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Mar Verdejo es ingeniera paisajista y escritora, de relatos y de poemas. También ha desarrollado una notable tarea investigadora en materia de horticultura ornamental, jardinería y paisajismo. Ángel Lora es doctor en biología y ejerce de profesor e investigador en la Universidad de Córdoba. Es especialista en cuestiones relativas a la conservación de la biodiversidad.
Se trata de personas distintas, pero con mucho en común. Ambas –utilizamos el femenino porque es más ágil y hace referencia a (ambas) personas y, por ende, más inclusivo-, se deslizan por el mundo con los ojos bien abiertos, atributo habitual en las ambientalistas. Ambas son discípulas involuntarias de Teofrasto, quien hace más de dos mil años dio cuenta de que el ser humano era capaz de alterar el medio. Parten de contextos distintos, pero los unen las mismas palabrejas; interacciones, ecotono, biodiversidad… Y también comparten los temores propios de aquella –o aquél- que sabe leer el medio uniendo las partes y observa como nuestra forma de estar en el mundo nos pone en peligro a todos y todas.
La conversación es amena y pausada. El diálogo es respetuoso, antagónico a la norma mediática contemporánea. Ambas han sido invitadas a la charla inaugural del evento de economía social y solidaria IDEARIA 2019, que se celebrará en Valencia los días 3, 4 y 5 de mayo. Y han aceptado otorgarnos un anticipo.
La premisa o punto de partida es la pregunta de la particularidad biológica del ser humano. Ángel comenta al respecto: “somos una especie más entre siete u ocho millones. Eso sí, con una capacidad transformadora sin precedentes”. Para él, el planeta seguirá en constante movimiento y evolución aunque no estemos. Claro está, lo idóneo es prolongar esa existencia y hacerla lo más confortable posible. Ángel evidencia que los asentamientos humanos actuales y las múltiples actividades económicas que los proveen de bienes y servicios, lo que se conoce como metabolismo social, supera los límites biofísicos del planeta. Mirando hacia el futuro, Mar explica que en el punto en el que estamos ya no se trata de cambiar porque queremos alcanzar la utopía, esa necesidad de cambio ya es una urgencia. Los estudios científicos paleobioclimáticos han certificado que los cambios climáticos han sido una constante en la historia de la Tierra; el problema radica en el ritmo del cambio actual. Ya estamos en pleno Antropoceno.
Es paradójico. Las economistas y las ambientalistas –o ecólogas, siendo más precisas- parten del mismo prefijo, eco u oikos. Esto es, se dedican al estudio de la casa. Unas, las primeras, analizan la asignación de los recursos y teorizan sobre su valor. Suelen autoasignarse, como disciplina, la etiqueta de ciencia exacta. Hacen las veces de oráculo; por lo general, la sociedad respeta sus opiniones, hace uso de su lenguaje. Otras, las segundas, estudian la diversidad de los recursos –la biogeodiversidad-, así como de su conservación y valor para la vida. Suelen ser un poco más humildes, puesto que entienden que incluso el método científico tiene sus limitaciones al estudiar sistemas caóticos, como es el ecosistema terrestre. Evidentemente, en esto, como en todo, hay excepciones y disidencias de ambos lados. De los encuentros entre ambas disciplinas florece algo bonito, honesto y práctico. Y es que las decisiones económicas, el comportamiento del homo economicus, deben incorporar otros criterios a su análisis: el valor de la vida y de los cuidados.
“Sería bueno que, al igual que se contabilizan los flujos económicos como el PIB u otros indicadores, se contabilizasen también los flujos de materia y energía de la actividad humana, de lo público y de las empresas privadas. Así sería mucho más fácil entender qué estamos haciendo bien y qué estamos haciendo mal, y cambiarlo”. Ángel explica una anécdota al respecto. En la presentación de un Trabajo de Final de Máster sobre la práctica de tapar cárcavas en agricultura para facilitar el acceso a los tractores, un miembro del tribunal preguntó al alumno qué haría él, si taparlas o no. En un principio, el chico dijo que sí. A priori, mediante un análisis desde la habitual racionalidad económica, la respuesta era clara. El coste económico de tapar las cárcavas era mucho menor que el beneficio de poder utilizar maquinaria pesada. Pero no obstante, el alumno inmediatamente rectificó: “Si dependiese de mi diría que no”. Como explica Ángel, la práctica de remoción de las cárcavas supone el enterramiento del horizonte superficial del suelo, el más rico en materia orgánica y actividad biológica. “Estamos invirtiendo los horizontes, simplificando demasiado el ecosistema, reduciendo las interacciones y la diversidad biológica”, añade. Mar coincide, lamentándose: “Somos hidroponía, no humus”. Se trata de un claro ejemplo de la diferencia de estar en el mundo de una manera u otra, de introducir criterios ambientales en las decisiones económicas o no hacerlo.
