Una persona sin hogar, foto de Edu León

Personas sin hogar
Un horizonte de plásticos y cartones

¿Cómo se arma un hogar en la mitad de la nada? ¿Cómo se arranca calor, sentido de pertenencia y, a veces, hasta belleza, al asfalto hostil o a la tierra yerma?

Fotógrafo

24 ene 2021 06:00

No queremos notarlo, pero una ciudad de plástico, cartón y tela crece aceleradamente dentro y fuera de los márgenes de las urbes oficiales.

Madrid, Barcelona, Valencia, Murcia, Sevilla, Granada, Palma… en todas partes, una marea multiforme y permeable se alimenta de tragedias cotidianas. De cracs personales. Un hombre que pierde su empleo. Una familia desahuciada. Una mujer violentada que huye con sus hijos. Una adicción que rompe una cadena familiar y deja al eslabón más débil a la deriva. Un propietario que echa de su casa a una pareja mayor. Una subvención raquítica que se acaba. Un menor extranjero no acompañado, que cumple los 18 años y se ve expulsado del sistema de protección, uniéndose a muchos otros, que nunca llegaron a estar dentro.

Las desgracias, solas o sumadas, le pueden ocurrir a cualquiera, más en una España que tiene el dudoso honor de encabezar (solo después de Rumanía) la lista de los países más desiguales de la Unión Europea.

Llegar a la calle, como emigrar, es perder tu nombre. Empezar a llamarte: sin hogar, sin techo, mendigo. “Persona en situación de calle”. Y perder también tu sustancia, porque nadie te ve. Porque nadie quiere verte.

Al trauma de volverse invisible se suma la mayor exposición a enfermedades físicas y mentales. La fundación catalana Arrels lo investigó y ha difundido el dato: una persona sin techo vive en promedio veinte años menos que la gente que lleva vidas “normales”, lo que quiera que esto signifique.

Veinte años.

Veinte años menos.

***

Antes del covid-19, en España había alrededor de 40.000 personas sin hogar. Los datos son de Cáritas Española. A ellas se suman medio millón que viven en infraviviendas.

Muchos son autóctonos, pero también hay un creciente número de extranjeros, procedentes sobre todo de Rumanía y de otros países de la Unión Europea, así como del norte de África. Entre ellos, miles de menores de edad no acompañados, que llegan engañados por el “sueño español”.

El perfil, hasta hace poco, era siempre el mismo: varones de 40 años para arriba con una permanencia promedio de tres años en la calle. Ahora, cuando las medidas contra el contagio del covid-19 han obligado a bajar miles de persianas de negocios, han cerrado empresas y se ha despedido a los empleados, los números crecen. Crecen al mismo ritmo que lo hacen las colas en los comedores públicos y la aparición de “hogares” de plástico y cartón.

Organizaciones, voluntarios y entidades aseguran que hay muchas más personas y familias viviendo en las calles. No existe un censo todavía, pero en sus recorridos periódicos se encuentran con esas caras nuevas, aún incrédulas, y con esos cuerpos exhaustos, iniciándose en el rigor del “sinhogarismo”.

Todos coinciden en que el proceso de pauperización es mucho más rápido. Además, al perfil convencional se le suma uno nuevo: profesionales, hombres y mujeres, más jóvenes; exdirectivos de empresas, exdirectores de colegios, exautónomos. Gente desesperada, que pugna por que su nombre aparezca en las listas de personas que pueden entrar a los dispositivos de emergencia creados por la pandemia y el invierno. Eso sí, a cambio de dos condiciones: no tener adicciones y no llevar a sus animales de compañía.

***

Dos puertas de armario, arrancadas de sus goznes, que se sostienen la una a la otra. Cuatro trozos de plástico transparente, que hacen las veces de paredes. Plástico también en el techo, cubierto con tablas, que les impiden salir volando. Una mesa de tablones, armada a la intemperie.

Dos tiendas de campaña que han sobrevivido a tempestades y rasgaduras. Una cuerda de la que cuelgan toallas viejas, siempre húmedas.

Ni rastros de un lavabo, o quizás sí: los árboles más alejados. Un bolso colgado en un árbol. Una flor artificial, un parasol de colores, una alfombra roja de segunda, tercera o cuarta mano.

Un perro flaco, que comparte destino y husmea las sobras de las sobras de las sobras.

Y, en el fondo: las luces de la autopista, que, por el efecto de la velocidad lenta de la toma fotográfica, parecen gordos brochazos de luz.

¿Cómo se arma un hogar en la mitad de la nada? ¿Cómo se arranca calor, sentido de pertenencia, y a veces hasta belleza, al asfalto hostil o a la tierra yerma?

Hay muchas formas y fórmulas: la estética de la precariedad está a la vista. Tal como lo está la aberrante injusticia de que en España haya alrededor de 3,5 millones de inmuebles vacíos, mientras, por la crisis del covid, la demanda de una vivienda haya aumentado en un 25%, redondeando esos 40.000 seres humanos que viven en la calle o dependen de un alojamiento temporal o de emergencia.

***

Se llama arquitectura hostil. Es la respuesta estética a un problema social. Una tendencia urbanística que, en nombre de la seguridad y la salubridad, coloca obstáculos físicos para evitar que la gente pernocte en determinados lugares.

Pinchos en el suelo, estratégicos reposabrazos en los bancos, aspersores de agua que no riegan plantas sino gente; esculturas que ocupan explanadas, vallas en los extremos de pasillos cubiertos. Junto a ellas, desafiando la deshumanización, tiendas de acampar, colchones, cuerpos ateridos de frío. Hay un hombre en Madrid —lo hay— que ha pedido a la Policía Municipal que le corten las piernas, si tanto estorban el paso.

Detrás de esta declaración abierta de hostilidad y rechazo hay vecinos indignados o cabezas de la planificación urbana local. Otra de sus lanzas son las ordenanzas que prohíben dormir en los parques, lavarse en las fuentes, acampar, buscar comida en la basura, mendigar.

La medida aleja la pobreza y a los pobres, quitándolos del medio, para que no afeen el paisaje. Borrándolos, pues no consumen, ergo no existen. La socióloga valenciana Adela Cortina le dio un nombre a ese rechazo. Se llama aporofobia.

La paradoja: ese banco de un parque, esa chabola, esa caravana… son “hogares” legales, gracias a una resolución gubernamental de febrero de este año pandémico, que permite a quienes viven en ellos empadronarse en el municipio, citando la ubicación.

“Banco tal de la calle tal, frente al número tal”.

“Chabola tal, vía tal”.

“Cueva tal”.

El nuevo paisaje de España se empieza a llenar de estos precarios hogares.

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Peluches en la cama de un albergue Pinar de San José, dependiente del Ayuntamiento de Madrid, en el mes de diciembre de 2020.
Peluches en la cama de un albergue Pinar de San José, dependiente del Ayuntamiento de Madrid, en el mes de diciembre de 2020.
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24/1/2021 17:22

Luego algunos critican a alcaldes que hacen esas casas de construcción industrializada. Ya me dirás si tampoco te dejan construir vivienda pública o embargar casas vacias que 4 acaparadores usan para especular. Cualquier propuesta o medida que quiera solucionar este problema no debiera ser rechazada.

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