil, Costa de Marfil, Colombia, Corea del Sur, Estados Unidos, Grecia, Malasia, México, Namibia, Noruega, Reino Unido, Rusia y Turquía. Esta expansión se debe en parte a las perturbaciones provocadas por la guerra de Ucrania, a los nuevos avances tecnológicos y a una industria animada por unos beneficios hipertrofiados deseosa de defender y ampliar su posición. La búsqueda de combustibles en el lecho marino también se ve impulsada por su creciente escasez. Gran parte de la oferta “convencional” de petróleo y gas ya está sobreexplotada, lo que obliga a las compañías mineras a optar por soluciones inusuales.
La explotación de yacimientos “no convencionales” requiere tecnología avanzada. Antes de perforar un pozo de petróleo o gas en el lecho marino hay que cartografiar la zona y la forma más precisa de hacerlo es mediante un proceso llamado de “exploración sísmica”. Para ello, un barco atraviesa lentamente la “zona de adquisición” (el término utilizado por la jerga del sector para referirse al lugar que se está cartografiando), arrastrando tras de sí cañones neumáticos y micrófonos, a veces en líneas de 10 km de longitud. Los cañones neumáticos lanzan ráfagas regulares de sonido al agua, mientras los micrófonos registran el eco que rebota del lecho marino. Para penetrar en el subsuelo, donde puede haber petróleo y gas, las explosiones tienen que ser extremadamente fuertes. Con unos inimaginables 240 decibelios, se encuentran entre los sonidos más fuertes que puede producir el ser humano. Por establecer una comparación pertinente, indiquemos que estos sonidos son más fuertes que el sonido producido por la explosión de una bomba atómica.
Para cartografiar la zona de adquisición se necesitan cientos de miles de explosiones de este tipo. Los cañones disparan cada diez segundos, 24 horas al día, durante meses. A este ritmo, el número de explosiones aumenta rápidamente. En el momento en el que el primer ministro británico Sunak efectuaba su anuncio, el buque de SAExploration en el Mar del Norte habría disparado casi un millón de ráfagas en los ciento ocho primeros días de su misión.
¿Qué ocurre cuando los microorganismos son golpeados por una onda sonora de 240 decibelios? La simple respuesta es que nadie lo sabe; no se ha estudiado adecuadamente
Una bióloga marina convertida en denunciante de las prácticas de su ámbito profesional, preocupada por las posibles repercusiones ecológicas de este método de trabajo, describió recientemente su estancia a bordo de un buque de exploración sísmica que trabajaba frente a las costas de Australia. Le dieron unos prismáticos y le encargaron que vigilara la presencia de ballenas; si la tripulación tenía confirmación visual de determinados tipos de estas, interrumpían temporalmente las explosiones. Pero esta salvaguarda era limitada, no sólo porque los cañones neumáticos se arrastraban 10 kilómetros por detrás del barco, cerca o más allá del horizonte, sino también porque las explosiones continúan durante la noche, cuando no hay ningún observador de servicio.
No cabe duda de que los cetáceos (delfines y ballenas), que perciben el sonido de formas distintas y complejas (son capaces de “ver” y sentir con el sonido), escuchan con agudeza las explosiones. Los humanos pueden oír frecuencias de entre 20 y 20.000 hercios (Hz); los delfines mulares pueden oír hasta 160.000 Hz. Utilizan su oído ultrapreciso para localizar comida, navegar y comunicarse. Es probable que cientos de miles de explosiones dotadas de un volumen semejante al de bombas nucleares, que destrozan su hábitat, afecten a sus sentidos de un modo que no podemos comprender. Es un acto de violencia tremendo. ¿Qué ocurre con los demás habitantes del océano sobreexplotado y acidificado? ¿Qué ocurre cuando los microorganismos son golpeados por una onda sonora de 240 decibelios? La simple respuesta es que nadie lo sabe; no se ha estudiado adecuadamente.
La explosión de una bomba atómica de sonido cada diez segundos es un acto extremadamente hostil con los ecosistemas oceánicos
Esta falta de investigación ecológica contrasta netamente con el nivel de conocimientos tecnocientíficos necesarios para transformar la grabación de las explosiones que resuenan en el fondo marino en mapas para las empresas de combustibles fósiles. El procesamiento de estas grabaciones es muy complicado y a menudo requiere superordenadores para procesar los datos geofísicos. La multinacional petrolera estadounidense ConocoPhillips, por ejemplo, tiene uno de los superordenadores más potentes del mundo, una máquina que ocupa 1.000 metros cuadrados construida expresamente en un centro de datos de Houston. Gran parte de su capacidad de procesamiento se dedica a convertir los datos procedentes de la exploración sísmica en mapas. Estos procesos son fundamentales para la industria extractiva, hecho que complica el llamamiento a “seguir a la ciencia” en lo que se refiere al cambio climático. Las empresas petroleras y gasísticas siguen a la ciencia o, dicho con más precisión, utilizan la ciencia más avanzada disponible para extraer aún más combustibles fósiles.
Los estudios sísmicos marinos, de acuerdo con la National Offshore Petroleum Safety and Environmental Management Authority (NOPSEMA), la agencia reguladora australiana, que por su parte “reconoce el cambio climático”, se llevan a cabo no sólo para identificar “posibles yacimientos de petróleo y gas ubicados bajo el lecho marino”, sino también “depósitos adecuados para almacenar dióxido de carbono residual a fin de evitar que entre en la atmósfera y contribuya al cambio climático”. Un lector perspicaz observará que estos dos propósitos existen en universos diferentes. El primero es real y peligroso, una práctica a la que hay que poner fin inmediatamente, si queremos que el planeta siga siendo habitable. El segundo es, en el mejor de los casos, un caso de ciencia ficción urdido por la industria fósil.
El capitalismo cibernético, obligado a buscar nuevas modos “inteligentes” de lograr una expansión sin fin, deja tras de sí un mar arrasado y un cielo en ebullición.
La exploración sísmica es una manifestación elocuente de la reorganización tecnocientífica del capital global. Encarna la contradicción central que nos acompaña desde las primeras explosiones nucleares, que abrieron la nueva época del capitalismo cibernético. A la vanguardia de la ciencia y utilizando algunos de las máquinas de cálculo más potentes del mundo, la técnica alanza el máximo nivel de racionalización que puede alcanzar. La explosión de una bomba atómica de sonido cada diez segundos es, sin embargo, un acto extremadamente hostil con los ecosistemas oceánicos, mientras que el objetivo de ampliar la frontera de la extracción de combustibles fósiles en un momento de crisis climática cada vez más aguda es simplemente demencial.
Aquí radica un problema más profundo: una sociedad dedicada al crecimiento sin fin se siente necesariamente empujada a satisfacer unas necesidades energéticas cada vez mayores. Gobiernos de todos los colores, desde los “pragmáticos” embarcados en el lavado de cara verde, como los laboristas en Australia, hasta los conservadores británicos de Sunak contrarios a las políticas proambientales, que también se proclaman “pragmáticos”, se sienten forzados a intensificar la búsqueda de más energía y, por lo tanto, incrementan el impulso hacia la instrumentalización tecnocientífica. El capitalismo cibernético, obligado a buscar nuevas modos “inteligentes” de lograr una expansión sin fin, deja tras de sí un mar arrasado y un cielo en ebullición.
Véase Timothy Erik Ström, 'Capital y cibernética', NLR 135.