La fragilidad de la “patria común e indivisible” proviene del paupérrimo alcance de su sistema redistributivo, un engranaje oxidado de expropiación fiscal sobre los grupos sociales más expuestos a los vaivenes de una economía que crece y se repliega a golpe de sucesivos movimientos especulativos.
Vecinos de Riolobos (Cáceres) juegan a la petanca. Foto de Santiago Rodríguez Álvarez.
Hagamos juntos un ejercicio. Tratemos de visualizar el trayecto que une la ciudad de Barcelona con un remoto pueblo de la provincia de Cáceres. Llamémoslo Riolobos.
La distancia más corta entre estos dos puntos de la geografía española es una línea que hace todas las curvas necesarias para poder pasar por Madrid, “rompeolas de todas las Españas”. El paulatino acercamiento de estos dos enclaves, posibilitado por el desarrollo de las infraestructuras y las mejoras tecnológicas del transporte (absténganse de pensar ahora en el tren), representa la culminación del proyecto compartido que llamamos España. ¿Qué es, por lo tanto, España? Relájense, no buscamos esencias ni nos golpearemos el pecho afirmando, con Unamuno, que España debe volverse sobre sí misma; tampoco nos flagelaremos sentenciando, a lo Gil de Biedma, que de todas las historias de la historia, la más triste es la de España porque termina mal. Este humilde ejercicio trata de reflexionar sobre cómo ha sido posible la España de las últimas décadas, un ejercicio de funambulista por la superficie resbaladiza del Estado de las autonomías.
¿Tiene sentido hablar de rentas regionales?
La España de las autonomías se asienta sobre el principio de solidaridad interterritorial. Los Fondos de Compensación actúan, cual Robin Hood, quitándole a los que más tienen para dárselo a los más pobres. Aquel machacón “España nos roba” tiene su sentido si pensamos en las transferencias de rentas regionales desde comunidades como Cataluña, Madrid, Valencia o Baleares a otras más pobres como Extremadura o Andalucía. Pero ¿tiene sentido hablar de rentas regionales? Habrá quienes piensen que no, que las rentas son siempre personales y que el dinero pasa, en última instancia, de unos bolsillos a otros, no de unas regiones a otras. Y parte de razón no les falta.
Vista de la Torre Agbar en Barcelona desde los bunkers del Carmel.
Álvaro Minguito
La solidaridad interterritorial ha propiciado un desarrollo paradójico durante las últimas décadas. Es un hecho innegable la equiparación de los estándares de vida entre personas de regiones tan distantes como Cataluña y Extremadura. Más que en la renta personal disponible, aún bastante desigual por el dinamismo de la vida en las zonas urbanas, dicha equiparación puede observarse en la homogeneidad de los hábitos de consumo. De esta manera, durante años ha sido posible afirmar cosas del tipo “qué bien se vive en España”, lo que conlleva un cierto grado de uniformidad muy singular (y autocomplaciente, claro) en nuestra historia.
Hablar de España como un todo tiene unas implicaciones político-sociales sobre las que conviene reparar. La convergencia económica entre las distintas regiones ha dado lugar a la aparición de una gran clase media en todo el territorio. Esta clase media es, sin embargo, un conglomerado tan heterogéneo que resulta muy equívoco referirse a ella sin introducir matices, si de lo que se trata es de entender algo.
Barcelona es hoy una de las capitales mundiales del diseño y la publicidad, una ciudad abierta al mundo y cerrada a una parte cada vez más grande de sus habitantes.
La clase media urbana catalana es igualmente un mosaico irreductible. Para simplificar, nos referiremos a los trabajadores del sector industrial. Este grupo poblacional ha contado con trabajos estables y relativamente bien remunerados durante las últimas décadas. Muchos de los individuos que lo componen son ahora jubilados con un poder adquisitivo suficiente como para dar de comer a los hijos de sus hijos en paro. Las transformaciones de los últimos tiempos han supuesto la desaparición paulatina de la industria y su sustitución parcial por el pujante sector de los servicios y todo lo que tiene que ver con la comunicación. Barcelona es hoy en día una de las capitales mundiales del diseño y la publicidad, una ciudad abierta al mundo y cerrada a una parte cada vez más grande de sus habitantes.
El caso que representan los pueblos del sur es igualmente paradójico. La inmigración del campo a la ciudad “resolvió” el histórico problema planteado por la necesidad de una verdadera reforma agraria. Extremadura ha perdido 500.000 habitantes desde los años sesenta. Repartir lo poco que hay entre los pocos que quedan puede parecer suficiente, más aún cuando las carencias son mitigadas por un sector público omnipresente. Más del 50% del PIB extremeño se deriva de la actividad económica del sector público, lo que propicia que los altos niveles de paro, la estacionalidad del empleo y los míseros salarios, convivan en armonía con escuelas equipadas con un ordenador por alumno y hospitales a la vanguardia tecnológica del país. Todo pagado con dinero público.
Si asumimos esto, no es de extrañar que los catalanes hayan estado tirándose de los pelos durante años. España, podríamos pensar, es un subproducto artificial que exprime hasta el tuétano de los abnegados trabajadores del norte. Pero no saquemos conclusiones aceleradas. Las transferencias de renta de unas regiones a otras son, sobre todo, transferencias de rentas de los trabajadores asalariados a los que más tienen. Cierto es que, en su “natural” discurrir expropiatorio —de las clases populares a la clase dominante—, el dinero hace una pequeña parada en los bolsillos exhaustos de las clases populares de otras regiones, como Extremadura, generando una sensación de riqueza que permite a muchos extremeños pobres autoafirmarse como clase media. ¡Y a mucha honra!
