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Bélgica, reino en la encrucijada

Las previsiones para el Partido del Trabajo de Bélgica constituyen una anomalía sorprendente en el contexto de la decadencia de la agitación populista de izquierda registrada en el resto del continente
Conner Rousseau
Conner Rousseau. Imagen: Vlaams Parlement
4 jul 2023 06:00

“Un pueblo sin rastro de nacionalidad y sin inteligencia política: de hecho, las criaturas vivas más insufribles que existen. Afortunadamente, una cierta apatía les impide infligir demasiado daño”. Leopoldo I, salido de la baja nobleza alemana y ascendido al trono belga en 1831, cuando republicanismo y democracia aún se consideraban sinónimos peligrosos, tenía sentimientos encontrados sobre su traslado al Estado más joven de Europa. Su nuevo reino debía servir como una zona católica de amortiguación entre la Francia posnapoleónica y los grandes centros marítimos británicos en el continente, una posición ingrata para un noble protestante con ambiciones globales, a quien importunaban las restricciones constitucionales que le imponían “esos belgas”. Tras la muerte de Leopoldo en 1865, el párroco se negó inicialmente a enterrar su cuerpo.

En cierto sentido, la observación de Leopoldo ha resistido claramente el paso del tiempo: la locura política belga rara vez traspasa las fronteras del país. Centro accidental de Europa, sede de algunas de las instituciones más poderosas de Occidente, como la OTAN y la UE, Bélgica es extraordinariamente desconocida y poco querida en el extranjero. Cuando el país aparece en los comentarios extranjeros, se invocan repetidamente el mismo número reducido de motivos: un reino en la encrucijada del Viejo Mundo, una accidentada franja de autopista entre París y Ámsterdam, un moderno espacio de oficinas para los señores de la globalización. En general, la nación se considera una curiosidad histórica de la que no se tienen en cuenta sus realidades contemporáneas.

En opinión de The Economist, Bélgica es “el Estado fallido más exitoso del mundo”. Afectado por un sistema judicial disfuncional, una deuda enorme, una democracia de partidos estancada y un extremismo islamista en auge, el país se enorgullece, sin embargo, de poseer uno de los PIB per cápita más altos del mundo desarrollado y de ser una de las economías más sindicalizadas del continente, además de contar con una sociedad civil robusta, que disfruta de generosos regímenes de seguridad social y de tener una clase media numerosa y próspera, mientras su Partido Socialista Valón (PS) ha resistido hábilmente los peores efectos de la pasokificación. También alberga el grupo de extrema izquierda más exitoso de Europa Occidental: el Parti du Travail de Belgique/Partij van de Arbeid van België (Partido del Trabajo de Bélgica, PTB/PVDA), el único partido genuinamente nacional del país, formado por un núcleo de militantes, que han construido una eficaz operación digital al tiempo que conservan fuertes lazos con lo que queda del movimiento obrero belga.

Con una población de once millones de habitantes y una extensión territorial del tamaño de Gales, Catalunya o Maryland, Bélgica tiene seis gobiernos oficiales —uno federal y cinco regionales— y tres comunidades lingüísticas

A diferencia del Reino Unido, la economía posindustrial belga ha eludido muchas tendencias políticas neoliberales y sus minorías regionales han obtenido una autonomía política adecuada. A diferencia de Francia, ha practicado abiertamente una forma de amnesia poscolonial, imponiendo estrictos controles a la inmigración procedente de su antiguo imperio. Bélgica está menos financiarizada que los Países Bajos y su sector inmobiliario es menos propenso a la inflación del precio de los activos. Aunque presenta muchos de los síntomas habituales del siglo XXI —desigualdad regional, polarización política, inercia burocrática, fricción multicultural—, el país ha conseguido mantener un estado de relativa estabilidad. En la época de la Pax Americana y la era del valor añadido, la industria orientada a la exportación y los servicios especializados, Bélgica tropezó con un método poco elegante pero duradero de gestionar el declive.

Sin embargo, el declive no deja de ser declive y el próximo año augura profundas dificultades. En vísperas de las decisivas elecciones de 2024, el pánico va cundiendo poco a poco. Ministros y líderes de partidos dimiten; la extrema derecha flamenca trama romper su cordón sanitario y ascender al gobierno; los nacionalistas flamencos esperan una ruptura “confederal” para separar aún más las dos regiones flamenca y valona; la extrema izquierda sigue creciendo en Flandes y Valonia; y Bruselas se tambalea al borde de la quiebra. ¿Sobrevivirá el modelo belga a estos sobresaltos?

