Música
The Cure, los años del Morfeo pop

Ahora que se acerca el primer disco de The Cure en catorce años, con paradas en Madrid y Barcelona, cabe recordar por qué estamos hablando de un grupo que, aparte de formar parte del subconsciente popular, fue el vehículo para entrar en la habitación de Pee Wee que Robert Smith tiene por cerebro.
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The Cure
25 jun 2022 06:00

Venerado como uno de los pilares semánticos del pop oscuro, más allá de su “trilogía siniestra” y el icónico Disintegration (1989), donde Robert Smith siempre ha mostrado un mayor énfasis por constituir los rasgos de una fórmula irrepetible es a través de su caleidoscópica forma de poblar su universo de imaginación y pesadillas en un vivero inspiracional pop único. El mismo desde el que fue capaz de armar fantasías jazz pop felinas como “The Lovecats”, hacer de “The Caterpillar” un sueño de poso zíngaro con coros hawaianos embrujados, arrastrarnos al arrebato flamenco de “The Blood” o revivir la cara más dulce de la Velvet Underground bajo la ingenua atmósfera infantil de “Catch”.

Todos estos cortes pertenecen a su época menos etiquetable, entre 1983 y 1987, años en los que las neuronas de Smith parecían estar en órbita constante alrededor de significantes árabes, texturas asiáticas, modos arty y toda clase de soluciones que incluso podían llegar a riffs en modo Van Halen, como el vertebrado en “Push”, una de las variables que insertó en el puzle de diez piezas pensado para el imprevisible The Head On The Door (1985). Fue este álbum el que marcó el meridiano de una evasión (por otro lado, nunca completa del todo) respecto a la autodestrucción mental y física que casi termina con el grupo tras la grabación de ese infierno distópico barkeriano conocido por Pornography (1982).

Las secuelas de tan extremo exorcismo sembraron las llagas de obras posteriores como Disintegration o Bloodflowers (2000), pero antes de retomar la senda de las sombras, a Smith y los suyos les dio tiempo a convertirse en la stadium band más atípica de la farándula pop.

No es para menos con tours como el llevado a cabo con monumentos de la heterodoxia pop como Kiss Me Kiss Me Kiss Me, en el que su capacidad de pasar del tormento noise, en modo Jon Hassell hip hop, de “The Kiss”, al pop de juguete en “The Perfect Girl” marcó la tensión compositiva de un crisol de melodías bipolares, siempre basculando entre sueños delirantes sembrados de atajos hacia el horror.

Por álbumes como The Head On The Door y Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me, Smith se convirtió en nuestro Morfeo pop, sensación amplificada a través del contraste entre videoclips tan ensoñadores como “Just Like Heaven” y los horrores góticos plasmados en cada plano del icónico videoclip filmado para “Lullaby”.


La explosión de las virtudes pop que afloraron en Smith en el meridiano de los años 80 sirvió para gestar un imaginario, a día de hoy casi inabarcable, por el cual hasta la producción de caras B de singles dio para temas con la aureola atemporal de “2Late” o “The Exploding Boy”.

De la noche a la mañana, Smith pasó de ser abanderado de las huestes oscuras del afterpunk emocional a nigromante del pop andrógino. Más que desde el plano instrumental, este cambio se vio reflejado en la forma en la que Smith comenzó a utilizar su voz, como si se tratara del muñeco de un ventrílocuo enajenado. De la voz asmática de “Close To Me” a la desgarbada dicción funk adoptada en “Hot Hot Hot”, el propio Smith explicaba para la revista Melody Maker en abril de 1987 cómo este último corte “es casi como un disco de Louis Armstrong, algo que jamás yo habría probado a hacer antes. En ‘The Top’, comencé a intentar cambiar mi voz para lograr diferentes expresiones que antes habría considerado sacrílegas. La mayoría de las personas que escuchas en el pop cambian sus voces para hacerlas más aceptables, más amables, más estadounidenses, o lo que sea. Muy pocos cantantes intentarán volverse más difíciles o peores. Pero, nuevamente, pensé ‘¿por qué no?’”.

La diversión desprendida en cortes como “Hot Hot Hot” y el colorista carrusel incontenible de maridajes estilísticos que puebla cada rincón de Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me fueron macerando desde una forma de trabajar más cercana a visionarios incorregibles del cabaret pop como Sparks y a las diabluras que se hicieron en 1966, año clave en la apertura pop hacia renovadas formas de utilizar el estudio de grabación en pos de la experimentación. Smith llegó a reconocer para Melody Maker que escribió Head On The Door él solo en casa y “lo interpretamos como lo haría una orquesta, pero con este álbum insistí en que los demás me dieran un casete con música y obtuve seis o siete canciones de cada uno. Incluso Boris hizo una cinta de interesantes patrones de batería que aprecié mucho porque no esperaba obtener nada de él, y demostró que todos querían estar realmente involucrados en ello”.


Procesos utilizados como en la composición y grabación de Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me apelan al ADN inquieto de un Robert Smith que, dentro de su laboratorio pop, dio con una tabla periódica de elementos surgidos desde el fondo de la chistera de un mago reacio a repetir dos veces el mismo truco. Detalles como este son los que subrayan la idea de que, entre 1978 y 1992, no hubo un The Cure, sino, al menos, cinco: los punk/new wave de Three Imaginary Boys (1979), los postpunk atormentados de la trilogía siniestra, los synth-pop de singles como “The Walk” y “Let’s Go To Bed”, los art-pop que van del 83 al 87, los del denso pop cinemascope de Disintegration y los que alumbraron Wish en 1992, postrero brote de genialidad, en el cual ya no se trataba de Robert Smith y sus diferentes yoes, sino de una formación estructurada para grandes estadios.


Donde dicha percepción queda plasmada al dedillo es en Join The Dots, imprescindible recorrido a lo largo de las caras B de singles publicadas por The Cure en sus dos primeras décadas de vida. Adentrarse en el trastero de las rarezas de Smith y los suyos es como estar ante un grupo que siempre se vio reflejado en un espejo deformante de circo. Ensoñación en tiempo real que también derivó en la pronunciada irregularidad de una formación con, al menos, una década de confinamiento en la prisión de las musas. Tiempo más que suficiente para forjar uno de los cancioneros más representativos de lo que podemos entender como la rotación imparable de un cubo de Rubik pop.

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