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Migración
Cruzar un mundo, dejar tu casa
“Estoy en Europa, pero yo no quería venir a Europa”. Ibrahima Balde (Conakry, 1994) cierra la puerta de su casa en 2016. No sabe si la volverá a abrir. Busca desesperadamente a Alhassane, su miñan —su hermano pequeño, en pular, una de las 26 lenguas de Guinea—. ¿Dónde estás, Alhassane? Mali, Argelia. ¿Dónde, dónde? “Con las zapatillas de casa no se puede caminar tanto”, decía Ibrahima antes de chocar contra Libia. Su hermano había muerto tras lanzarse al mar junto a 143 personas.
Irun abrió los brazos a un Ibrahima roto que solo tenía palabras y pensamientos de koto —hermano mayor, en pular—: “Ojos grandes y 14 años, la última vez que lo vi”. En la estación de Renfe de la ciudad, sentado en un banco metálico, Amets Arzallus Antia (Hendaia, 1983) encontró a su ahora amigo y puso mano a su voz. Así nació Miñan (Susa, 2019), que acaba de ser traducido por Ander Izagirre, libro convertido en Hermanito (Blackie Books, 2021).
Miles de personas con miles de kilómetros en las piernas. Este año, hasta el mes de agosto, 4.100 migrantes han llegado a Irun y luego han cruzado la muga. La muga es la frontera, aunque también significa límite. Hasta ahí llegan todos, en tránsito, hasta el puesto fronterizo donde esperan los uniformados, pero también al agotamiento. ¿Qué les puede impedir, a quienes han cruzado el desierto y el mar, llegar a su destino? En 2019 fueron 4.244. El compás pandémico redujo la llegada y se quedaron en 3.493 las personas atendidas en la localidad en 2020. Estos datos, del Gobierno Vasco, no registran a aquellas personas que, una vez en Irun, por desconcierto o cautela, no piden ayuda ni acuden a las instituciones. “La desconfianza que inspiran los dispositivos institucionales hacen que los migrantes sean más proclives a jugársela en la frontera, quedándose en mano de los ‘pasantes’ ilegales”, explica Oihana Galardi, voluntaria en Irungo Harrera Sarea, la red de acogida de la ciudad fronteriza.
Un libro sin papeles
Septiembre de 2019. Ibrahima recibe una carta. En una sola página de papel reciclado y en letra Arial 12, con gran parte del texto en mayúscula, la comisaría le notifica lo siguiente: “Resolución: denegar el derecho de asilo así como la protección subsidiaria, a Elhadj Ibrahima Balde, nacional de Guinea”. “Este es un libro escrito sin papeles”, recuerda Amets Arzallus Antia.
Ibrahima decidió quedarse en España. Decidir es un verbo tramposo. ¿Es decisión si lo que ocurre es que ya no te quedan fuerzas o dinero? Dio el paso, lo que significaba enfrentarse a un laberinto de papeles y caras largas. Tendría que contar lo que guardaba en su memoria en una comisaría de la Policía Nacional. Es el proceso. Cansado de ir de albergue en albergue, tras haber desgastado zapatillas sobre la arena ardiendo; tras cruzar el mar y la Península de sur a norte; tras recibir golpes, vejaciones, maltrato y fronteras; tras hacer contacto visual con el cañón de las kaláshnikov de los vigilantes y los tratantes humanos; tras recibir culatazos de fusil y encarcelamiento; tras haber perdido dos veces a su hermano pequeño, la segunda de ellas para siempre. Tras todo ello, se jugaría sus cartas narrando su vida ante un uniformado con placa, que, en el mejor de los casos, escucharía atentamente.
“Es un libro escrito sin papeles”, recuerda Amets Arzallus Antia de un relato que nace para que Ibrahima pudiera solicitar asilo
Para ayudar en la exposición de sus historias, desde Irungo Harrera Sarea elaboran informes para la defensa de una vida tan digna como la de los nacidos dentro de las fronteras. Se entrevistan con ellos, hablan y hablan, perfilan cada detalle. La entrevista entre Ibrahima y Amets se estiró como chicle en los meses. Aquello parecía, cada vez más, una conversación entre dos viejos conocidos. Voluntario y migrante pasaron a ser simplemente amigos. Hablaban en francés, intercambiando palabras en pular y en euskera. El bertsolari cuenta que lo grabó y transcribió todo, incluidos los silencios. “Lo hice en euskera porque es mi herramienta mental”. El resultado fue Miñan. La editora Leire L. Ziluaga, de Susa, cuenta que algunos lectores están preguntando, tras la publicación en castellano, si se traducirá al euskera: “No sé si Hermanito y Miñan se retroalimentarán, pero esta anécdota me hizo gracia”.
