La utopía en actos
Anacharsis Cloots, primer ciudadano del mundo

En plena Revolución francesa, Anacharsis Cloots, uno de los personajes más singulares de ese gran drama sangriento, defendió la idea de una República universal. 

Traducción: Gladys Martínez
29 abr 2018 06:00

Aristócrata renano y ciudadano prusiano que había renegado de su clase y su patria debido a su entusiasmo por la filosofía de las Luces, Jean-Baptiste —llamado ‘Anacharsis’— Cloots es uno de los personajes más singulares del gran drama sangriento que fue la Revolución francesa.

Nacido muy rico en el ducado de Clèves en 1755, es educado en París. Jean-Baptiste frecuenta después la escuela militar de Berlín. Deja el servicio a la muerte de su padre y, convertido en barón con 100.000 libras de renta, se pone a recorrer Europa, dilapidando su herencia.

Desde 1786, en un folleto titulado Deseos de un galófilo, contempla la anexión de toda la margen izquierda del Rin a Francia. Tras la toma de la Bastilla, en 1789, abandona su vida diletante y corre a París, en aquel momento en plena ebullición. Se introduce en los cenáculos donde se rehace el mundo entre comilonas, se mezcla en las discusiones, se proclama “orador del género humano”. Dondequiera que arrastra su alta silueta y deja oír sus declamaciones, se hace notar, se busca su singular compañía. El nuevo gobierno lo envía a predicar los derechos humanos en Bretaña; allí constata el peso persistente del yugo del oscurantismo, y vuelve rápidamente a París.

Al acercarse la gran fiesta de la federación del 14 de julio de 1790, Cloots exclama: “¡Sí, una federación! ¡Y no solo de Francia, sino de todo el universo!”. Y congrega a todos los refugiados distinguidos huidos del despotismo a los que pueden acoger los salones de París: españoles, belgas, ginebreses, pero también más exóticos, caldeos, indios… Y los hace subir al gran escenario de la nación emancipada con su indumentaria local. Son 36 adoradores de la Libertad, encarnan el cosmopolitismo fraternal y, por tanto, la verdadera filosofía que no puede pararse en las fronteras.

Poco después, sacrifica a la moda republicana su nombre a la antigua y empieza a firmar “Anacharsis”, por Anacarsis, el nombre del filósofo escita del siglo VI a. C., bárbaro helenizado que llegó a Atenas en la época en la que la ciudad se constituía en república. Plutarco dice que lanzó a Solón, que trabajaba ya en su célebre legislación, esta advertencia: “Las leyes serán como telas de araña; atraparán a los débiles y a los pequeños; los poderosos y los ricos las romperán y pasarán a través de ellas”.

Bárbaro civilizado (como el autor de estas líneas), Cloots se dice “vándalo”, denominación que le parece más noble que “alemán”. Furiosamente enamorado de Francia y de París (o, mejor dicho, de la filosofía francesa y de los placeres parisinos), el nuevo Anacharsis perora sin prudencia en el club de los jacobinos. Sus amigos los filósofos charlatanes de los salones también lo rebautizaron, pero con un nombre más voltairiano: Cándido…

En febrero de 1792, Cloots propone fundar la República universal, en un libro con el mismo nombre. Sus mayores preocupaciones son: la descristianización de Europa, que abrirá la vía de la Razón; la abolición de las fronteras; la fundación de una nueva Atenas a orillas del Sena. Pero implícito aparece el desafío estratégico al que está confrontada la revolución burguesa: el levantamiento en masa para extender la nación francesa hasta sus “fronteras naturales” (de la desembocadura del Rin a los Alpes y a los Pirineos), inundar el viejo continente de sans-culottes armados y unir así a los pueblos vecinos a la causa de la libertad.

La recepción de ese panfleto es, en general, buena: los girondinos, facción moderada que en ese momento ejerce el poder, aplauden el cosmopolitismo de Cloots. El rabino modernista Samuel Lévi le dirige este elogio teñido de blasfemia y de hipérbole: “¡Hola, trompeta central del mundo, consolador de los oprimidos! Resides en la capital del globo, y tu voz resuena de un polo al otro. Habla, el universo te escucha. ¡Tu libro de la República universal contiene más verdades que los libros de nuestros santos profetas!”.

Cuando la guerra estalla al fin en abril de 1792, Cloots, que es el más feroz partisano de la misma, la concibe como un abrazo entre hermanos humanos. “Vamos —dice— a llevar a nuestros ejércitos fuera sin salir de casa: en todas partes nos recibirán con hospitalidad. La familia de los hombres va a extenderse…”. Pues —¡oh, ilusión de los exaltados!— la Razón está en todas partes en la faz de la Tierra.

