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Masculinidades
¿Me receta feminismo?
“Me he dado cuenta de que es posible que alguna vez haya violado”, así comenzaba su intervención un chico en una formación que estaba impartiendo. No es habitual (aunque tampoco es raro), pero a lo que voy es al hecho de hacer consciente una nueva mirada. Es decir, hasta ese momento, ese chico tenía una forma de entender las relaciones sexuales y desde ese momento comenzó a verlas de una manera radicalmente diferente, una en la que dejaba de excusar el daño causado por considerarlo normal y comenzaba a asumir su responsabilidad personal en lo ocurrido.
Creo que hoy en día está muy poco valorado el poder de la consciencia, sin embargo, los feminismos no se cansan de revisar conscientemente las formas cotidianas de sentir, pensar y actuar, y hacer de esto un ejercicio, porque aunque nos pasen desapercibidas, reproducen y perpetúan mucho daño.
Tras su intervención, le hice la pregunta que suelo hacer en estos casos: ¿Cómo te sientes al decirlo? Y es aquí donde la situación suele sorprender porque, aunque no deja de reconocer el malestar que siente por haber ejercido daño a otra persona, también reconoce sentirse más tranquilo. La situación no la había etiquetado como violación hasta entonces, era capaz de entender que había algo que no iba bien, pero no sabía identificarlo y, durante la formación, se dio cuenta por qué. Colocar las cosas, poder explicar lo que sentimos, a veces tiene mucho más valor del que creemos.
A continuación le pregunto al público si alguna chica, en el contexto de una relación sexual, se ha sentido forzada a hacer algo y, como suele ocurrir, se levantan muchas manos. En ese momento les hago pensar sobre cómo se sentirían si la persona que les ha forzado les dijera algo como lo que aquel chico había dicho y, nuevamente la situación vuelve a sorprender porque, lejos de lo que muchos piensan, no quieren matarle, torturarle o hacerle daño. Lo que suele suceder es que, aunque reconocen el malestar por haber tenido que pasar por un momento violento, también reconocen que escuchar a un chico decir eso les hace sentir mejor porque, como suelen decir, “eso significa que no era yo, era él”, “no soy un bicho raro por no sentirme bien”, “no estaba loca”. En estas situaciones es importante no dejar pasar estos comentarios porque entonces podríamos estar dando el mensaje de que dañar no tiene consecuencias, de naturalizarlo. Por otra parte, también es importante ofrecer una estrategia para canalizar el daño causado porque, de otra forma, puede estancarse, convertirse en culpa y, de esta manera, no le ofrecemos la posibilidad de transformarlo en su responsabilidad.
Lo que intento es poner la mirada en la consciencia y en la responsabilidad. Es decir, la razón por la que a ese chico no quieren hacerle daño está íntimamente relacionada con la manera en la que ha hablado de su experiencia. No lo ha hecho con sorna o burla, lo ha hecho desde la vergüenza de haber dañado aprovechándose del contexto. A esto lo llamo vergüenza movilizadora, porque no se queda en la culpa de haber hecho daño, va más allá y aprovecha el daño infringido como una oportunidad para reparar, para ejercitar la resiliencia y ser mejor persona.
Conciencia y responsabilidad. Si yo tuviera que resumir muy brevemente cuál ha sido el aporte que los feminismos me han ofrecido, lo diría con estas dos palabras
Por este motivo, la última pregunta que hago, cuando me encuentro con situaciones de este tipo, está dirigida al chico que comenzó la intervención: ¿Y ahora, que te has dado cuenta del daño que has causado, qué vas a hacer?, porque es muy importante convertir la reparación en una responsabilidad de todas las personas que alguna vez hemos hecho daño. Por lo tanto, conciencia y responsabilidad. Si yo tuviera que resumir muy brevemente cuál ha sido el aporte que los feminismos me han ofrecido, lo diría con estas dos palabras.
Durante toda mi infancia y mi adolescencia, he visto cómo otros chicos se inhibían de hablar de lo que sentían, mucho menos de expresarlo emocionalmente. En general hacíamos ver como que no teníamos problemas, todo estaba bien. Eso sí, cuando algo nos enfadaba, lo resolvíamos peleando. Creo que, a día de hoy, podría dividir mi infancia en dos grandes bloques: un primer bloque en el que intentaba evitar enfadar a otros compañeros por miedo a llegar a la pelea y otro en el que buscaba tensar determinadas situaciones para generar una pelea. La diferencia entre el primer y segundo bloque era la edad, entre los ocho y los diez años fui pasando del primero al segundo. Ahora me doy cuenta de que gran parte de ese cambio se debe a que poco a poco me fui “haciendo hombre”, es decir, naturalizando el modelo hegemónico de masculinidad que estaba recibiendo, sin embargo al hacerme mayor, me fui dando cuenta de que, en este mundo adultocéntrico, mi rango social aumentaba a medida que me hacía más grande y cumplía más años, así que tenía más personas sobre las que volcar mi frustración en el momento en el que otro chico, con mayor rango social que yo, me hacía daño.
No hablábamos de lo que sentíamos, es cierto, pero no porque no tuviésemos problemas, sino porque no sabíamos identificarlos. Es decir, por acatar el mandato de silencio, acabamos por no saber ponerle palabras a nuestro malestar y, por no expresarlo, acabamos por pensar que no pasaba nada, como quien desconecta el cable de una alarma de incendios, intentando así apagar el fuego. Pero el silencio tenía otro gran inconveniente: la impunidad. Como no hablábamos de lo que nos pasaba, de forma tácita, nos convertíamos en cómplices de la violencia que se ejercía sobre nosotros y de la que luego nosotros infringíamos. Aprendemos a ser violentos, desde el ejercicio de callar y reproducir.
Con el tiempo me fui dando cuenta de que esto no me había pasado sólo a mi, que tenía que ver con un patrón de género. Fue entonces cuando, como le sucedió al chico del que hablaba al principio, comencé a mirar las cosas con otros ojos y me dí cuenta de que la consciencia y la responsabilidad me habían hecho mejor persona y eso generaba mucho bienestar en mi y en mi entorno, así que empecé a pensar: Igual el feminismo debería ser algo que se prescribiera en los centros de salud. ¿Os lo imagináis?
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