“No solo nos interesaba lo que contaba, sino cómo lo contaba. En estas páginas todo es impactante para una persona occidental. Es una voz única. Lo importante era trabajar con Amets para que esta llegase a la lectora como si se lo estuviera contando a ella”, argumenta Zuloaga, que coincide con la emoción de Arzallus Antia por la singularidad del protagonista: “Cómo construía las frases, el ritmo. Cómo medía los silencios. Me dejó impactado”. Desde pequeño Amets ha mamado versos, canciones, palabras al aire. Se los escuchaba a su padre, Jexux Arzallus, reconocido bertsolari gipuzkoano. “La oralidad es mi vida. Reconocí que había magia en sus palabras. Es pura literatura. Aunque no sea escribiendo, Ibrahima habla y hace literatura”.
Único y universal
Todas las noches, por la estación de Renfe donde Ibrahima y Amets se encontraron por primera vez, se asoma un gautxori (búho, en euskera). A unos metros de los andenes del tren están las dársenas de los autobuses. Un grupo de voluntarios de la Red de Acogida acompaña a los recién llegados hacia las instalaciones de Cruz Roja. “Muchos creen que nosotros somos de la ONG, pero no. Somos vecinas de la comarca que nos coordinamos para informar y dar nuestro apoyo”, esclarece Oihana Galardi.
Las instituciones, por su parte, parecen cómodas en su posición de mantener en la sombra los lugares de descanso. “No hay visibilidad, no hay referencias para llegar a los centros de acogida”, señala Galardi. Ahora, un panel explicativo gigante y unas huellas en el pavimento indican la llegada al centro temporal de atención humanitaria. “A pesar de que existe un dispositivo gestionado con dinero público, cuando los migrantes llegan a Irun no pueden acceder a él porque no saben dónde está”, denuncia Irungo Harrera Sarea. Muchos se quedan fuera de los centros de acogida, aún habiendo plazas. Deambulan por la calle, al raso. Este 12 de octubre tres migrantes que dormían cerca de las vías de tren de Ziburu, al otro lado de la frontera, a apenas 13 kilómetros de Irun, murieron arrollados.
Oihana Galardi, voluntaria de Irungo Harrera Sarea: “A pesar de que existe un dispositivo gestionado por Cruz Roja con dinero público, cuando los migrantes llegan a Irun no pueden acceder a él porque no saben dónde está”
“Un porcentaje muy, muy pequeño, de los migrantes que llegan a Irun, decide quedarse. Alrededor de un 1%. Pero quedarse no ha de implicar una situación de fuerza, ni esperar a acompañantes, ni falta de dinero ni estrictos controles fronterizos”. Quedarse, según analiza Galardi, ha de ser una decisión tomada de forma voluntaria y autónoma.
La historia de Ibrahima Balde no solo es única, también es universal. Única porque es solo suya y universal porque ocurre a diario en decenas de puntos alrededor del globo. La localidad irundarra es uno de esos lugares. Para dar una respuesta, pero también para denunciar la inacción institucional, se creó la Red en 2018. “Aunque se supone que existe un espacio Schengen, una abolición de controles fronterizos, en Francia esos controles se dan y de forma férrea”, indica Galardi. El aumento de la “mano dura” en la muga hace despertar la red y a la comarca, que se vuelca todos los días, sin descanso.
Y con el aumento de mano dura en la frontera, la preocupación y los esfuerzos se centran en evitar el tránsito de migrantes a cualquier precio. El río de la comarca se convierte en un salvoconducto hacia ninguna parte. Desde Irungo Harrera Sarea rememoran las cientos de vidas perdidas en esas aguas entre 1963 y 1973. Según un informe publicado entonces, y a falta de datos oficiales, al menos 130 personas decidieron hacer el salto. Esa es la expresión utilizada por la población que, una vez el Bidasoa se calmaba, se lanzaba a la que concebían como su única oportunidad. Cuatro migrantes se han visto abocados a arriesgar su vida este año por esta vía, dos de los cuales la han perdido en ese mismo río.
Llegan desde Costa de Marfil, Mali, Guinea, Camerún… De la parte subsahariana del continente africano. Hubo un momento en la historia en que Irun fue el paso de miles de personas procedentes de Portugal. Especialmente, a finales de los 60. Casi 800.000 portugueses en una década. Llegaban por carretera, escondidos en falsos fondos de camiones, en maleteros de coches o en trenes de mercancías. A menos de cinco kilómetros de Irun está el puerto de Hondarribia. De allí, en otro momento de la historia aún menos reciente, pero no olvidado, salieron miles de familias huyendo de la guerra española.
Alhassane, ¿dónde estás?