Con las elecciones a la vuelta de la esquina, la creciente popularidad de Rousseau amenazaba con alterar las perspectivas de coalición en el sistema democrático belga, que es notoriamente complejo

Desazón

La desazón del estado de ánimo nacional quedó patente cuando Conner Rousseau, el telegénico líder del Partido Socialista Flamenco, recientemente rebautizado como Vooruit (Adelante), se vio salpicado por una serie de escándalos dañinos justo cuando su partido subía en las encuestas. De acuerdo con la informaciones publicadas, intercambió sexts con menores y se portó mal en una entrega de premios en la que se disfrazó de conejo gigante y subió al escenario para interpretar canciones pop. Aunque los cargos iniciales fueron retirados, se rumorea que seguirán otros más. En las últimas semanas, la blogosfera de derecha se ha llenado de especulaciones sobre las supuestas fechorías de Rousseau. En un aparente intento de controlar los daños, el líder del partido publicó un vídeo coreografiado en las redes sociales, producido por el excomentarista deportivo Eric Goens, en el que anunciaba que salía del armario como bisexual. El vídeo se envió a los periodistas con un gran cheque adjunto. Poco después, la prensa empezó a incluir cláusulas de exención de responsabilidad en su cobertura de las supuestas indiscreciones de Rousseau: ninguna de las acusaciones había sido probada y probablemente no había nada de lo que ocuparse al respecto.

El momento de las revelaciones fue llamativo. Con las elecciones a la vuelta de la esquina, la creciente popularidad de Rousseau amenazaba con alterar las perspectivas de coalición en el sistema democrático belga, que es notoriamente complejo. Con una población de once millones de habitantes y una extensión territorial del tamaño de Gales, Catalunya o Maryland, Bélgica tiene seis gobiernos oficiales —uno federal y cinco regionales— y tres comunidades lingüísticas. Regionalmente, el país se divide entre flamencos, valones y bruselenses; lingüísticamente, entre neerlandófonos, francófonos y germanófonos. La gran región septentrional de Flandes es una de las más ricas de Europa, mientras que la región meridional de Valonia, más pequeña y en su momento sede de humeantes acerías, fábricas textiles y minas, es relativamente pobre. En el Parlamento federal belga, que cuenta con ciento cincuenta escaños, la formación de una coalición multipartidista es conditio sine qua non para formar un gobierno viable.

De acuerdo con las proyecciones más recientes, el partido flamenco de extrema derecha Vlaams Belang (Interés Flamenco, VB) obtendrá 22 escaños, frente a los 18 anteriores, mientras que los nacionalistas flamencos de derecha Nieuw-Vlaamse Alliantie (Nueva Alianza Flamenca, N-VA) obtendrán 20, frente a los 25 anteriores. Los liberales flamencos, los Open Vlaamse Liberalen en Democraten (Liberales y Demócratas Flamencos, VLD), bajarían de 12 a 6 escaños; los socialistas valones pasarían de 19 a 20 y los socialistas flamencos de 9 a 16. En la extrema izquierda, las previsiones son aún más impresionantes: el Partido del Trabajo de Bélgica saltará supuestamente de 3 a 8 en Flandes, de 7 a 10 en Valonia y de 2 a 3 en Bruselas. En total, el partido obtendría 21 escaños, por encima de los asignados al Partido Socialista Valón, lo cual constituye una anomalía sorprendente en el contexto de la decadencia de la agitación populista de izquierda registrada en el resto del continente.

El éxito de la izquierda a escala federal contrasta, sin embargo, con la emergencia de un bloque de derecha en Flandes, lo cual abre la posibilidad a una coalición entre la ultraderecha de Interés Flamenco y la derecha conservadora de Nueva Alianza Flamenca

El éxito de la izquierda a escala federal contrasta, sin embargo, con la emergencia de un bloque de derecha en Flandes, lo cual abre la posibilidad a una coalición entre la ultraderecha de Interés Flamenco y la derecha conservadora de Nueva Alianza Flamenca. Anteriormente, este último partido logró ganarse a gran parte del electorado de extrema derecha con su programa de confederalización táctica: una regionalización radical de la potestad tributaria, la política económica y la seguridad social sin que medie una declaración unilateral de independencia. Sin embargo, tras casi veinte años en el gobierno regional, la reforma confederal prometida por la Nueva Alianza Flamenca no se ha hecho realidad y el año que viene se considera el momento de la verdad para esta fuerza política. Interés Flamenco, por su parte, ha captado votantes de esta última formación mediante su fusión de chovinismo asistencialista y separatismo sin complejos, proclamando que Flandes debe salir de su jaula belga lo antes posible.

