Opinión
¿Cómo evitar que vuelva a ocurrir un asesinato como el de Samuel Luiz?

Qué es ser “normal” y por qué debemos apostar por la inclusión y no por la integración más allá de los centros educativos.
Justicia Para Samuel Sevilla 12
Velas en recuerdo a Samuel en Sevilla Francisco Javier Huete
Alejandro Rodriguez Rodriguez es educador social y maestro en Educación Primaria.
2 feb 2025 12:51

Hace unas semanas se puso fin al juicio por el asesinato de Samuel Luiz. Este crimen, que se cometió al grito de diferentes descalificativos dirigidos a la víctima, entre ellos la palabra ‘maricón’, ha generado mucha controversia respecto a si el acto cometido tenía un cariz homófobo o no. La fiscala del caso, Olga Serrano, describió el ataque como una “cacería” obra de una “manada” o una “jauría humana” en la que todos los implicados son responsables.

Ahora bien, ¿cuánta homofobia puede haber cuando se agrede a alguien a quien no conoces?

Diferentes personas, tanto vinculadas a la política como figuras mediáticas, se han pronunciado sobre este punto: ¿es este un asesinato homófobo?

Aunque es este asesinato lo que ha tenido un fuerte impacto en la sociedad y lo que ha puesto el foco en las agresiones contra el colectivo LGBTIQA+, lo cierto es que es frecuente encontrar a personas que sufren o han sufrido algún tipo de discriminación de manera recurrente en algún momento de su vida. En el colectivo LGBTIQA+, este asesinato ha marcado un antes y un después para muchas de sus integrantes, con consecuencias como una mayor sensación de inseguridad en las calles o el sentimiento de no ser respaldadas por las instituciones y el gobierno.

Lo que pone de manifiesto todo esto es la existencia de una sociedad que actúa de diferente manera ante unas personas u otras en función del grado de normalidad que presentan. Es decir, lo que consideramos un lenguaje o una conducta normal, supone que otras personas sean catalogadas de anormales y actúen en consecuencia. Sin embargo, el concepto de normalidad es muy engañoso y poco fiable, pues tiene un margen de inclusión muy delimitado. ¿Qué es lo normal?

“Normal”, parece ser, estriba en ser delgada, pero no demasiado, no vaya a ser que te califiquen de “anoréxica” o “esquelética”; consiste también en ser alto, pero no serlo demasiado porque serías un “bigardo”; también consiste en que las mujeres estén depiladas, pero, ¡Cuidado con tener varices o celulitis, que eso “no es normal” !; y, por supuesto, ¡Qué bonito es en esta sociedad ser blanco, rico, heterosexual, cisgénero…! Donde puedes sentirte identificado con todo lo que ves a tu alrededor, como anuncios, libros, series de televisión, películas… Al contrario que en el caso de, por ejemplo, personas con discapacidad, cuya presencia es prácticamente inexistente en los medios audiovisuales y escritos.

Esto deja en evidencia que, en realidad, es la inmensa mayoría de la población la que se encuentra fuera de la norma en alguno o todos los aspectos de su vida, ya que, como afirman profesionales de la sociología como Mascareño y Carvajal (2015), resulta muy difícil encontrar personas que no reciban exclusión en algún aspecto de su persona o de su vida. Es decir, es más fácil encontrar personas que se salen de la norma que personas que están dentro de la idea de normalidad. Entonces, ¿por qué en lugar de empatía existe tanta discriminación? ¿Por qué nos esforzamos en entrar en ese rango de supuesta normalidad cuando la realidad es que presenta unos requisitos muy limitados? Para responder a preguntas como estas, quizá conviene seguir explorando en la definición de “normal”.

