Pobreza
En la cola del puchero

No discrimina por color de piel, formación, edad ni procedencia. Gitanas, latinas, negros, caucásicos y blancos de cualquier edad. Así es la cola de El Puchero, un comedor social en Orriols, València. 

Banco alimentos Valencia
El banco de alimentos de Valencia. Gonzalo Sánchez

“¡Nene! ¿Eres el último?”. Una mujer morena y menuda, de unos 50 años y peinada con coleta, apunta al fondo de la calle. Se giran las cabezas. Contesta un hombre alto, de pelo cano a la altura de las orejas y con un recién nacido en brazos. “Yo voy detrás de Esperanza”. Al final de la cola, un chico joven latino le cuenta a una gitana que va a salir de público en un programa de À Punt en el que le pagan 10 euros y un bocadillo.

Así es la cola de El Puchero. No discrimina por color de piel, formación, edad ni procedencia. Gitanas, latinas, negros, caucásicos y blancos de cualquier edad. Algunas personas ancianas. La mayoría vienen con carros de tela —de esos que se atan en la puerta de los supermercados— llenos de tápers en los que se llevarán la comida. Los jóvenes, con más fuerza en los brazos, llevan bolsas. Todos van bien vestidos. Nadie imaginaría, viéndoles por la calle, que no pueden permitirse comer. “Hasta ahí llega el cliché del pobre”, advierte Miriam, trabajadora del local. Una hora antes de la apertura, una docena de personas hacen cola a las puertas del comedor social.

El Puchero nació durante la etapa más dura de la crisis en el barrio históricamente obrero de Orriols, en València. Está gestionado por la compañía alemana de fruta y verdura San Lúcar y la  Coordinadora Solidaria Valencia, y actualmente da servicio a unas 200 personas. “Cada año viene más gente, y hay personas que están desde el primer día”, señala Daniel, el cocinero. Según Miriam, tienen a más de 90 personas en lista de espera. La compañía, que presta servicio gracias a donaciones de hipermercados y grandes superficies, quiso cambiar el formato clásico de comedor social. Aquí la gente se lleva la comida ya preparada a casa. “Nuestro objetivo es que el estigma social desaparezca, o apartarlo lo máximo posible. Ir a un comedor social cuando el día de ayer estabas trabajando es un shock muy grande para la gente. Fue entonces cuando vimos que este formato es mucho más cómodo para los usuarios”, apunta Sonia, trabajadora de la organización.

Cada persona agarra su carrito por una razón bien distinta. A unos la crisis les ha golpeado duro, otros se aferran a su desarraigo y esperan con paciencia un permiso de trabajo que les permita levantar cabeza. Para muchas personas es la única manera de alimentar a sus hijos. La parrilla de carritos acoge licenciadas con dos carreras, mujeres solteras, jubilados, familias gitanas y chicas jóvenes que limpian casas mientras esperan los papeles. La mayoría se conocen y hablan animadamente, bromean. En la puerta, dos gitanas de unos 50 años ataviadas con vestido de algodón y leggins, hablan con la trabajadora social.

—Pero ¿qué pone en el contrato? Lo que sea míralo y me lo traes.

Tras diez minutos hablando con las usuarias, Miriam entra al local y se pone unos guantes de plástico. El servicio va a comenzar.

El bajo, decorado con baldosines marrones y fotografías con imágenes de la compañía, huele a fruta y paella de verduras. El menú del día. Daniel reparte las raciones de paella.

—¡Para la Yoli y para el Dani!
—¿Te gustó la fideuà ayer?
—¿Así está bien? ¿Seguro que no quieres más pan?

Hoy en El Puchero tienen una novedad. Una empresa les ha donado varias cajas de leche. “Normalmente se las dejamos primero a las familias para que los niños puedan beber”, señala Miriam. Cuenta que en muy raras ocasiones alguien dona dulces, entonces los reparten entre los más pequeños. Mientras selecciona la fruta, tacha los nombres apuntados en una lista y cada comensal enseña su carnet que acredita su situación de vulnerabilidad social.

Pasa gente de todas las edades. “A veces se llevan la comida niños de 13 o 14 años que salen del colegio para ir a su casa”, señala Míriam. Frank, un venezolano rubio y sonriente de 22 años, hace cola esperando su turno. Cuenta que sus padres, antes de emigrar, eran visitadores médicos, pero aquí en España no son nada hasta que le otorguen permiso de residencia. Él, como migrante, tampoco tiene permiso de estudios. Viene a recoger la comida para su familia. No para de moverse y le brillan los ojos mientras habla. Después de más de dos años sin papeles, faltan apenas unos meses para que le den su permiso y pueda reanudar su vida tras este stand-by burocrático. Quiere estudiar programación de videojuegos y cuenta que tiene muy buenas notas en bachillerato.

Por la barra pasa Mina, una mujer armenia de piel blanca, pelo rubio y ojos claros. Va vestida con vaqueros y una camiseta negra. Tiene dos carreras. En su país era matemática y economista, llevaba más de 20 años trabajando en una empresa de programación. Pero en España se ha dado de bruces contra el suelo. Cuenta que le restan 10 meses para terminar su calvario administrativo y conseguir los papeles, aunque no está segura de que se los vayan a dar.

