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Medio rural
Viaje al final de la noche campesina
La cultura de la ciudad es la némesis de la cultura del campo, aunque ambos conceptos simplificadores no representen bien la complejidad de ambos universos. La frontera entre esos dos mundos ha sido históricamente porosa, con múltiples relaciones de retroalimentación pero, finalmente, la cultura rural ha sucumbido a la colonización de su antagonista. Los tentáculos urbanos han extendido sus dinámicas metropolitanas hasta el último confín, y se encuentran desmembrando las últimas resistencias del mundo rural.
El medio rural integraba, más o menos armónicamente, la esfera productiva y reproductiva. Hoy, la cultura urbana ha centrifugado dicho binomio. En su mayoría, los habitantes de los pueblos van a trabajar de casa a la ciudad o al polígono de la cabecera comarcal. Cotidianamente, cada vez están menos vinculados a los recursos naturales y a los ecosistemas de su entorno. Sus relaciones son ya indistinguibles de las urbanas, en la medida que hacen uso de los mismos satélites que la sociedad urbanita.
Más aún, el medio rural se configura como una suerte de espacio urbano marginal. Espacialmente, porque se sitúa en el área de influencia de la ciudad, en su misma periferia o, directamente, en el hinterland urbano. Estructuralmente, porque es dependiente de las dotaciones educativas, sanitarias, y administrativas de la ciudad. Se ha convertido en un reservorio marginal en el que la ciudad deposita sus excrecencias en forma de vertederos, infraestructuras de producción energética, o vías de conexión entre manchas urbanas. También es marginal en su acepción sentimental y simbólica, puesto que ha mutado en parque temático alternativo y subordinado al ocio urbano.
Cuando las actividades agrarias y ganaderas ya no articulan social, política y económicamente el mundo campesino, la cultura rural sencillamente se desintegra y deviene folclore para flâneurs urbanitas. Este es un fenómeno particularmente intenso en Euskal Herria, tierra donde el sector primario es ya muy minoritario, incluso en las zonas más alejadas de la metrópoli vasca. La sangría demográfica de Iparralde y del este de Navarra serían una cara de la moneda. La industrialización de las actividades agrarias en el norte, oeste y sur de Navarra, Guipúzcoa, Vizcaya y Álava serían la otra.
Una lenta agonía agrícola y ganadera
En algún momento del siglo XX el campesinado desapareció en Europa. Todavía hay gestos, dejes, tics o maneras de hacer campesinas, sobre todo entre la gente mayor que ha nacido en el mundo campesino, pero son reliquias de un mundo que ya no existe. El mundo campesino desapareció, y no fue tanto por el despoblamiento como por la modernización agraria. Un proceso que galopa a escala global a marchas forzadas: la producción agraria familiar ya solo ocupa el 25% de las tierras cultivadas del planeta.
En la agricultura y ganadería campesinas, al igual que en la biosfera, la única fuente de energía procede de la luz solar que reciben las plantas y que pasa a las cadenas tróficas a través de la fotosíntesis. La agricultura es la fuente neta de energía en el metabolismo de los ecosistemas campesinos tradicionales. Por contra, la agricultura y ganadería industriales absorbe otros circuitos energéticos, consume insumos producidos en ecosistemas ajenos y dispara las externalidades negativas.
En todo caso, cada vez es más discutible denominar agricultura y ganadería industriales al modelo actual. Cada vez es más frecuente que se gaste más energía en producir un alimento que la propia energía que proporciona, sobre todo en los más tecnificados y globales. De modo que la agricultura y la ganadería industriales serían más bien una fase de transición hacia una actividad industrial de producción de materias comestibles para la metrópoli global. En consecuencia, puede que quienes trabajen en los entornos rurales modernos sean agricultores y ganaderos, o empresarios de distintos perfiles, con más o menos rasgos campesinos, pero no son campesinos tradicionales en sentido estricto.
Hay quienes señalan que hablar de desaparición del campesinado en Europa es esencialista y reduccionista, y que lo que ha hecho es adaptarse a la nueva situación. Son voces que apelan a la resistencia, al diseño de nuevas estrategias, al conflicto. Otras miradas, enunciadas desde los entornos agroecológicos, hablan de una recampesinización sostenida por los nuevos productores ecológicos y el hálito de los últimos agricultores y ganaderos convencionales vinculados a los circuitos cortos. Cualquiera de ambos puntos de partida se enfrenta al cíclope urbano que todo lo devora. Aunque, si algo ha señalado la epidemia de los últimos meses, por primera vez en muchos años, es que el campo y el mundo campesino tienen futuro.