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Salud
Viruela del mono: el daño de no entender el estigma
En los tres últimos días hemos visto a gran parte de la prensa llenar sus páginas de titulares relacionando los recientes casos de viruela del mono detectados en países enriquecidos, entre ellos el estado español, con las prácticas sexuales de a quienes la mayor parte de la medicina y la salud pública denominan HSH (Hombres que tienen Sexo con Hombres).
La viruela del mono (monkeypox) es un virus que infecta preferentemente a roedores africanos. La transmisión al mono y al ser humano se produce de forma accidental y se mantenía relativamente reducida en algunas zonas de África central y occidental, lo cual explica que haya sido una infección ignorada hasta ahora, más por la localización que por la magnitud. En los últimos años aparecen casos en viajeres que llevaban el virus fuera del continente y asociando algún caso secundario en Europa, además de un brote serio en EEUU provocado por la deslocalización de perritos de la pradera.
El virus ocasiona inicialmente un cuadro inespecífico (fiebre, cansancio, dolor muscular), producido por su diseminación desde el punto de entrada al cuerpo a todos los tejidos, con algún rasgo más propio como la inflamación de ganglios linfáticos. La concentración de virus en líquidos como la saliva, el moco o las gotas que expulsamos con la tos lo hace contagioso en esta fase de la enfermedad. De uno a tres días después surgen las primeras vesículas, que posteriormente pasan a acumular algo de pus y luego generan un ombliguillo. Finalmente se crea una costra que terminará cayéndose por sí sola. Suelen aparecer antes en la cara y luego ir hacia las palmas de manos y plantas de pies y la zona genital, pudiendo también presentarse en la piel y las mucosas del resto del cuerpo (dentro de la boca, por ejemplo). El líquido de las vesículas y el pus que genera después es donde más virus se concentra y por ende donde radica la mayor capacidad de contagiar. Para ello se requiere que las mucosas o la piel no íntegra entren en contacto con líquidos contaminados con el virus para infectarnos, ya sea por contacto con el líquido en el cuerpo de la persona sintomática o a través de un objeto al que lo haya traspasado, como vasos, sábanas o toallas.
No es una infección de transmisión sexual o ITS —lo cual no es incompatible con ser un virus, más allá de lo que intente explicar la Ministra de Sanidad —y entre sus principales vías de transmisión no está la sexual.
No es una infección de transmisión sexual o ITS —lo cual no es incompatible con ser un virus, más allá de lo que intente explicar la Ministra de Sanidad —y entre sus principales vías de transmisión no está la sexual. Sin embargo, ha sido rápidamente resaltado, tanto por la prensa como por las instituciones, el hecho de que se haya producido una mayor detección de casos entre a quienes se ha nombrado con el ya de por sí problemático término de HSH, probablemente refiriéndose a personas con pene que mantienen sexo con otras personas con pene, sin importancia de los contextos identitarios ni de las prácticas concretas.
Las transmaribibolleras somos una población muy estigmatizada y aún en el centro de mucha violencia de odio. Muches de nosotres hemos aprendido a relacionarnos con el sexo desde un lugar traumático, marcado por la educación judeocristiana y la consideración como inmoral o incluso enferma de nuestro deseo y nuestras maneras de follar o no hacerlo. Un lugar marcado también por el miedo que se nos ha inculcado desde los comienzos de la pandemia del VIH, el miedo transmitido desde muchos sitios —sin faltar en el proceso homofobia, bifobia, transfobia, racismo y serofobia— como que cualquier relación sexual entre nosotres, segura o no, era (es) de alto riesgo, pese a ser algo reiteradamente falsado. Este es el contexto del que partimos, y eso es relevante.
Y es relevante a la hora de transmitir información por el potencial de hacer daño que la forma de comunicar tiene. El hecho de que nos encontremos ante una agrupación de casos (cluster) puede tener múltiples explicaciones epidemiológicas que no necesariamente tienen que pasar por ciertas prácticas sexuales, y de hecho la limitada evidencia de la que disponemos no apunta de momento en esta dirección en cuanto a la transmisión, como múltiples titulares parecen dar a entender.
La prensa no se ha quedado sola señalando las prácticas sexuales —e infiriendo de ellas orientaciones sexuales concretas— de personas infectadas, sino que se ha visto acompañada por varias instituciones médicas y documentos del Ministerio de Sanidad
La prensa no se ha quedado sola señalando las prácticas sexuales —e infiriendo de ellas orientaciones sexuales concretas— de personas infectadas, sino que se ha visto acompañada por varias instituciones médicas y documentos del Ministerio de Sanidad. En la encuesta epidemiológica que éste ha publicado relaciona las saunas, y su relevancia histórica para el colectivo queer, directamente con el riesgo de infección sin tener nada más en cuenta, e incluye como ítem de “relación sexual de riesgo” el sexo “HSH sin protección”, sin incluir una variable equivalente para otras personas y pese a que parece que la transmisión se basa en el contacto y vía aérea, no en la vía sexual.