En la actualidad, sin embargo, el resultado más probable de las urnas es la llamada “opción Vivaldi”: una continuación de la coalición que ha reinado desde 2019, cuyos colores de partido reflejan las cuatro estaciones: liberales valones y flamencos, verdes, democristianos y socialistas, el equivalente belga de a la Gran Coalición alemana. Sin embargo, la aritmética parlamentaria también permite otras combinaciones, como una coalición exclusivamente de izquierda, o roji-rojo-verde (personalmente estoy está tentado a llamarla la “opción portuguesa”), compuesta por el Partido del Trabajo de Bélgica, Adelante, el Partido Socialista Valón y los Verdes flamencos y valones. ¿Es plausible un Frente Popular a la belga? El Partido del Trabajo de Bélgica ya ha establecido sus condiciones para participar en el gobierno: romper con la austeridad de la UE, reintroducir la edad de jubilación a los 65 años y aplicar un impuesto a los millonarios, políticas que los partidos verdes más conservadores son reacios a adoptar por miedo a enfrentarse a sus socios europeos. Sin embargo, la perspectiva de un gabinete federal progresista, por lejana que sea, inquieta a la derecha.    

El actual panorama político de Bélgica se remonta al desarrollo desigual y combinado de su economía durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial

El actual panorama político de Bélgica se remonta al desarrollo desigual y combinado de su economía durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. En el siglo XIX Bélgica fue la patria oriunda del capital financiero: una poderosa fusión entre la banca comercial y de inversión, la producción industrial y la actividad aseguradora, encarnada por la poderosa entidad financiera conocida por la Socièté Générale de Bélgique, que fue capaz de fomentar un sector industrial en Valonia, que superaba al de países con masas continentales mucho mayores. En su apogeo, la Socièté Générale de Bélgique no sólo era el mayor holding del país, controlando directa o indirectamente cerca del 20 por 100 de la industria belga, sino que también tenía intereses en 1261 empresas, entre las que se contaban siderúrgicas, diamantíferas, aseguradoras, químicas y bélicas.

Nada de esto sobrevivió a las dos ocupaciones alemanas. La Socièté Générale de Bélgique nunca reinvirtió sus beneficios en industrias nuevas y especializadas, prefiriendo las compras de empresas europeas, los acuerdos de cártel o la perezosa operación de la fijación de precios. En la década de 1950, un sector vinculado a la izquierda radical del sindicato Algemeen Belgisch Vakverbond/Fédération Générale du Travail de Belgique (Federación General del Trabajo de Bélgica, ABBV/FGTB) propuso un paquete de «reformas estructurales» para acabar con la vieille dame y poner la economía a la par de Suecia, Alemania o Francia. Este programa nunca fue considerado por la elite belga, que pudo aferrarse al poder en parte gracias a los beneficios procedentes del uranio congoleño durante la era nuclear. Mientras tanto, el proletariado más joven de Flandes se incorporó a los nuevos sectores industriales, la ingeniería petroquímica y el petróleo, que surgían en torno al delta del río en Amberes. Para entonces, las coordenadas económicas del país estaban bloqueadas: conflicto regional entre valones y flamencos, competencia de los productores extranjeros e hiperpotencia estadounidense. Después de 1960, las colonias congoleñas se perdieron oficialmente, la base industrial se agotó y Flandes recibió la autonomía regional adecuada. A lo largo de la década de 1970, las anticuadas instituciones belgas se fueron desmantelando y su economía se reestructuró para la globalización. La antigua elite fue expulsada del escenario y el eje económico del país giró hacia el norte, hacia los puertos de Amberes y Rotterdam. Bajo supervisión militar estadounidense, Bélgica se preparó para su incorporación a la deflacionaria Unión Europea.