Pero la guerra empieza mal para el Ejército francés: con retiradas y sospechosos retrasos y traiciones en cascada, precipitadas por el aumento del descontento de la plebe en París. He aquí lo que, más que el cañón austríaco o los húsares pomeranos, asusta a los generales y a los políticos burgueses: el pueblo bajo de los suburbios, que sigue muriendo de hambre, ha tomado conciencia que puede cambiar el curso de las cosas por sí solo. Lo probará en la insurrección del 10 de agosto, que dará a luz a la república.

El 24 de agosto de 1792, bajo propuesta de las secciones parisinas, la Asamblea legislativa, que llega a su fin y que ya no puede rechazar nada a los sans-culottes, otorga el título de ciudadanos franceses a 18 filósofos extranjeros. Cloots se encuentra entre ellos y eso va a permitirle ser elegido al mes siguiente en la Convención: los girondinos le reservaron una circunscripción en el Oise, donde posee numerosas tierras agrícolas (lo que permite a este rentista llamarse, no sin cierto descaro, “cultivador). Mientras tanto, ha aplaudido las masacres de septiembre, lo que le vale la ruptura con los girondinos. Cloots, desde entonces, no para de radicalizarse, uniendo sus vuelos líricos a los clamores hambrientos de los sans-culottes y de los rabiosos.

Durante un banquete celebrado en París, a finales de octubre, en honor de los saboyanos, que piden su anexión a la república, brinda por la “soberanía indivisible del género humano”, y sube sobre la mesa y exclama con su voz estentórea: “¡Que el altar de la patria sobre el Mont-Blanc sirva de faro a los departamentos de las Bouches-du-Rhône y del Danubio! ¡Y del Tajo! ¡Y del Neva! ¡Y del Támesis!”. Y todos, “alóbroges” liberados y sans-culottes liberadores, levantaron sus vasos y cantaron la Marsellesa

En noviembre publica un panfleto en el que abruma a los girondinos, que desconfían cada vez más de París la rebelde. Las puertas de los salones moderados se cierran para él, y se une a la Montaña, el grupo parlamentario liderado por Robespierre y Danton, que se preparan para hacer caer a los girondinos.

Cuando llega el momento de votar la muerte del inepto Luis XVI, el antiguo cadete del Ejército de Federico II lo hace con entusiasmo. Habiendo defendido la culpabilidad del monarca, Cloots elige la decapitación como castigo, con este argumento dialéctico: “Luis XVI, Federico Guillermo II y todos los tiranos de la Tierra son culpables del crimen de lesa majestad”. En efecto, los reyes, explicará algunos días más tarde, “son esclavos sublevados contra el soberano de la Tierra, que es el género humano, y contra el legislador del universo que es la Naturaleza”.

La Montaña en el poder

La Montaña toma el poder, proscribe y persigue a los girondinos antes de liquidarlos uno a uno. Cloots, declamando en la tribuna de los jacobinos, lamenta que Roland, antiguo pilar del partido moderado, viva todavía, para rectificar en seguida —un filósofo no podría ser sanguinario— y suplica a los revolucionarios, al alba del Terror, que no llamen a masacrar a los enemigos de la República indivisible. En febrero de 1793, precisa un poquito los propósitos de su República universal publicando sus Bases constitucionales de la República del género humano, que deben contribuir a la elaboración de una nueva Constitución.

Mientras los rabiosos siguen en lo alto, una verdadera renovación de la sociedad parece al fin debutar y que desde Escaut a la Vendée el pueblo en armas se enfrenta vencedor a las fuerzas del despotismo y del oscurantismo, Cloots espera que sus ideas grandiosas triunfen y que su genio sea reconocido. En noviembre de 1793, es incluso elegido presidente de sesión en los Jacobinos, la principal fuerza política organizada del país, dispuesta para enfrentarse con el mundo entero y a depurar sin piedad la sociedad.

Lanza una campaña de abjuración de la fe cristiana y pide la edificación en el templo de la Razón de una estatua del cura Meslier, precursor del ateísmo y autor de la célebre frase: “La humanidad solo será feliz el día en que el último tirano haya sido colgado con las tripas del último sacerdote”. Anacharsis se dio una misión: descristianizar Francia, y después Europa.