Aunque el lenguaje es una construcción social amoldable en función del lugar y el momento en el que se utiliza, podemos atender a la Real Academia Española (2024) para observar la definición que presenta sobre este concepto:

Entre otras definiciones, normal es “habitual u ordinario”, “que sirve de norma o regla”, “que […] se ajusta a ciertas normas fijadas de antemano”. Es decir, ser normal es ajustarse al modelo que te impone la sociedad de antemano. Por tanto, si no formas parte de esa norma, eres sujeto de exclusión. Sin embargo, como se refleja en las líneas anteriores, esto queda muy lejos de la realidad ante la gran diversidad de características y circunstancias que presenta cada persona. Además, todo esto hace presente un hecho que debe saltar las alarmas sociales: si existen personas que se encuentran fuera de la norma establecida, significa que hay personas que están siendo excluidas y que, en consecuencia, no consiguen encontrar un sentimiento de pertenencia en la sociedad, de forma que lograr este sentimiento suponga la pérdida parcial o total de su identidad, así como estas centren su atención en esforzarse por ocultar una realidad de sí mismas. Por proporcionar otro ejemplo, en la sociedad actual, las mujeres están sujetas a un mayor riesgo de sufrir descalificativos y rechazo ante una promiscuidad sexual, de forma que no nos resulta extraño escuchar que a una mujer se le denomine “guarra” o “zorra” cuando se considera que mantiene relaciones sexuales con varias personas. Es decir, en mujeres, estas conductas sexuales están fuera de lo normal, por lo que esto puede conducir a que en determinados contextos existan mujeres que prefieran ocultar la cantidad de relaciones sexuales que mantienen incluso en conversaciones en las que les gustaría participar, de forma que ocultan una parte de sí mismas por miedo al rechazo social.

Así que, sí, el lenguaje, por mucho que lo consideremos banal, en tanto que constructo social, es un reflejo de la sociedad actual y, por tanto, se convierte en un factor importante de exclusión en la realidad en la que vivimos. El problema del lenguaje es que en muchos casos se modifica de forma más lenta que los cambios sociales. Es decir, cuando comienzan a generarse nuevas tendencias sociales, predomina un lenguaje que aún necesita un cambio y perdura en el tiempo. Ocurre, por ejemplo, con las personas no binarias. Es un hecho que existen gran cantidad de personas que no se identifican con el género masculino ni el femenino y, sin embargo, están expuestas continuamente a un lenguaje que les adjudica un género con el que no están conformes y les invisibiliza.

Si partimos de esta premisa, en el caso de Samuel Luiz, claramente el hecho de que utilizaran la palabra “maricón” en numerosas ocasiones demuestra la existencia de una homofobia en sus agresores así como a nivel estructural. De hecho, uno de los acusados, Diego Montaña, afirmó durante el juicio que hasta ahora siempre había utilizado esta palabra a modo de insulto. Por tanto, no es de extrañar que, si durante toda su vida había considerado la orientación sexual como un insulto, abogue por rechazar y excluir a las personas cuya orientación del deseo es diferente a la heterosexualidad por no ser normales.

De esta forma, la homofobia queda tan arraigada en nuestra cultura (en el lenguaje, la conducta, los medios audiovisuales y de comunicación…) que la desprendemos incluso de forma inconsciente, hasta el punto de que incluso una persona que forme parte del colectivo LGBTIQA+ pueda ejercer lgbtiqa+fobia en algún momento de su vida o bien aceptarla con naturalidad. Este es el caso, por ejemplo, de la artista Jedet Sánchez, quien ha afirmado que durante su infancia le llamaban “gordo” y “maricón” y ella lo aceptaba y asumía porque pensaba que era normal recibir esa discriminación. ¿Será entonces que los agresores de Samuel Luiz consideraban normal la homofobia?

