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Turismo
La gente normal se podía morir
Vale. No es un título para hacer amigxs. Pero hay días que toca desgañitarse con Robe y su Qué sonrisa tan rara… y esa frase del estribillo ayuda a escupir la insoportable gravedad de la normopatía propia y ajena, a vomitar algunas indigeribles vivencias cotidianas.
Vivencias como, por ejemplo, sentarse en una terraza cualquiera de Tirso de Molina, en Madrid. Disfrutar de unas cañitas con amigas, desconectar. Detrás, delante, a los lados, una escena se repite cada día: la plaza sembrada de coches de policía nacional, municipal, de agentes de seguridad privada, de empleados del Samur. Guantes negros, cacheos, ¿documentación?, esposas, detenciones. Contemplar el espectáculo y seguir devorando nuestras tapas, sin atragantarnos, mientras una población diversa (demasiado negra, demasiado joven, demasiado vieja, demasiado alcohólica, demasiado pobre para ser “normal”) trata de sobrevivir a las políticas securitarias en la plaza mercantilizada.
Experiencias como levantarse, también, un sábado cualquiera con el ringriiing estruendoso del portero automático. Una voz desconocida me pregunta si alguna de las bicis del patio es de mi propiedad. Es una propietaria de la “comunidad de vecinos” que no soporta el caótico paisaje de las bicis pinchadas, el destartalado carrito de bebé, la bombona de butano. Le resulta particularmente insufrible el tendal de los vecinos de los bajos (demasiado migrantes, demasiado hacinados, demasiados, a secas, para ser “normales”) y ha decidido deshacerse de todo. Le recuerdo que las familias numerosas que viven en esa planta no solo han de apañarse en 30 metros cuadrados, sino que carecen de alternativa para secar su colada. Me responde (sic) que cada uno tiene la casa que puede comprar. Ella adquirió la suya (también en el bajo) en una subasta. A una tercera parte del precio inflado de la hipoteca convertida en deuda de una vecina desahuciada por un banco cualquiera. ¿Para vivir? No, para montar un airbnb. Por eso le preocupa tanto el aspecto de los patios y nada las condiciones de vida de sus vecinas. Esas mismas condiciones que hicieron posible su puja y factible su medio de vida.
Hechos cotidianos como aprender, por último, de una de las pocas moradoras que resisten en Argumosa 11 -un edificio cualquiera del barrio de Lavapiés, habitado durante más de 20 y 30 años por varias familias que habían hecho de sus casas hogares y de sus hogares, piezas del engranaje vecinal- que ahora, cuando camina por su calle y necesita sentarse, porque está más mayor, o cansada, o cargada, ya no puede hacerlo. Las sillas están exclusivamente reservadas para quienes consumen. Claro. Aunque antes no era así. Había menos bares, menos terrazas, pero una siempre podía recuperar el aliento en alguna de ellas antes de alcanzar el portal. Igual porque la gente se conocía y no andaba solo de paso. Las familias de Argumosa 11 (demasiado gitanas, demasiado migrantes, demasiado empobrecidas para ser “normales”) se enfrentaron durante más de dos años al proyecto especulador de sus propietarios y las leyes que los amparan.
La normalidad, eso que según los medios y la política de la representación deberíamos echar de menos y alegrarnos de recuperar, es, sobre todo, un problema. Así lo sentenció sabiamente aquella pintada chilena que se hizo viral durante las revueltas contra Piñera y bajo la pandemia de la covid-19. Tan solo un año después, lxs chilenxs lograron poner en marcha una más que esperanzadora impugnación de esa normalidad a través de un proceso constituyente.
La normalidad, eso que según los medios y la política de la representación deberíamos echar de menos y alegrarnos de recuperar, es, sobre todo, un problema.
La normalidad, en un barrio céntrico cualquiera de casi cualquier ciudad de prácticamente cualquier país europeo, es un simulacro de la alegría de vivir reducida al consumo-depredación masiva de los espacios de vida. Lo normal son los desahucios. Las casas convertidas en pisos turísticos. Los edificios transformados en hoteles. Las calles y plazas privatizadas. La seguridad entendida como policialización de todo disfrute no consumista del espacio público.
Fuera de la norma, de lo normalizado, está la población más afectada por esos procesos de devastación turistizadora y/o gentrificadora. Los más “anormales” ya han sido expulsad*s. Otr*s siguen empeñad*s en sobrevivir como residentes y continúan luchando contra la trituradora especulativa. Lo anormal es, sin duda, huir de las tristes vidas individualizadas para enredarse en tramas comunitarias. Sentirse segur*s entre vecin*s, redes, aliad*s y no entre cámaras. Vivir la política como afecto hacia l*s y lo que nos rodea, en vez de contemplarla como una pantomima representativa cada vez más patética y alejada de la defensa de lo común.
¿Será necesario un proceso constituyente también aquí? ¿Otras formas de romper con “lo que hay”? Este es hoy, sin duda, un desafío urgente: vencer el estado melancólico de la imposibilidad para tirar del hilo de nuevos y viejos paradigmas/prácticas de transformación emancipadora.
Vencer la normopatía individual, política y social. Rechazar la vuelta a la normalidad. Impedir la recreación de normalidades aún más crueles que las ya conocidas. Abrazar la locura de seguir practicando, inventando, imaginando paisajes de subversión anticapitalistas.