Eso era no contar con Robespierre, verdadero dueño del país. Era ignorar sus proyectos dictatoriales y la ferocidad de su facción de soplones y maquinadores. Para establecer su poder de forma duradera, esos burócratas coléricos pretenden yugular a la sans-culotterie proletaria y libertina después de haber metido en vereda a la burguesía moderada. Es ese espíritu de dominación mezclado de puritanismo lo que los incitará a promulgar el culto del Ser supremo, en lugar del de la Razón y la Libertad. El ateísmo militante de Cloots les molesta tanto como el igualitarismo de los rabiosos. Y Cloots, aunque no frecuenta nada la Comuna de París, donde dominan entonces los rudos partidarios del motín, no se ha sans-culotizado menos furiosamente, pronunciando discursos cada vez más inflamados en el estrado de la Convención.

Además, Cloots es originario de un país en guerra con la Nación, y la caza de los espías —o, mejor dicho, de todos los extranjeros— está abierta. Las denuncias se multiplican, las prisiones se llenan de aristócratas, de curas, de agiotistas, pero también de periodistas y parlamentarios antijacobinos y, después, de “sospechosos” indefinidos. La sombra de la guillotina gobierna. La Gironda aniquilada, ahora es la depuración de la Montaña la que está a la orden del día.

Cuando se dispone a golpear a la izquierda a los rabiosos, antes de golpear a la derecha a la camarilla de Danton, Robespierre desencadena a modo de aperitivo el ataque contra Cloots, que solo tiene algunos admiradores y ningún socio. El 4 de diciembre (14 de frimario) en la tribuna de los Jacobinos calumnia y vitupera al orador del género humano, su ateísmo demasiado militante y “sus opiniones extravagantes, su obstinación en hablar de una república universal, a inspirar la rabia de las conquistas”.

Así señalado al verdugo, Cloots no se reconoce vencido. Finge no alarmarse y publica en seguida una justificación bajo el título Llamamiento al género humano, donde, agravando su caso (como siempre), reafirma sus convicciones de ateo cosmopolita y osa replicar al todopoderoso Robespierre: “Mi error capital, la causa de todas mis desgracias, es querer demasiado al género humano y no demasiado a las camarillas y a los personajes. Francia, serás feliz cuando estés curada por fin de los individuos. Sé libre y búrlate de los jugadores de rol”.

El 25 de diciembre de 1793 es excluido de la Convención. Dos días después, este extraño extranjero es detenido y encarcelado. Relacionado por el implacable procurador Fouquier-Tinville a los rabiosos de la Comuna de París, con la intención de equipar (rellenar, decorar) con un rico extranjero esa carreta de defensores de los pobres, tiene el honor de subir con ellos al patíbulo, el 24 de marzo de 1794 (4 de germinal).

Saludó respetuosamente la guillotina, que había cortado el cuello a tantos de sus enemigos, y podemos imaginar cuál fue el último murmuro, fieramente materializado, de este precursor sincero del internacionalismo: “Dejadme dormir bajo el verde césped para que renazca a través de la vegetación”.

para acabar con las fronteras
He aquí un extracto de las Bases constitucionales de la república del género humano que muestra un panorama de la visión que tenía Cloots de sus separaciones nacionales:

“No conozco nada primitivo en el reino animal o vegetal. Sé que un hombre no será nunca extranjero al hombre, y que la voluntad particular será siempre subordinada a la voluntad general. La más salvaje de las tribus está más legítimamente y naturalmente cerca de nosotros que el pueblo más civilizado. El derecho de soberanía no debe alterarse con excepciones locales o pasajeras. Pero, se dice, la mayor parte del género humano todavía está embrutecido, ¿qué sería de nosotros si se pronunciara a favor del despotismo y la aristocracia? Pregunta muy superflua, pues los esclavos no tienen voluntad propia. Los esclavos y sus amos forman un rebaño que no tiene voz en la sociedad de los hombres libres. La paz llegaría si los derechos humanos fueran reconocidos en todas partes, pues cualquiera que reconozca esos derechos se pondrá de nuestro lado. […]

Cada asamblea primaria que pida la comunión de la República universal debe recibirse como formando parte del género humano. La sociedad de los individuos será siempre pacífica: la sociedad de las naciones siempre será beligerante. La República del género humano es necesariamente indivisible, pues ninguna parte quiere ni puede separarse para unirse a otra república; solo hay un género humano entre los dos polos.

Propongo, pues, a la Convención de los Franceses, así como a las demás Convenciones del mundo, decretar o declarar preliminarmente el principio fecundo y atractivo de la soberanía indivisible, la voluntad suprema y única del género humano. Esta verdad, reconocida por todos los hombres, producirá la reunión de todos los hombres. Si establecemos esta amplia base hoy, nuestros trabajos subsiguientes serán imperecederos: contaremos una gran jornada más en los anales de la regeneración del mundo.

El primer año de la República francesa es el primera año de la República universal”. 
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