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Coronavirus
Por su propio bien
Esperanza no quería salir de su casa y se negaba en rotundo a ir al hospital. Las asistentes seguían preocupadas, no querían que Esperanza se muriese sola en casa. Sus familiares más cercanos, ninguno de ellos en Madrid, estaban también preocupados, no querían que Esperanza se muriese sola en casa.
Tenía una vecina llamada Esperanza.
No era una persona fácil.
El viernes se la llevaron a la fuerza mientras gritaba pidiendo socorro.
El sábado estaba muerta.
Llevo más de quince años viviendo puerta con puerta con una ni remotamente dulce ancianita llamada Esperanza. A lo largo del tiempo nuestra relación —como todas las relaciones— ha tenido sus más y sus menos, porque Esperanza —como yo, como todos— también los tenía.Durante años cuidó de nuestros gatos cuando nosotros estábamos de viaje, nos regaló fruta y verdura (a punto de pasarse) que se había quedado olvidada en su nevera, y nos invitó a una copa de vino dulce en su cumpleaños. También durante años estuvo llamando a mi puerta cinco veces por semana para que mi marido le revisase las facturas del teléfono o la luz, o el último extracto del banco, y tuvo a bien explicarme —sin que mi expresión crecientemente apopléjica la arredrase en lo más mínimo— que era mucho mejor que este tipo de papeles los viese un hombre, o (aún mejor) que ahora había que tener mucho más cuidado con todo desde que España se había llenado de inmigrantes.
Esperanza, que ya era mayor y desconfiada cuando la conocí, se fue haciendo más mayor y más desconfiada. En los últimos meses había descuidado su higiene personal, y le costaba mucho bajar a hacer la compra. Se le asignó una ayuda domiciliaria, y empezaron a acudir asistentes un par de horas al día.
Esperanza no se dejaba ayudar. Aceptaba a regañadientes que le hicieran la compra y convencerla para que dejase que alguien colaborase en la limpieza de la casa o la asistiese con su higiene personal era una lucha.
Entonces llegó el confinamiento.
Esperanza ya no salía de casa para nada, estaba triste y confusa, no tenía apetito, por las noches se podían oír sus gemidos, tenía dolores.
A las asistentes empezó a preocuparles su estado de salud. Llamaron a un médico que vino, la revisó someramente, dijo que estaba bien y se fue. Las asistentes no quedaron convencidas: llamaron a la ambulancia. Vino una ambulancia, vino otra al día siguiente, y después otra más… Todas se fueron de vacío porque Esperanza no quería salir de su casa y se negaba en rotundo a ir al hospital.Las asistentes seguían preocupadas, no querían que Esperanza se muriese sola en casa. Sus familiares más cercanos, ninguno de ellos en Madrid, estaban también preocupados, no querían que Esperanza se muriese sola en casa.
El viernes por la mañana se nos advirtió de que podíamos oír “jaleo”: se habían tomado medidas para llevar a Esperanza al hospital sin su consentimiento. A mediodía se presentó la ambulancia, la asistente, y otra mujer presuntamente de Asuntos Sociales. Abrimos la puerta para preguntar si tenían una autorización judicial para llevarse a Esperanza contra su voluntad; la mujer no identificada contestó que no era necesario, se podía hacer “por el artículo 43”. Volvimos a cerrar la puerta.
Pasó casi una hora hasta que empezó el jaleo.
Esperanza aullaba a pleno pulmón pidiendo que la dejaran en su casa mientras la sacaban por la puerta, se desgañitaba pidiendo socorro en el descansillo, gritaba por la escalera. Luchó y luchó, hasta que ya no pudo más y entró en la ambulancia ya en silencio. Nosotros no abrimos la puerta.
El sábado por la mañana se nos comunicó que Esperanza había muerto. Al parecer tenía daño cardiaco.
Pensé exponer aquí los procedimientos por los que la Legislación Española protege el derecho a la libertad, asegurando que ninguna persona pueda ser retenida, trasladada u obligada a ingresar en un centro contra su voluntad, salvo que medie autorización judicial, pero desconozco los pasos exactos que se han dado en este caso, y no puedo por tanto presumir que no se haya actuado de forma legal.
Podría aclarar que —de forma general— es perfectamente legal negarse a recibir tratamiento médico, pero de nuevo desconozco las circunstancias exactas y los criterios médicos o jurídicos que llevaron a la acción del viernes.
Podría hablar hasta hartarme del derecho a la dignidad y la libertad personal, y de cómo esos derechos son sistemáticamente ignorados o al menos considerados secundarios en población geriátrica, pero podría estar siendo injusta.
En este mar de dudas, albergo una única certeza. Una certeza fría, desolada y terrible que me ha mantenido despierta por la noche: la decisión que causó el dolor y la angustia, el tremendo pavor que impregnó las últimas horas de mi vecina, se tomó con los mejores intereses de Esperanza en mente. Por su propio bien.
Tenía una vecina llamada Esperanza.
No era una persona fácil.
El viernes se la llevaron a la fuerza mientras gritaba pidiendo socorro.
El sábado estaba muerta.
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Tremendo. Gracias, Raquel P. por tomarte la molestia de contarnos esta historia de fría locura benefactora que, si no mató directamente a tu vecina, al menos aceleró su muerte y le causó un mayor sufrimiento que el que se pretendía evitar.