“Aquí me ayudan, también en Casa Caridad, donde mi hija va a la guardería. Mi marido ha encontrado algo esporádico, pero estamos en una situación muy difícil, quieres trabajar y no puedes —cuenta con un nudo en la garganta—. He estado estudiando 18 años y no puedo utilizar mis conocimientos aquí, es horrible”.

Tras más de dos años con todas las puertas cerradas y una hija nacida en España, Mina busca un precontrato como una tabla salvavidas que le permita acceder a un permiso de trabajo. Pero nadie lo hace, “todo se convierte en un círculo vicioso del que mucha gente no puede salir”. Suspira. “Ahora limpio casas. Me preocupa mucho que mi hija no lo entienda y para mí fue un shock muy grande empezar a trabajar de esto. Por eso a mucha gente que le dan la oportunidad prefiere volver a su país”.

Sonia intercede. “No tires la toalla, que algo cambiará”. Mina sonríe aliviada. “Eso espero…”.

Archivado en: Pobreza
Informar de un error
Es necesario tener cuenta y acceder a ella para poder hacer envíos. Regístrate. Entra en tu cuenta.

Relacionadas

Opinión
Emergencia habitacional El servicio de urgencias sociales de Bilbao SMUS no responde
VV.AA.
El Ayuntamiento de Bilbao no atiende a una población migrante condenada a vivir en la calle al negársele el derecho al trabajo legal y la vivienda digna.
Derecho a la ciudad
Opinión Celebrando (que nos perdonen) la vida
Las “Tres Mil Viviendas”, ese wild west patrio, son otra vez protagonistas. Tras un tiroteo entre malhechores el sheriff quiere demoler sus guaridas.
Iritzia
Migranteak Pobreek molestatu egiten digute
Zer egin orain kalean lotan daudenekin? Nola aurre egin klase begirada politiko eraldatzaile batetik?
Líbano
Líbano Cinco décadas sin paz ni justicia en Líbano
El país mediterráneo conmemora el 50 aniversario desde el inicio de la guerra civil, un conflicto cuyos crímenes no se han juzgado y cuyos desaparecidos no se han encontrado
València
València “‘El vol de Guillem’ ha supuesto la liberación de todos estos años de lucha”
Ricard Tàpera, autor del cuento, y Betlem Agulló, hermana de Guillem Agulló, que ha puesto voz a la historia, nos explican cómo ha sido el proceso de creación de esta obra coral, ilustrada por Helga Ambak.
La vida y ya
La vida y ya Días de vacaciones
No somos conscientes de que la lluvia depende, en un porcentaje altísimo, de ellas. Sin plantas hay menos lluvia. Sin lluvia las semillas no germinan. Así funciona.
Opinión
Opinión Poliamor de derechas, poliamor de izquierdas
La no-monogamia no puede ser simplemente una etiqueta identitaria o una preferencia personal, sino una práctica material que cuestiona la propiedad privada, la privatización de los cuidados y la reproducción de los roles de género

Últimas

Eventos
Taller de podcast El Salto invita a estudiantes a explorar las posibilidades del formato audiovisual
Proponemos un taller de guion y producción de programas para estudiantes de comunicación y periodismo los días 24 de abril y 8 de mayo.
El Salto n.78
El Salto 78 Nueva revista, viejas injusticias: hablemos de Violencia Institucional
En el último número de la revista de El Salto dedicamos la portada y nuestro “Panorama” a una de las violencias que sufren las mujeres solo por el hecho de serlo, la que aún a día de hoy emana de un sistema irracional y patriarcal.
Opinión
Space X Los viajes al espacio y el efecto Katy Perry
El 2024 fue el año más caliente desde que hay registros, mientras que Katy Perry y un puñado de millonarias nos deleitaron con su viaje espacial cortesía de Jeff Bezos.
Más noticias
Estados Unidos
Estados Unidos La buena sintonía entre Trump y Meloni
Como era de esperar, los mandatarios mostraron afinidades políticas e ideológicas. La italiana insistió en la idea de “fortalecer Occidente”.

Recomendadas

Economía social y solidaria
Tecnología Inteligencia Artificial y economía solidaria: ¿posibles aliadas?
¿Cómo debe relacionarse la economía solidaria con una tecnología que vulnera derechos humanos y ambientales constantemente? Cooperativas e investigadoras tecnológicas animan al movimiento a perderle el miedo y a utilizarla de manera crítica.
Multinacionales
Multinacionales Maersk y las rutas de complicidad con el genocidio israelí en Gaza
Crece la presión internacional contra la naviera danesa que está aprovisionando a Israel de armas para cometer el genocidio de Gaza en contra de las medidas cautelares tomadas por la Corte Internacional de Justicia.
Historia
Historia Cuando la solidaridad antifascista reunió a musulmanes, judíos y cristianos en la España republicana
Marc Almodóvar y Andreu Rosés rescatan a los combatientes árabes de la Brigadas Internacionales en el libro ‘Moros contra Franco. El antifascismo y la Guerra Civil española en el mundo árabe’.
Valencià
València Duelo colectivo y brecha de género, las consecuencias de la dana en la salud mental
Más allá de lo material, el sufrimiento mental continúa golpeando las vidas de l´Horta Sud. Mujeres cuidadoras y colectivos vulnerables encabezan un luto que todavía no ha encontrado descanso.