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Arte
Delacroix y el arte decapitado
Hace poco estuve en París y diluvió como nunca. Pensé que la lluvia combina bien con los museos, así que dirigí mis pasos al Louvre. Los museos son el cementerio más céntrico de todas las ciudades. Suele haber cierta calma antigua en ellos. Me hacen recordar que en la mayoría de los hogares hay wifi, pero en pocos quedan estanterías con libros.
El Louvre es ahora una extensión de Disneyland, el propio funcionamiento de los visitantes y sus rituales de acercamiento al arte lo vacían de sentido. Me encontraba inmersa en estos pensamientos y huyendo de las hordas de turistas a la caza de un selfie con un cuadro indefenso de La Gioconda cuando me topé con él.
Chopin me observaba desde el fondo del ala Sulley bajo los trazos del maestro Delacroix. Se trataba de una parte del retrato inacabado que realizó el pintor francés de Chopin y George Sand. Una obra que siempre ha suscitado mi atención.
Aurore Duplin no era como las otras mujeres. Bajo el seudónimo de George Sand esta escritora francesa se deslizó por los ambientes más selectos de París vestida como un hombre y con una libertad sentimental inusual para la época.
Sand y Chopin, que por aquel entonces ya sufría tuberculosis, comenzaron a ser amantes en 1938. Y fue ella quien presentó a Delacroix a su admirado Chopin. Los tres compartieron una amistad que permanecería, de manera desigual, hasta sus muertes.
Ese mismo año, Delacroix intenta realizar un óleo de la pareja: De un lado Chopin tocando el piano y Sand a su lado, reaccionando a la música. El pintor tomó prestado un piano vertical para pintar el retrato en su estudio pero, por razones desconocidas, nunca llegó a terminarlo.
Casi una década después, Sand y Chopin se separaron con gran resentimiento. Delacroix sin embargo continuó su amistad con ambos por separado, primero hasta la muerte de Chopin y después con Sand hasta su propio fallecimiento en 1963.
El cuadro inacabado permaneció en su estudio hasta el día de su muerte, momento en el que alguien decidió dividir el cuadro en dos, se cree para aumentar su valor en el mercado. Como los propios amantes, las partes del cuadro terminaron distanciadas: Chopin en el Louvre de París y Sand en el Museo Ordrupgaard de Copenhague.
Conocer el origen de una obra es iniciar un diálogo con ella. Y en el relato detrás de este cuadro decapitado se oculta un material inflamable para aquellos que disfrutamos del arte.
Tengo la sensación de que hemos perdido la capacidad de cuantificar el valor de las cosas si no lo hacemos a través del dinero: Te quiero tres millones, te necesito dos yates y medio, ese libro vale un potosí. Frente a esta materialización de todas las cosas, que las manosea y prostituye no existe mayor acto de agresión que la obra inacabada, o quizás sí: la obra destruida.
Me produce cierto placer saber que algunos artistas —como el fotógrafo Joan Colom o el pintor Monet— destruyeron parte de su obra antes de fallecer. Es el placer de que sea el autor el que determine la extensión de su propia creación, el lugar en el que inicia y la forma en que desea que permanezca. En una suerte de eutanasia del arte.
El autor romano Plinio el Viejo, refiriéndose a una serie de pinturas inacabadas, concluyó que esas obras imperfectas eran más admirables que las piezas terminadas, pues no solo muestran las huellas finales de cada artista, sino que también desnudan sus pensamientos.
Todos confluiremos que las obras artísticas son mensajes en una botella que los autores lanzan al mundo. Hay una esperanza en ellos de fecundar otras mentes. ¿Por qué aquel cuadro de Chopin y Sand quedó inconcluso durante décadas? Solo Delacroix tiene la respuesta. Lo que es claro es que quiso que permaneciese inconcluso —quizás como la historia de los amantes— pese lo que le pese al mercantilismo, siempre ávido de finales consumibles, historias completas y cifras millonarias.