Hemos visto también estos días publicaciones en perfiles públicos en redes sociales por parte de quienes están diagnosticando los casos con términos como “heterosexual estricto”, que recuerdan más a bromas sobre perfiles de Grindr que a una divulgación médica. Parte de la prensa dio un altavoz a estas publicaciones, probablemente sin plantearse la posibilidad de estar fomentando desde sus titulares un fuerte estigma homófobo y racista, casi deshumanizando en algunos casos desde “la fantasía de que los pueblos con pocas razones para esperar zafarse de las desgracias tienen una menor capacidad de sentirlas” que nombró Susan Sontag. Todo esto también ha levantado nuevas dudas sobre el secreto médico y sobre si tomar fotos con fines de investigación y divulgativos (autorizados por les pacientes) da derecho a difundirlas por medios no científicos o incluso para ganar popularidad personal por parte del profesional.
Cabe preguntarse cuál es el objetivo detrás de señalar esta agrupación de casos de esta manera y si dicho objetivo se está consiguiendo. Es poco probable que una persona pase desapercibida esta infección debido a su presentación clínica, por lo que no parece muy necesario poner a la población LGBTIQA+ en sobre aviso para que presten mayor atención a la aparición de posibles síntomas. Por otro lado, si la transmisión no es sexual sino por contacto y gotas, no es algo ni exclusivo de las personas queer, ni del sexo no seguro. Y además, estas técnicas comunicativas se asocian a una falsa sensación de seguridad por parte del resto de la población que también puede retrasar diagnósticos.
No es raro que esta repentina preocupación por la salud transmaribibollo se reciba con suspicacia desde el colectivo. Llevamos décadas reclamando una investigación y atención de nuestras necesidades concretas de salud y problemas específicos sin apenas respuesta por parte de las instituciones. Según un estudio publicado el año pasado en Gaceta Sanitaria, en el Estado la financiación pública a proyectos de investigación sobre salud LGBTIQA+ es muy escasa, suponiendo menos del 0.4% de los proyectos (y menos del 0.1% si eliminamos los relativos al VIH), financiación que además se vio reducida entre 2013 y 2019.
Por otro lado, parte de las instituciones médicas siguen patologizando a gran parte del colectivo y es alarmante que las instituciones decidan no tomar medidas efectivas contra las terapias de conversión. En este contexto puede entenderse que gran parte del colectivo no logre creer que la preocupación principal es nuestra salud y que el estigma es sólo un daño colateral por nuestra protección.
Esto no significa que esto venga de una homofobia expresa con una intencionalidad de marginar al colectivo —no siempre y no por todes—, pero ni el estigma puede ser una consecuencia no prevista ni las buenas intenciones todo lo pueden. Una de las máximas de la ética médica clásica reza que “lo primero es no hacer daño”, y la epidemiología y la salud pública no pueden ser ajenas a ella. A la hora de comunicar estas agrupaciones de casos es necesario poner el foco en cómo se hace, por parte de las instituciones y de médicxs que dicen hablar como expertes, que todas las acciones se lleven a cabo poniendo la salud de la población LGBTIQA+ en el centro, que se hagan en base a la mejor evidencia científica disponible y que no pierdan de vista su potencial dañino.
Necesitamos menos sensacionalismo y más rigor por parte de los medios, y necesitamos más empatía y representación por parte de las instituciones
Tanto la prensa como las instituciones necesitan entender la estructura social que condiciona cómo la información afecta a colectivos vulnerables. En el ámbito sanitario, incluyendo la salud pública, falta aún mucha formación sobre salud LGBTIQA+ y el camino por recorrer para acabar con el estigma y la discriminación en estos ámbitos es aún muy largo. Mientras las personas que forman parte del colectivo no estén representadas en las instituciones y además no lo estén como expertas, que las hay, aunque se enfrentan a barreras de acceso similares a las que llevan a poner cupos de representación en otras áreas, se seguirán tomando medidas que nadie identifique antes de su puesta en marcha como problemáticas e incluso peligrosas.
Aumentar el estigma sobre la población transmaribibollo es peligroso y tiene consecuencias muy reales. Consecuencias sobre nuestra salud y sobre la violencia que recibimos. No es un mero daño colateral. Necesitamos menos sensacionalismo y más rigor por parte de los medios, y necesitamos más empatía y representación por parte de las instituciones.