Ella toma la palabra y relata otra anécdota: “Ahora, en el valle del Andárax (Almería), que alojó la gran civilización de Los Millares”, afirma, orgullosa de su tierra, “ves a gente mayor entre los naranjos con cazamariposas enormes. ¿Sabéis por qué? Porque están “cazando” los pétalos de la flor del azahar para hacer aceites esenciales. Han pasado de la agricultura convencional a la ecológica, y ahora están con el tema de los aceites. Es un ejemplo de transición, de evolución”.
El tiempo de este encuentro en forma de diálogo pasa despacio y descansa sobre los cuentos de verdad de una y otro. Un olivo que resiste contra toda expectativa a su más acérrima plaga, gracias a que está integrado en un sistema agroforestal biodiverso, donde hay cubierta vegetal y de vez en cuando pastan tres o cuatro burros y unas cuantas ovejas. Agricultores cordobeses que han descubierto en el pistacho, un cultivo forestable que ya se cultivaba en el Al-Ándalus en Córdoba hace más de mil años, una buena alternativa para ganarse la vida de una manera sostenible para todas las partes. Un grupo de ecologistas de la vieja escuela que propone la adquisición de parcelas en las Tablas de Daimiel a fin de conservar el espacio. Se trata de ejemplos de adaptación, de cómo se puede –y se debe- adaptar la actividad humana a la biológica.
En un momento dado surge la palabra clave: resiliencia. Se trata de la capacidad de superar y/o adaptarse a grandes cambios. Y para ser resilientes, coinciden ambas, es imprescindible mantener la complejidad en las interacciones. Tenemos que parecernos más a la naturaleza, seguir sus ritmos y no imponer los nuestros. Esto también se puede extrapolar a las interacciones interespecíficas, a lo que conocemos como sociedad, a cómo nos relacionamos entre nosotras. Ángel, nos deja un ejemplo que resumiría nuestra historia pasada y una posible y deseable historia futura. “Manhattan, que en lenape, una lengua amerindia, significa “isla de muchas colinas”, es un ejemplo simplificación. De un entorno muy biodiverso, en la bahía del Río Hudson, antiguamente un importante caladero de ostras, a un paisaje de formas rectas, de rascacielos y avenidas. Ahora, a sabiendas del peligro de la potencial subida del nivel del mar, están invirtiendo muchísimos recursos para mitigar el posible desastre. ¿Cómo? Tomando como referencia el sistema ecológico que regulaba antaño dicho ecosistema fluvial”. Mar, completa la metáfora con un segundo ejemplo. No se va muy lejos: “La ciudad de Nueva York está siendo un referente de adaptación y proposición de alternativas. La sociedad civil se está movilizando. Un ejemplo de biodiversidad cultural es el Soho: pequeñas tiendas, peluquerías, artesanía… Hacen falta más Sohos”.
Estos y los anteriores son ejemplos reales de innovación, ese palabro tan manido y a veces tan vaciado de contenido. La ciencia de hoy nos permite identificar en el pasado prácticas sostenibles -que probablemente lo sean porque se desarrollaron en un contexto en el que, quizá como en un futuro, solo se podía disponer de los recursos inmediatos- para combinarlas con remedios actuales. En ese sentido, ocurre un poco lo mismo que en el ámbito de la economía social y solidaria. Es importante utilizar los recursos de hoy con lógicas de antaño, puesto que ya hace más de ciento cincuenta años desde que unos cuantos artesanos inauguraron en Rochedale (Inglaterra) la primera cooperativa. Al fin y al cabo, la cooperación, por mucho que se diga lo contrario, ha sido, es y será una constante en nuestra condición humana. Siguiendo la lógica de las relaciones ecológicas, el ser humano practica la depredación, la competencia y, también, el mutualismo y la simbiosis. Eppur si muove. Y sin embargo, cooperamos.
Mar lo sintetiza: “cuando tienes un proyecto hay que juntarse con más personas que piensen como tú, porque el desierto, sola, se hace muy duro. Existe un ecosistema alternativo. Las cosas van poco a poco, pero van consolidándose”. Ahora lo que toca es juntarse, activarse y reaprender. El IDEARIA puede ser una buena oportunidad para todo esto.