No es difícil ver en los medios la inmensa cantidad de agresiones que reciben muchas y diversas personas de nuestra sociedad bajo los calificativos de “imbécil”, “subnormal”, “puta”, “gorda”, “fea” o “marimacho”. Estas palabras son usadas, incluso, por niños pequeños desde los cinco años. A esta edad tan temprana, los niños y niñas seguramente utilicen estos calificativos sin saber su relación con la orientación sexual o la identidad de género, y por eso es importante poner el foco en la cultura de lgtbiqa+fobia que aún existe, e interpretar las palabras que los niños y niñas utilizan sin saber qué significado tienen como consecuencia de la cultura de la discriminación. Por añadir más datos, cabe señalar que en la Educación Secundaria Obligatoria (ESO), un 80 % del alumnado LGTB ha escuchado cómo su orientación sexual era utilizada como un insulto, del mismo modo que no es extraño (es decir, es normal) escuchar en un recreo de colegio que a un niño se le llame “maricón” sin que este niño sea consciente aún de cuál es su orientación del deseo o incluso siendo consciente desde un primer momento de ser heterosexual.

Y aquí se encuentra el foco respecto al grado de homofobia que hubo en los agresores de Samuel: no es necesario que una persona conozca la orientación sexual de otra para considerarla parte del colectivo. Así lo han vivido numerosas personas que se salen de la norma heterosexual en algún aspecto. Basta con que la persona agresora considere que la persona agredida presenta características que relaciona con las disidencias LGBTIQA+ para mostrar el rechazo a este colectivo (tono de voz, gestos, ropa, uso de maquillaje, facciones de la cara o del resto del cuerpo…). De manera que ni siquiera es necesario ser gay para sufrir un acto homófobo, ni mucho menos que una persona dé a conocer su orientación sexual para ser sujeto de discriminación de lgbtiqa+fobia. Basta con parecerlo o mostrar un aspecto físico o conducta poco masculina. Y eso es lo que les pareció a los agresores de Samuel, quienes ni siquiera lo conocían y no podrían haber sabido si este formaba parte o no del colectivo.

¿Qué han aprendido los agresores de Samuel a lo largo de su vida para acabar cometiendo este acto? Tal y como está conformada hoy en día nuestra sociedad, hay dos tendencias de aprendizaje en la población:

La primera es que, en determinadas ocasiones, conviene que no mostremos todo nuestro ser, nuestra personalidad y nuestras formas aunque nos gustaría hacerlo.

La segunda es que es lícito juzgar a las personas cuando no forman parte de la normalidad.

Como hemos comentado, desde la infancia, las personas aprenden que pueden rechazar a otra simplemente por el hecho de ser “rara”, de no ser normal, lo que genera un sentimiento de malestar e incomodidad en las personas víctimas de ese rechazo. Por ello, algunas personas que son discriminadas, incluso tras haber experimentado lo mal que se sienten al ser rechazadas, cuando tienen la oportunidad de ser normales, no dudan en desarrollar conductas de rechazo hacia otras personas, pues esto genera una jerarquía en la que una persona que es rechazada en algún o algunos aspectos de su vida se siente cómoda al excluir a otras. Y es en todo este entramado donde se desarrolla una cultura de la discriminación, en la que esta pasa a formar parte de la normalidad y donde se da sentido a la creación de este artículo.

Afortunadamente, en los últimos años se han producido avances ante determinados colectivos excluidos. Sin embargo, sucesos como el de Samuel Luiz nos recuerdan que las acciones que se realizan ante la cultura de la discriminación no son suficientes para erradicarla. Parte de esto se debe al predominio en un modelo integrador de la población en lugar de inclusivo. Más en concreto, los modelos integradores permiten que todas las personas puedan formar parte de la sociedad siempre y cuando estas se adecuen a las características y rasgos más comunes o normales del grupo, de forma que algunas personas deben ocultar o cambiar si es posible parte de su identidad para adecuarse al grupo mayoritario.