Pero el dinero, como los ríos que van a dar a la mar, acaba siempre en los bolsillos de sus “legítimos” dueños. Habrá quienes piensen que es absurdo establecer un flujo circular de la renta tan complejo para finalmente volver al punto de partida. No me atrevería a llevarles la contraria, si no fuera porque de ello ha dependido la articulación territorial del Estado durante las últimas décadas. El dinero de la solidaridad interterritorial sale de los impuestos de las clases trabajadoras catalanas (en proceso de desaparición) para acabar, previo paso por los humildes bolsillos de los trabajadores extremeños con sensación, eso sí, de clase media, en las arcas de la clase dominante catalana.
Todo este frágil engranaje, que hemos llamado durante los últimos cuarenta años “España”, se ha roto
Se hace necesario decir que todo este frágil engranaje, que hemos llamado durante los últimos cuarenta años “España”, se ha roto, y que en el momento actual asistimos a una reconfiguración de los equilibrios de poder que puede alterar profundamente el mundo en el que hemos vivido.
Los límites de España como proyecto de país se corresponden con los límites efectivos del Estado Social y Democrático de Derecho. De hecho, la fragilidad de la “patria común e indivisible” proviene del paupérrimo alcance de su sistema redistributivo, un engranaje oxidado de expropiación fiscal sobre una capa de la población —la difusa clase media— expuesta a los vaivenes de una economía que crece y se repliega a golpe de sucesivos movimientos especulativos. Si pensamos que esa clase media, hoy empobrecida, se concentra en aquellos lugares donde hay (o había) trabajo, podemos comprender el crecimiento de las tensiones territoriales dentro de una lógica más amplia que la de los agravios identitarios.
La élite catalana no paga impuestos. Tampoco la madrileña ni la valenciana ni la extremeña. En general, las élites no pagan nada. Por eso, la patronal catalana, Rosell a la cabeza, se sumó a las movilizaciones soberanistas mientras no excedieron las demandas de un mejor (para ellos, claro) arreglo fiscal con el Estado. Por ello mismo se bajaron del carro cuando el movimiento independentista desbordó el marco de las oligarquías autonomistas, poniéndose en seguida a la cabeza del movimiento por la unidad de España.
Lo que falta es un proyecto de país que venga a sustituir al que hoy se halla en retirada. Pero este no va a salir de la mente de ningún pro-Hombre de Estado. Va a ser, más bien, el resultado de una serie de ensayos concretos sobre el territorio. Va a ser un arreglo de coyuntura al que se le irán añadiendo remiendos coyunturales: otra chapuza (sobre la que construirá, sin embargo, un descomunal aparato de legitimación y encumbramiento).
Planta de Opel en Figueruelas, foto de PCE Aragón para Ara!nfo
Veámoslo en un caso concreto. La planta de Opel en Figueruelas (que podría ser la de Ford en Almussafes, la de Renault en Palencia o la Seat de Martorell) acaba de “acordar” con su plantilla unas nuevas condiciones laborales que aseguran el mantenimiento de la fábrica durante los próximos años. En realidad, no asegura nada más que el empobrecimiento de los trabajadores y la precarización de sus condiciones laborales, pero cualquier extremeño respondería que “por lo menos, algo es algo”.
La estabilidad política y social del país, fraguada en los acuerdos del comité de empresa de Figueruelas.
La pérdida de poder adquisitivo de los asalariados de Opel se verá compensada, en parte, en los próximos meses (cuando se acerquen las elecciones) con una promesa de bajada de impuestos. Esa gente matizará su indignación al advertir que la situación de sus vecinos turolenses, por no hablar ya de sus compatriotas cacereños, es mucho peor. La reducción de ingresos en las arcas públicas será contrarrestada, nunca del todo, con otra subida del IVA o de la luz, lo que supondrá un empobrecimiento generalizado que se hará notar mucho más en los que ya eran pobres. La caída de la recaudación obligará a nuevos recortes en el sector público, con efectos catastróficos en aquellas regiones más dependientes del gasto social. La estabilidad política y social del país, fraguada en los acuerdos del comité de empresa de Figueruelas (Almussafes, Palencia o Martorell), convivirá con el crecimiento de la desigualdad entre las personas, que requerirá de un esfuerzo sobrehumano en políticas públicas de exclusión social para aplacar el malestar creciente.
Esto no es una hipótesis ni un pronóstico. Es lo que ocurre todos los días en un país que ha fracasado como proyecto político de futuro. Esta España separa y enfrenta a Cataluña y a Extremadura. El malestar se expresa en la lengua que hemos aprendido todos (catalanes, extremeños, murcianos y valencianos) durante estos cuarenta años: el enfrentamiento territorial. ¿Por qué iba a hacerlo de otra manera? Si no sabemos otra, tal vez haya llegado el momento de empezar a complejizar el discurso, y hablar de la viabilidad de España en términos sociales, fiscales, económicos y —¿por qué no?— territoriales.
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