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La primera ley de Newton afirma que “todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por fuerzas impresas sobre él”. Para que un cuerpo avance, por tanto, ha de encontrarse frente a un espacio vacío, desocupado de cualquier otro cuerpo que pudiera frenar su marcha, impedirle seguir. Es al chocar con algo cuando un cuerpo en movimiento se detiene o retrocede.
En el marco de las democracias liberales de todo el mundo, la ultraderecha avanza porque no tiene con qué topar: ninguna fuerza es capaz de ofrecerle resistencia, oposición. Al otro lado hay una izquierda socialdemócrata tibia que apenas la roza. Una izquierda encantada de seguir las reglas del juego que olvidó el propósito que decía tener al tomar la vía institucional (romper la baraja, dinamitar desde dentro, esa vieja promesa que no se cumple jamás). Una izquierda que demasiadas veces vampiriza las luchas feministas, sindicales, antirracistas, lgtbiq+, de liberación nacional..., debilita y desarticula los movimientos populares que, con mucho esfuerzo, tratan de quebrar el sistema asediando sus márgenes. Una izquierda que desplaza la energía revolucionaria de colectivos y organizaciones para ponerla al servicio de un reformismo que ha demostrado ser incapaz de ir lo suficientemente lejos.
Hace falta una izquierda revolucionaria, dispuesta a llegar lo más lejos posible: extrema, radical (y no, los extremos no se tocan, por más que el neoliberalismo lo repita)
Tiene razón el odioso Žižek cuando afirma que, en el marco del neoliberalismo, las socialdemocracias amparan a las fuerzas de extrema derecha al tiempo que les cierran la puerta a las fuerzas de extrema izquierda (que solo consiguen acceder a las instituciones al precio de apaciguarse, de desplazarse; de reducir, cuando no directamente borrar, la carga revolucionaria de sus discursos y sus praxis). Eso explica por qué la ultraderecha que ocupa escaños en los parlamentos del mundo no tiene ningún reparo en esgrimir sus discursos fascistas, racistas, misóginos, homófobos; en atacar de manera frontal los supuestos valores democráticos, atreviéndose incluso a vulnerar la Declaración Universal de los Derechos Humanos con sus discursos de odio, sin que tenga ninguna consecuencia. Mientras, del otro lado, una izquierda siempre temerosa se esfuerza en desligarse de los proyectos políticos que el neoliberalismo demoniza (aunque para ello tenga que romper sus vínculos naturales y traicionar sus luchas históricas), trata de tender puentes con sus enemigos, reniega de la tradición comunista de la que es heredera y huye de todo lo que la haga parecer, a ojos de la sociedad biempensante, antisistema. Ya lo dijo Clara Zetkin en 1924: es la izquierda pasiva y reformista la que le abre las puertas al fascismo. Hace falta una izquierda revolucionaria, dispuesta a llegar lo más lejos posible: extrema, radical (y no, los extremos no se tocan, por más que el neoliberalismo lo repita). Sin un cuerpo dispuesto a colisionar con el fascismo, capaz de imprimir sobre él una fuerza igual o superior, nunca lo podremos frenar. Lo dice la física y lo confirma la historia una y otra vez.