Es decir, en un modelo integrador, la propia persona excluida tiene derecho a adaptarse al sistema, en lugar de ser el propio sistema quien se adapte a las características de la persona. Además, esto tiene un componente culpabilizador para las víctimas de discriminación, ya que nos enseña que si una persona es excluida se debe a que no se ha adaptado al grupo de iguales o al sistema, como si en el imaginario simbólico prevaleciente no hubiera barreras y límites para que la persona no sea integrada. Aunque en un principio esto pueda resultar demasiado complejo o utópico, para desarrollar una sociedad basada en la inclusión basta con comenzar por permitir ser a una persona en lugar de juzgar, así como visibilizar las realidades más excluidas para dar cabida a su erradicación (de hecho, es conveniente que figuras mediáticas, cuya voz llega a muchas personas, tengan mucho cuidado con las publicaciones que realizan y las declaraciones que hacen, por lo que deben informarse mucho y a través de fuentes veraces). Asimismo, un modelo más inclusivo puede desarrollarse si prestamos más atención al lenguaje que utilizamos. Es decir, se puede empezar a realizar conductas más inclusivas de muchas maneras.

En cambio, cuando existe una tendencia a la exclusión, gran cantidad de personas quieren sentirse normales incluso si esto implica convertirse en personas agresoras para entrar dentro de la normalidad, ya que, tal y como exponen Rodríguez, Seoane y Pedreira (2006) en sus aportaciones, existen jóvenes que aprenden a conseguir lo que quieren a través de una actitud agresora.

Por tanto, una de las acciones que podemos realizar para acabar con la cultura de la discriminación y normalización estriba en que, ante una agresión, no solo prestemos atención a proteger a la víctima, sino también a analizar a las personas agresoras y las razones por las que discriminan a alguien, para tratar de trabajar en ello y estas no vuelvan a realizar la agresión, así como sirva de aprendizaje para otras personas.

Del mismo modo, conviene que el resto de personas que observan una agresión reaccionen ante ello. En muchos casos, las personas que observan una agresión hacia otra persona no reaccionan al respecto (por miedo, por no saber cómo actuar, porque creen que no les incumbe…), y los agresores se sienten legitimados para discriminar al no ver un rechazo general por sus conductas, y esto ocurre en muchas agresiones en lugares públicos, donde alguien se cree con el derecho a discriminar a alguien y nadie lo impide.

Y entonces, ¿qué podemos hacer para que esto no vuelva a ocurrir?

Pues bien, existe una tendencia a pensar que son los centros educativos los encargados de lograr la inclusión de todas las personas. Aunque es cierto que las personas que trabajan en los centros de primaria y secundaria son profesionales de la educación y estos centros son un buen lugar para promover el cambio social, pensar que son los únicos que juegan un papel en la inclusión y la convivencia de la sociedad es un planteamiento que se queda escaso y obsoleto, entre otras razones, porque los centros de educación formal no son los únicos espacios donde se aprende, y pensar así exime al resto de población que no está vinculada con ningún centro educativo de toda responsabilidad.

Docentes investigadores como Gerardo Romero Montiel siguen abogando por el modelo ecológico diseñado ya en el siglo XX por el psicólogo Bronfenbrenner, según el cual en el desarrollo de una persona no solo influye la escuela, sino también otros contextos y ámbitos, como la familia, las amistades, los medios de comunicación, los medios audiovisuales, las normas sociales, leyes, organización política de un territorio, el lugar en el que se vive, entre otros muchos factores. Por tanto, la complejidad de un modelo inclusivo requiere que no esperemos que toda esta problemática sea resuelta a través de las escuelas, sino que conviene abordar la realidad desde un enfoque sistémico.

Ahora bien, desde los centros escolares se pueden desarrollar iniciativas que pueden prevenir ataques de lgbtiqa+fobia como el de Samuel, aunque actualmente son muy escasas. De esta forma, conviene reforzar en la formación del profesorado español los temas sociales y de una educación en valores para que lo apliquen en las aulas. Por ejemplo, incluir las diferentes diversidades en los libros de lectura que se les manda leer, en los enunciados de problemas matemáticos, las imágenes que hay en la decoración del aula, el lenguaje utilizado por el profesorado… En definitiva, se trata de dar mayor visibilidad a todas las realidades sociales.