“Alhassane, tú debes seguir estudiando, tienes ojos grandes para aprender muchas cosas”, le había dicho Ibrahima a su hermano, tras el trabajo del día. Solían descansar juntos después de una jornada más cuidando de las cabras y las vacas y tras lavar la ropa. La última vez que Ibrahima y su miñan se sentaron juntos, Alhassane tenía 14 años. Pasó algún tiempo. Unos pocos años fuera de casa bastaron para que el hermanito rompiera su promesa, quedarse para estudiar, y se echara a la calle, al desierto, quizá al agua en una zódiac. “Está en Libia”, le dijeron a Ibrahima un viernes. Los viernes eran días de cambio de filtros al camión en su último lugar de trabajo, y de ponerle aceite nuevo, cuenta. “Yo quería seguir un camino para ayudar, porque detrás de nosotros no hay ningún futuro. He mirado y no hay”. Eran palabras de Alhassane. Se le clavaban en el pecho a su koto, su hermano mayor. El pequeño estaba en un campo de refugiados esperando el momento para cruzar el mar.
“Por qué no volví a casa, si mi destino no era Europa”, se pregunta Ibrahima Balde tras meses de viaje migratorio
El hermano mayor volvió a salir de casa. No tenía otro destino que estar de vuelta pronto con el pequeño. Viajó entre el trigo y fue secuestrado en una cárcel en el desierto de Taalanda. “En la nada”, dibuja con palabras Ibrahima: “Cuando caes en manos de los tuaregs, no estás ni delante ni detrás, estás en el medio, en la nada”. Allí, en Taalanda, había un gran mercado de personas. “Te venden. Estás sentado en el suelo. Te van a tirar la comida como a los perros”, relata. Para encontrarse con Alhassane primero tenía que llegar a Argelia, lo que supuso muchos kilómetros enterrando los pies en la arena. “El desierto es el territorio de las serpientes (...) donde mueren las personas. El desierto no tiene fin”.
Una vez en Sabratha, ya en Libia, Ibrahima pasó dos meses buscando a su miñan. “Si no lo encuentro, prefiero morir”, se dijo. Un día muy oscuro, un amigo le contó lo ocurrido: un naufragio. Se habla de naufrage cuando los lanzados al mar quedan a merced del agua, las olas y la sal, cuando la embarcación se desintegra. 144 personas a bordo, entre ellas, su hermano. “C’ est fini, Alhassane se me ha caído de las manos”. La historia no se ha detenido, pero el tiempo ha pasado. Ibrahima también se echó al mar en una zódiac: “Por qué no volví a casa, si mi destino no era Europa. Yo también me lo pregunto muchas veces. Cuando has llegado hasta Marruecos o Libia estás atrapado entre el desierto y el mar, como un animal. No merezco que los ojos de mi madre me miren”.
La zódiac perdía aire y los migrantes empezaron a pensar en el naufrage. Otro más. Un helicóptero y un barco de Salvamento Marítimo llegaron en el momento justo para evitarlo. Ya en Europa, Ibrahima Balde arribó a Irun. Había viajado con el dinero justo para los autobuses, un Sony Ericsson, un documento de identidad, una foto de su hermano y unas pocas esperanzas. Todo ello fue perdiéndolo en su tránsito. Pasó algo de tiempo y fue desplazado de esta ciudad a Oñati, otro pueblo gipuzkoano. Allí, en el albergue, compartiendo habitación con otro migrante, Amets e Ibrahima hablaban. “Recuerdo momentos duros. Al principio, como es normal, faltaba confianza. Luego empezó a abrirse. Momentos muy difíciles para él que también eran difíciles de escuchar. Me hicieron replantearme si aquello que estaba haciendo con toda mi buena voluntad era ético. Hacerle recordar le hacía sufrir. ‘Vamos a seguir’, decía. Volvía de Oñati en el coche, pero tardaba en volver a mi cuerpo. Notas toda la diferencia entre tu condición de vida y la suya. Digerir la desigualdad habiéndola tenido cerca, frente a ti, en un amigo, no es fácil. A veces hablamos de la injusticia como un problema abstracto. Intentas darle un sentido a ese proceso de aprendizaje tan doloroso”, recuerda y explica Arzallus Antia.
“Cuando has llegado hasta Marruecos o Libia estás atrapado entre el desierto y el mar, como un animal. No merezco que los ojos de mi madre me miren”, reflexionaba Ibrahima Balde sobre su tránsito
De la digestión del dolor diario, como voluntaria de la Red de Acogida, también habla Oihana Galardi: “Tomas consciencia de los privilegios que tienes naturalizados y te da rabia que sean eso, privilegios por haber nacido en un lugar. Privilegios que debieran ser derechos universales. Como voluntaria hay una parte emocional de impotencia que tienes que digerir. La parte racional es la que nos lleva a seguir saliendo a la calle. Es difícil estar ahí todos los días. A veces tienes que distanciarte”.
