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Migración
Migrar o invertir la propia vida como peaje
A los detractores de la inmigración todo indica que les mueve un egoísmo desbordante fruto de un privilegio inmerecido. La mera casualidad de haber nacido en un lugar concreto les otorga un derecho de movilidad ilimitado que, a su vez, les habilita a desembarcar en los países de aquellos que quieren ver sólo como atracción exótica.
Normalmente y más en periodo electoral, el tema de la migración está en boca de todos. Algunos incluso prometen eliminarla. Sin embargo, pretender frenar la movilidad humana es un propósito tan ingenuamente ilusorio como prometer vaciar el Mediterráneo con una cuchara. Sin ánimo de menospreciarla, esta legítima y respetable visión no es más que el resultado de un diagnóstico reduccionista. Eso sí, se trata de un posicionamiento electoralmente tan rentable como poco responsable. Esta propuesta populista abanderada por una corriente de extrema derecha pujante, tanto en España como en nuestro entorno, es la materialización lógica del erróneo y peligroso planteamiento de dar respuesta a problemas complejos con soluciones simples.
En el mismo orden de despropósitos e incongruencias se sitúan la construcción de muros o vallas, la expulsión de personas indocumentadas o la institución de un modelo de integración asimilacionista. En los últimos años, el auge de los flujos migratorios originarios de países empobrecidos y/o sangrientos no es más que el epifenómeno de una situación de injusticia global ensalzada por un modelo económico salvaje y al mismo tiempo sustentado en la explotación y el sufrimiento de millones de personas.
El supuesto panorama de invasión, alentado por las operaciones mediatizadas de rescate a las puertas de Europa —entradas, por otra parte, numéricamente residuales en comparación con las efectuadas por aeropuertos— fomenta la conformación y alimentación de un imaginario colectivo de inseguridad, fruto de un asedio sostenido. La intensidad de los flujos migratorios no se deriva de la ausencia de medidas coercitivas sino de la combinación de dos principales factores: la pobreza y la inestabilidad imperantes en los países de origen, por un lado, y las expectativas de éxito en destino, por el otro; tal como sostiene la teoría clásica de las migraciones. Es más, numerosos estudios han demostrado que las políticas de “migración cero” son poco efectivas porque tienden a llevar a los candidatos de la emigración a adoptar unas rutas más costosas y sensiblemente más peligrosas.
El neoliberalismo que se basa en el principio intrínseco de asunción del riesgo como paso previo al éxito personal o profesional sirve para sustentar el fundamento motivacional de buena parte de los movimientos de personas con destino a países más prósperos
Muy a menudo se ha vinculado las desventuras de los migrantes que intentan entrar en Europa —especialmente, por vía marítima— a una inconsciencia o déficit de información sobre los enredos de la ruta y la alta improbabilidad de que sus sueños se cumplan si consiguen sortear los retos del trayecto. Sin embargo, por muy paradójico que pueda parecer, tal empresa podría obedecer a una motivación tan lógica como humana. En efecto, el neoliberalismo que se basa en el principio intrínseco de asunción del riesgo como paso previo al éxito personal o profesional —como se manifiesta en las apuestas o inversiones— sirve para sustentar el fundamento motivacional de buena parte de los movimientos de personas con destino a países más prósperos.
Ante la falta de capital económico para sufragar la concreción de su proyecto vital, el migrante que anhela alcanzar los mismos objetivos vitales que cualquier ciudadano de un país occidental se ve obligado a invertir el único patrimonio que tiene: su vida. Por lo tanto, asumiendo la eventualidad del fracaso o de la defunción inherente a la envergadura de su propósito, el migrante percibe estos costos en calidad de peaje imprescindible a la consecución de su sueño.
La reflexión que conviene hacer —y que se elude a conciencia— es acerca de nuestra incapacidad como sociedad de consentir que existan situaciones tan inhóspitas hasta justificar un desplazamiento fruto de la desesperanza. Cuando un migrante subsahariano llegado hace unos trece años en plena “crisis de los cayucos” argumentaba: “no tengo miedo de morir en la travesía porque en mi país estaba socialmente muerto. Quedarme en el camino no hubiera cambiado mucho”, es de justicia reconocer que parte de la solución se tiene que buscar lejos de los límites de los países de destino.
La migración es a la vida humana lo que los alimentos son al organismo: consustancial, necesaria y saludable. Quizás ésa sea la principal razón por la cual muchos de los migrantes llamados “económicos” vinculan su decisión de salir desesperadamente de sus países a una inapelable necesidad de supervivencia. Más allá del hecho de que la migración es históricamente inherente a la vida y a la perpetuación de la especie humana, me cuesta visualizar los efectos de un mundo sin movilidad en que cada pueblo esté condenado a vivir siempre dentro los límites de su espacio nacional.
Me cuesta visualizar los efectos de un mundo sin movilidad en que cada pueblo esté condenado a vivir siempre dentro los límites de su espacio nacional
A los detractores de la inmigración todo indica que les mueve un egoísmo desbordante fruto de un privilegio inmerecido. Que la mera casualidad de haber nacido en un lugar concreto les otorga un derecho de movilidad ilimitado que, a su vez, les habilita a desembarcar en los países de aquellos que quieren ver sólo como atracción exótica cuando, como turistas, deciden que es el momento de cambiar de aire o, como expatriados, (no migrantes) perciben una oportunidad de negocio fuera de sus países.
Sometida a un escrutinio objetivo y aislado de los focos sentimentales y reaccionarios, la mal llamada “crisis” o “desafío migratorio” se tendría que denominar “oportunidad” de la migración porque sencillamente los beneficios que se derivan de la llegada de personas son incontestables. Es más, la migración representa una bendición ante el declive numérico de la mano de obra autóctona.
Todas las previsiones demográficas y económicas vinculan la sostenibilidad de los sistemas de Estado del Bienestar de los países industrializados con baja natalidad y una población envejecida (siendo este el caso de España) a la llegada de trabajadores migrantes. Obviando los aportes de la inmigración al sostenimiento de las economías occidentales presas de unas previsiones demográficas pesimistas, la diversidad y el mestizaje representan unos activos muy preciados en la conformación de una sociedad abierta, integradora y culturalmente rica.
A partir de aqui, corresponde más a los gobiernos (de allí y de aquí) y a los estamentos supranacionales trabajar para crear las condiciones de un mundo más justo incidiendo en una economía global que no menosprecie la dignidad humana en beneficio del enriquecimiento indecente de unos pocos cautivos de la codicia. Por su parte, los ciudadanos —aparte del compromiso social y político— tienen la responsabilidad y una capacidad inmensa de trabajar para que nuestros barrios y municipios sean entornos de paz y de convivencia y sembrar las semillas para que las generaciones futuras vivan en armonía.
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Brillante. Me ha ayudado mucho el concepto de "inversión" como una forma de entender la migración y la motivación en relación al neoliberalismo, y también cómo trabaja el sentimiento de superioridad no-merecida (tipo privilegio blanco) de los que hemos nacido en un país occidental. Es muy dañino no ser conscientes de este privilegio y cómo está alimentado por el sentido de "meritocracia" que pensamos que gobierna nuestro mundo. Gracias Abdoulaye.