Asimismo, en tanto que las familias forman parte de la comunidad educativa, convendría tener más en cuenta su participación en los centros. Esto no es tarea fácil, debido a que hay familias con contextos muy complejos o incluso familiares que no tengan interés en involucrarse, pero no por ello debemos pasarlo por alto. Para vivir en sociedad, tan importante es que el alumnado desarrolle aprendizajes inclusivos como lo es que las familias puedan aprender de ello así como los centros educativos aprendan de todas ellas.

Afortunadamente, hay recursos sociales que atienden a una parte de estas exclusiones (centros de salud mental, asociaciones para personas con discapacidad, recursos que trabajan para lograr la igualdad de género…). Sin embargo, nos topamos con el mismo problema, que estriba en que una persona (o incluso el Estado en sí) tome una postura más pasiva al dar por sentado que las discriminaciones serán resueltas únicamente por las entidades sociales.

Además, en la actualidad, existe un problema que se debe abordar en la sociedad actual, que estriba en el hecho de considerar las diferentes exclusiones y opresiones a las que está sujeta una persona de forma separada, cuando lo cierto es que todas las discriminaciones que recibe una persona interactúan entre sí (interseccionalidad), por lo que no basta únicamente con generar recursos que atiendan a un colectivo en riesgo de exclusión social en particular, sino que resulta necesario una mayor cohesión entre profesionales de distintos recursos.

Para explicar esto de una manera más concreta y real, se presenta el siguiente ejemplo: una mujer cuyas experiencias de vida le han conducido a desarrollar una profunda depresión. Entre estas experiencias se encuentran situaciones de violencia de género por parte de su expareja (y de la sociedad en sí) y la pérdida de empleo.

En este sentido, no basta únicamente con acudir a un recurso que atienda a la violencia que ha recibido por razones de género, ni únicamente con facilitarle una atención psicológica gratuita, ni tampoco con asignarle un recurso de atención a personas en situación de desempleo, pues por mucho que mejore su salud mental a través, por ejemplo, de un empoderamiento femenino, no va a ser suficiente para lograr su inclusión en la sociedad si no se atienden a otros factores que influyen en su depresión, del mismo modo que por mucho que desde un recurso para el empleo le faciliten la obtención de un empleo, este se va a ver determinado por su situación de salud mental o por sus experiencias de violencia de género.

Sin embargo, las altas demandas que tienen los recursos sociales, o más bien, la alta ratio de personas a las que atiende cada profesional, dificulta que se realice toda esta labor de cohesión entre entidades sociales, del mismo modo que la gran cantidad de saberes básicos que se exigen en los centros educativos para una ratio tan grande por aula como la actual hace muy difícil la tarea de relacionar la escuela con el entorno y de observar actitudes discriminatorias como las que mostraron los agresores de Samuel, así como evitan dar prioridad a los contenidos transversales que ayudan a las personas a convivir e interactuar entre sí.

Ahora bien, ¿acaso no es igual de importante saber sumar o realizar un análisis sintáctico que conocer las diferentes realidades sociales, respetarlas y convivir con ellas? Somos seres sociales e interactuamos en nuestro día a día, por lo que a nivel estatal se debe otorgar menor reconocimiento a la cantidad de saberes académicos, en beneficio de incluir más temas de carácter social en las aulas.

Educación frente a punitivismo

En todos los medios, las noticias y los análisis sobre el caso de Samuel Luiz se han centrado en una cosa: el punitivismo de los culpables. Aunque una condena de este tipo, donde se demuestra que el cariz homófobo de los agresores ha sido determinante a la hora de dictar sentencia (el agravante de homofobia de Diego Montaña, al que se le atribuye comenzar la agresión, fue aprobado por el jurado por unanimidad), es un alivio para el colectivo y un paso más hacia señalar la lgbtiqa+fobia de este tipo de ataques, una vez dictada la sentencia debemos evitar actitudes punitivas y de venganza, que no hacen más que empeorar la situación y dificultan la posibilidad de que las personas cambien de pensamiento, y en su lugar tratar de promover que otras personas no actúen de la misma manera que las agresoras.

