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La madeja
El orden natural
Los siempre primeros nos dejaron atrás, leguas atrás mientras solo avanzaban. No conocían otro modo de ser que rebasarlo todo. Para conservar la distancia que nos separaba de ellos, durante siglos hicieron trampas, pusieron zancadillas, colocaron obstáculos. Llamaron a esa carrera orden natural. En algún punto impreciso del recorrido, uno de ellos aminoró ligeramente el paso o alguna de las nuestras lo aceleró veloz. La distancia inicial se fue recortando, a veces de forma imperceptible, a veces de manera prodigiosa, en una aceleración casi irreal. Una de nosotras corría de pronto a zancadas, en un sprint iniciado mucho antes de que la meta se pudiese siquiera adivinar. Las otras la seguíamos, impulsadas por la contingencia que a su paso se abría: el brillo de la posibilidad.
Cuando una trotaba más aprisa, las otras la seguíamos sin apenas pensarlo. Constituíamos un solo cuerpo con todos nuestros cuerpos
Como resultado del evidente sobreesfuerzo quedaba un rubor febril en las mejillas, gotitas de sudor emergían del rostro, pulsaciones frenéticas percutían el tórax igual que si lo fuesen a romper. Cuando una trotaba más aprisa, las otras la seguíamos sin apenas pensarlo. Constituíamos un solo cuerpo con todos nuestros cuerpos, parecido al que forman las bandadas de estorninos al volar.
Durante décadas y décadas, la distancia continuó recortándose. Morimos por cientos, por miles muchas de nosotras, intentando alcanzar a las demás. Algunas nos hacíamos a un lado, dejándonos caer exhaustas o asustadas (si acaso no es lo mismo); otras lo intentábamos hasta que no podíamos más. Hubo en los organismos que avanzaban infartos, derrames, fracturas, luxaciones, punzadas, torceduras de los que nadie dio cuenta jamás. Hubo asimismo debajo del dolor algo gozoso (erótico, me atrevería a decir): vernos cada vez más cerca de la vida, la mano próxima a alcanzar lo hurtado, rozando la lengua de la que nos apartaron al nacer.
Cuando estuvimos tan solo diez pasos por detrás, ellos señalaron que ya no había distancia de la que pudiéramos quejarnos. Afirmaron que haberse detenido era la única razón de que los pudiésemos alcanzar. Les debíamos el lugar que ocupábamos de nuevo. Mientras hablaban, volvían la cabeza cada tanto, aunque sus ojos y sus voces siguieran proyectándose a menudo hacia delante, allí donde no estábamos aún. Se paraban con una gran sonrisa entre los dientes y hacían el gesto de dejarnos pasar. Se convertían entonces los diez pasos en cinco, en tres, en dos.
El día en que una de nosotras se adelantó de veras, doblando la distancia de los siempre primeros, entre los siempre primeros creció la indignación
Algún tramo que otro parecía, visto desde lejos, que caminásemos juntos. Sin embargo, poniendo atención a los detalles, congelando la imagen en una foto finish, se revelaba un desajuste, cierta ventaja a su favor. El día en que una de nosotras se adelantó de veras, doblando la distancia de los siempre primeros, entre los siempre primeros creció la indignación. Se sentían pequeños, traicionados; no lo podían soportar. “Habéis ido demasiado lejos”, dijeron al unísono el 44% de ellos (quién sabe cuántos más lo pensaron también). “No merecéis ser las primeras. Este no es el orden natural. Este no es el orden natural. Este no es el orden natural”. Lo repitieron tanto que alguna de las nuestras lo creyó.