Irungo Harrera Sarea es una red invisible conformada por voluntarios anónimos y un pueblo que da una respuesta solidaria. Su invisibilidad no impide que la ayuda que brindan sea tan material y evidente como una conversación, un café, acompañamiento o ropa. Vecinos y vecinas de Irun, pero también del resto de Gipuzkoa y Euskal Herria. Muchos no saben cómo ayudar, otros ayudan sin querer y una mayoría posibilita que decenas de voluntarios puedan desempeñar su labor, ya sea sumándose a movilizaciones o con aportaciones económicas.
Interpretar lo interpretado
La traducción de Miñan es especial, como no podía ser de otra forma. Sus autores lo escriben y publican en euskera. Miles de lectores después, el bertsolari le propuso a uno de ellos la traducción al español. “Fue un flechazo, me quedé fascinado. Sentí que iba a ser un honor”, cuenta Ander Izagirre (Donostia, 1976), traductor de Hermanito. Izagirre, periodista y Premio Euskadi de Literatura en 2017, asumió lo que consideró un reto. El estilo oral de la narración es muy peculiar. Viene de las palabras de Ibrahima, con la dificultades que suman el dolor y la tristeza, las fronteras idiomáticas, y de la escritura de Amets, acostumbrado a recitar o cantar estrofas al aire. “No solo era traducir mecánicamente, también era un reto creativo”, admite el donostiarra.
Intentar mantener la singularidad del texto, con un sentido poético tan personal, se convirtió en una de las preocupaciones de Izagirre, heredada directamente de Arzallus Antia: recoger el tono, la música y la poesía amarga de Balde. “Él tiene una manera de hablar extraña, inquietante, bella, a veces dura. He hecho traducciones, pero jamás las he hecho trabajando tan cerca del autor. Discutimos y dimos vueltas a cada verbo y a cada expresión. Muy laborioso. He aprendido mucho, casi ha sido una escuela de poesía”, expone Izagirre.
Ander Izagirre, traductor de ‘Hermanito’, sobre el libro: “Te abre los ojos y las ventanas de la casa. Te obliga a asomarte a un mundo en el que viven muchas personas con las que nos cruzamos por la calle y de las que no sabemos nada”
Un día que el traductor de Hermanito estaba en Italia, concretamente en Parma, entró a una de las principales librerías de la ciudad y se topó, de nuevo, frente a frente, con Amets e Ibrahima, con Fratellino, es decir, con su Hermanito, con Miñan. La historia de Ibrahima Balde es antídoto contra las fronteras, las ataca todas, incluso las enquistadas. Además, previene contra las recaídas. Leer la áspera narración de una migración forzada por la búsqueda derriba los muros. Allí estaba, Fratellino, en el expositor de la entrada, ese espacio referencial para que los libros puedan llegar a las estanterías de los lectores. “Podemos hablar de Irun, Canarias, Andalucía, Sicilia o Lampedusa. La migración es uno de los grandes temas de la actualidad, pero el valor de la historia contada por Ibrahima y vuelta a contar por Amets va más allá”. Además de al español e italiano, el libro se ha traducido, de momento, también al inglés (Little Brother), alemán (Kleiner Bruder) y catalán (Germanet).
Izagirre piensa que este libro es incontrolable. Tiene todos los ingredientes “para hacer flipar” a cualquier chaval joven, porque Ibrahima hizo el viaje siéndolo y lo cuenta desde esos ojos madurados con el camino. Hermanito clava a cada lector en su silla, sofá, banco, en cada viaje en metro o autobús: “Te abre los ojos y las ventanas de la casa. Te obliga a asomarte a un mundo en el que viven muchas personas con las que nos cruzamos por la calle y de las que no sabemos nada”.
El tiempo, además de pasar, trabaja. Quizá no cura, pero sí alivia. “Como amigo lo ves: Ibrahima está mejor. Le abrieron las puertas para hacer prácticas en un taller de camiones en Madrid, que es lo que le gusta. Ha aprendido castellano y avanza con la lectura y la escritura. Tiene su propio círculo social. Está mejor, entre muchas comillas, porque sigue estando en una situación irregular. Aún no tiene la tranquilidad para vivir sin pensar en los papeles”, concluye Arzallus Antia. Hablan a diario por teléfono. Se encuentran de forma habitual. La suya es una amistad forjada sobre las páginas de un libro. Un nexo inquebrantable. Lagun miña, así se llama en euskera a un amigo de verdad.