A nivel estatal, esto empieza por orientar las condenas judiciales hacia otras prácticas más educativas y orientadas al cambio, como, por ejemplo la justicia restaurativa, que profundiza en el delito cometido con las personas implicadas para tratar de reparar el daño (si es posible) y evitar que las personas reclusas reincidan una vez finalizado su periodo de internamiento, por lo que aumentar los tiempos de condena en función del delito cometido no es suficiente para que una persona aprenda que no debe volver a cometer su delito. Otra acción relevante sería, por ejemplo, plantear la posibilidad de incrementar la cantidad de profesionales dedicados al ámbito educativo y socioeducativo antes que pensar en aumentar las plazas de los cuerpos de seguridad del estado.

Que nuestras voces sean escuchadas

A modo de conclusión, todo lo expuesto a lo largo de este artículo responde a una sociedad donde se ha establecido una norma social que excluye a muchas personas. En lugar de valorar la diversidad como un hecho real e inevitable así como considerarla un aspecto positivo para el desarrollo social, se ha atribuido a determinadas características y circunstancias el valor de ser la referencia para muchas personas por encima de tantas otras realidades.

Lo que le ocurrió a Samuel Luiz en la noche de su asesinato fue una tragedia triste y terrible. Sus agresores deben atenerse a las consecuencias, pero es importante que no baste únicamente con ello. Pese a los grandes avances que se han producido en el colectivo LGBTIQA+ desde hace años, la población que lo integra aún sufre mucha discriminación. Si queremos que un acontecimiento como este no se repita, no debemos poner el foco de atención únicamente en sus agresores principales, sino también en el sistema que lo respalda. Podemos centrarnos únicamente en tomar medidas para las personas que cometieron aquel delito o podemos dar cabida también a que este suceso no le vuelva a ocurrir a ninguna persona.

Este colectivo necesita un sentimiento de seguridad y pertenencia en la sociedad en la que vivimos, ya que, de no ser así, cuando una persona sufre una discriminación por su orientación e identidad de género, no sentirá que debe reaccionar al respecto, así como las personas agresoras creerán que deben continuar discriminando a estas personas. El bienestar social es labor de todas las personas, porque son las que logran los cambios sociales, a través de diferentes maneras, desde el lenguaje que utilizan hasta en qué conductas o pensamientos tienen ante las diferentes identidades y contextos sociales, por lo que conviene prestar atención al vocabulario que utilizamos, así como tratar de visibilizar toda discriminación, porque identificar una agresión es el primer paso para trabajar en su erradicación, así como se deben tomar posturas activas ante el rechazo y la exclusión.

No se trata tanto de centrarnos en normalizar a las personas discriminadas sino en su visibilización, que los rechazos que reciben salgan a la luz, que sus voces sean escuchadas y no se apaguen como ocurrió con Samuel, que sus agresiones sean señaladas para implicarnos en su erradicación así como las propias personas agresoras sepan que la exclusión no es una buena opción, y que su muerte no sea en vano y sirva de referencia para evitar futuros altercados. Por supuesto, esto puede hacerse de manera individual, pero no será suficiente para lograr un cambio social. Por ello, conviene que las personas se apoyen entre sí, se relacionen y actúen de manera cohesionada.

Una persona debe ser tomada en consideración en relación con su contexto, y eso implica tomar en consideración toda su realidad en conjunto. En esto se basa la inclusión, en hacer referencia a todas las personas porque es competencia de todas ellas lograr que ninguna realidad sea excluida. Para ello, resulta inevitable aplicar un enfoque interseccional, pues permite abordar cada situación desde toda su complejidad. Si de verdad queremos reconocer a la persona tal y como es, con sus características y circunstancias, estas no deben ser abordadas por separado cuando realmente se están desarrollando de manera interrelacionada y constituyen su identidad.

Bibliografía

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