El resultado fue lo que el comprador italiano de la Socièté Générale de Belgique, Carlo de Benedetti, denominó «capitalismo del gorro de dormir»: un capitalismo que vivía de los dividendos del siglo anterior, mientras se negaba obstinadamente a adaptarse a la era actual. La amenaza competitiva del acero estadounidense y alemán nunca se afrontó seriamente. En lugar de ello, las joyas de la corona industrial belga se subastaron en la década de 1970, dejando el paisaje económico de Valonia yermo y abandonado. La región nunca fue capaz de producir una Volvo o una Phillips; Valonia siguió dependiendo en gran medida de las transferencias o se convirtió en un proveedor de servicios para Bruselas mientras se rehacía como un “Washington en el Senne”. Flandes, sin embargo, se benefició de sus puertos internacionales y de la producción de petróleo. Al servicio de las nuevas multinacionales, su capitalismo se parecía al de los empresarios exportadores del norte de Italia; hoy sus elites se preocupan, sobre todo, por la oferta de mano de obra y la competitividad internacional; les importa relativamente poco la demanda interna o la negociación corporativista.

En Flandes occidental ya se recurre a trabajadores franceses de Lille y Dunkerque para suplir la escasez de mano de obra

Mano de obra

Así, la organización patronal flamenca VOKA ha pasado la última década pidiendo que se limiten las prestaciones por desempleo. Las pequeñas y medianas empresas de Flandes, en particular, piden a gritos más mano de obra y salarios más bajos para mantener en marcha la economía exportadora del norte del país. Como una política de fronteras abiertas es políticamente imposible en una región cada vez más embelesada por las visiones del gran reemplazo, la única opción que queda es activar al gran número de trabajadores y trabajadoras valones en paro. Los capitalistas de la VOKA creen que este estrato carece de disciplina básica debido a la “hamaca” de la seguridad social, algo sin lo que sus homólogos de Alemania del Este o del norte de Francia han aprendido a vivir.

En Flandes occidental ya se recurre a trabajadores franceses de Lille y Dunkerque para suplir la escasez de mano de obra. Dada esta situación, las organizaciones patronales presionan para que haya más rutas de cercanías a través de la frontera lingüística: igual que antes los flamencos iban a trabajar al sur, ahora los valones deben venir a trabajar a Flandes («Si la montaña no viene a Moisés, Moisés debe ir a la montaña», como reflexionaba recientemente un comentarista). La Nueva Alianza Flamenca, partido de vanguardia del capital flamenco, ha promovido enérgicamente esta agenda, presionando a favor de la llamada “degresividad” (la reducción de las prestaciones por desempleo a lo largo del tiempo), el fin de los sistemas de indexación salarial que aún existen en Bélgica y el establecimiento de un control estatal sobre el pago de las prestaciones, que actualmente gestionan las administraciones sindicales. Los nacionalistas flamencos, el partido más rico de Europa Occidental, apoyado por un imperio inmobiliario y cuantiosas subvenciones públicas, tienen los bolsillos repletos para financiar su ofensiva neoliberal, incluso cuando se hallan en una situación de reflujo electoral.   

Bélgica se enfrenta a la deconstrucción radical de su sistema de seguridad social con el asentimiento de los socialistas valones, proceso acompañado de un lento curso de orbanización flamenca

Atento a esta dinámica, el secretario de Estado para el Relanzamiento Económico del Partido Socialista Valón y estrella emergente Thomas Dermine ha estado apelando indirectamente a este creciente bloque de inversores flamencos. Novato en la elite del partido, se unió a los socialistas tras pasar por McKinsey y Harvard, siendo su objetivo lograr una forma de reconciliación regional. En su opinión, las regiones belgas deben aprender a trabajar juntas en un clima económico cambiante, lo que en la práctica significa liberar más recursos valones para las empresas flamencas. «La economía flamenca se enfrenta a una falta de espacio y personal –afirma– y Valonia tiene una gran reserva de mano de obra y una enorme cantidad de territorio sin utilizar». En lugar de que los valones se desplacen a Flandes Occidental, Dermine quiere que las pequeñas y medianas empresas del norte se dirijan al sur y se establezcan allí. Por extensión, el Partido Socialista Valón podría mantener su hegemonía regional al tiempo que atiende las demandas de los nacionalistas flamencos de una mayor regionalización.

Esta parece ser la alternativa brutal a una “coalición del poder adquisitivo” roji-rojo-verde. Bélgica se enfrenta a la deconstrucción radical de su sistema de seguridad social con el asentimiento de los socialistas valones, proceso acompañado de un lento curso de orbanización flamenca. Todavía está por ver, si este resultado podrá evitarse, pero probablemente requerirá un grado de inteligencia política que el primer rey de Bélgica no supo detectar en sus súbditos.

Sidecar
Artículo original: Middling Kingdom, publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Anton Jäger, «Regiones rebeldes», NLR 128.
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