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La mitología clásica concibió todo tipo de monstruos, a menudo de naturaleza femenina: Escila, Caribdis, Medusa, la Hidra de Lerna, las Harpías. En la Edad Media, el imaginario mitológico se puso al servicio de la Iglesia y lo monstruoso se volvió demoníaco: brujas, ogresas, gigantes, sirenas, melusinas (mitad serpiente, mitad mujer), mantícoras y basiliscos persuadían a los buenos cristianos de alejarse del mal. En la Modernidad, bajo el imperio de la razón, la creencia en lo sobrenatural fue arrinconada al espacio de la superstición; lo monstruoso se buscó entonces en aquello humano que se quería deshumanizar. Las identidades que quedaban fuera de la norma, blanca y masculina por igual, eran exhibidas en circos y zoológicos, encerradas en psiquiátricos, enviadas a la isla de Molokai.
Desde la ficción, el monstruo resurgió para cuestionar al poder. Gregor Samsa amanecía convertido en insecto para entender que el mundo en el que creyó encajar carecía de sentido. Todo lo que consideraba familiar hasta el momento se le antojaba extraño y alienante. Lo que llevaba ya en su interior (la soledad, el aislamiento, la marginación), sin siquiera haber reparado en ello, se revelaba ante él. Como lectoras, Kafka nos enfrentó a la pregunta esencial: ¿el monstruo es aquel que desafía la norma o lo aberrante es precisamente esa norma que la existencia del monstruo viene a cuestionar?
A través de la figura del monstruo se reafirma la norma biológica y social, lanzando todo lo que queda fuera de ella al territorio de lo anormal, lo desviado, lo aberrante, algo indeseable de lo que hemos de huir
El monstruo ha sido siempre un límite. Algo utilizado por el poder y sus instituciones para advertirnos de hasta dónde podemos llegar. Hic sunt dracones: lo desconocido es un territorio que hay que temer. A través de la figura del monstruo se reafirma la norma biológica y social, lanzando todo lo que queda fuera de ella al territorio de lo anormal, lo desviado, lo aberrante, algo indeseable de lo que hemos de huir. Pero la voz latina “monstrum” significa también prodigio. De ella se deriva el verbo mostrar. El monstruo, por tanto, es una identidad venida al mundo para mostrarnos la verdad. Cuestiona lo que somos, recorta la distancia entre nosotras y él, nos obliga a mirarnos en su espejo y a dudar de nuestras convicciones, de nuestro código moral. Su existencia nos insta a rechazar el orden dado y los valores que ese orden dice representar. Nos muestra la verdadera amenaza (el capitalismo acechando nuestras vidas, disfrazado de emancipación, de consumo, de productividad; un sistema que excluye, rechaza, explota y cosifica a las demás), la verdadera monstruosidad permeándolo todo, sin principio ni fin.
Seamos, pues, el monstruo que el poder rechazó: el hombre elefante, la mujer barbuda, las histéricas de La Salpêtrière a punto de convulsionar; las indias Gabili, las pieles rojas, la tribu Nyambi, Saartje Baartman exhibida en Londres y en París. Que nuestra palabra se convierta en el remolino en el que sus barcos se hundan, que las serpientes de nuestra cabeza se agiten al oírlos llegar. Que nos teman, que tiemblen, que entiendan lo en peligro que ante nosotras están. Seamos el monstruo. Combatamos su mundo, traigamos con nosotras la verdad.
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