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Juan Carlos I
Platón, Frodo y la impunidad del rey
¿Hay alguien tan íntegro que con el poder de ser invisible persista en la responsabilidad de abstenerse de hacer todo lo que quiera?
“El héroe normalmente es el hombre sencillo y desconocido”
H:D. Thoreau
Para que las democracias liberales funcionen es imprescindible que el Estado tenga confianza en la responsabilidad de cada uno de sus ciudadanos. A falta de competencias para decretar un estado de alarma que permita restringir ciertas libertades fundamentales, los gobiernos de algunas comunidades autónomas, respaldados por el gobierno central, como en Aragón, Cataluña, Navarra o la Comunidad de Madrid, apelan a la responsabilidad individual (incluso con campañas que espolean la criminalización) como única respuesta para frenar los contagios incluso por encima del ejercicio de las responsabilidades públicas.
En ese estado de las cosas en el que se nos exige responsabilidad a la ciudadanía supura como una broma pesada la desfachatez moral del rey Juan Carlos de Borbón, investigado por delito fiscal y blanqueo de capitales. Los casos cada vez más habituales de corrupción o incumplimiento de las leyes por parte de quienes tienen las mayores responsabilidades públicas parecen reflejar que la honestidad está reñida con el poder. Éso serviría para demostrar que cualquier régimen político podría ser corrupto sin caer en la cuenta de que podríamos estar justificando una forma de estado poco democrático. Pero en realidad de lo único que nos sirve dicho razonamiento es para entender que las corruptelas de los poderosos son parte de una conducta moral determinada. ¿Qué impulsa al rey emérito, que lo tiene todo y sabe con certeza que no le faltará nunca nada (riqueza, bienes, reconocimiento, poder…), robar, prevaricar o lucrarse?
La práctica de la responsabilidad no es una tarea nada sencilla sobretodo cuando no hay nada que condicione nuestra forma de actuar, es decir, cuando nuestra conducta está determinada por nuestra propia voluntad. Las normas de tráfico subordinan nuestra manera de comportarnos en la carretera. Tendríamos que vivir sin ellas para comprender si actuamos por responsabilidad hacia la vida de los demás o por precaución a que nos caiga una multa por infringir el límite de velocidad o saltarnos un semáforo en rojo. En medio de una calle vacía resulta muy fácil dejar los excrementos del perro en la acera. Ninguna ley y ningún reproche te impiden que lo hagas si no es que te lo pida, nos diría Kant, tu deber ciudadano.
Un rey podría justificarse porque desde la cuna ha cimentado los valores absolutos del ciudadano ejemplar, sobre una formación exclusiva que ningún otro ciudadano ha tenido la oportunidad de recibir
A lo largo de la historia de la filosofía occidental se ha establecido un perfil de buen ciudadano dirigido a unos principios morales basados en la autodeterminación absoluta respecto a los demás; una ética que nada tenía que ver con castigos y recompensas. Esta idea que empieza a diseñar Platón posibilitó también un marco teórico para la ficción narrativa que sirvió para dibujar un arquetipo común cuya virtud fue mirar a la humanidad del mismo modo que se miraría a sí mismo. Con el ideal del superhéroe (Übermensch) que apareció en las primeras viñetas de Superman (1938) de Jerry Siegel y Joe Shuster, vimos como un tipo que podría destruir un planeta entero decide ser el mejor de los ciudadanos sin esperar nada a cambio.
Platón, muy dado a las metáforas, construyó en esencia ese principio de responsabilidad civil que le valió, 2.500 años después, a J.R.R. Tolkien vertebrar la dimensión moral de toda su mitología sobre la Tierra Media, especialmente en El Hobbit (1932) y El Señor de los anillos (1954). En la República, Platón explica como Glaucón, un ateniense acomodado, pone a prueba al sabio Sócrates ante la parábola del anillo de Giges para que le convenza de que hay razones válidas para actuar correctamente más allá del miedo al castigo. ““Convéncenos —le dice Glaucón a Sócrates— de que hay motivos sólidos para hacer lo correcto, no sólo razones como el miedo a ser descubierto, sino razones que serían válidas incluso en caso de que no nos descubrieran. Demuéstranos que, a diferencia del pastor, una persona sabia que encontrara el anillo seguiría haciendo lo que está bien”.
El anillo de Tolkien resigue perfectamente y con exactitud la alegoría platónica de Giges: un pastor, que servía al rey de Lídia, se encuentra, tras una fuerte tormenta, un anillo que si al ponérselo lo movía de una determinada manera, se volvía invisible. Giges, que siempre había sido un hombre recto y honesto, no supo resistirse a los poderes del anillo y entró a palacio para seducir a la reina, matar al rey y usurpar la corona. Quien narra la historia quiere demostrar que no hay nada que distinga a una persona que actúa con prudencia de quien lo hace con total impunidad. En el legendarium de Tolkien será el famoso hobbit Frodo Bolsón quien encarne a este individuo que no se doblegará ante las tentaciones del Mal: el elegido capaz de tener suficiente firmeza en su voluntad para actuar responsablemente aunque fuera invisible.
¿Hay alguien tan íntegro que con el poder de ser invisible persista en la responsabilidad de abstenerse de hacer todo lo que quiera? La historia que plantea el reto socrático y su adaptación tolkienana es muy útil para explicar la sensación de impunidad de quienes ostentan el poder. La historia del rey Juan Carlos es la historia del anillo de Giges, pero no la de Frodo. Si fuera ésta su historia, el rey sabría que tiene la obligación moral de ser intachable, un ejemplo de responsabilidad y honestidad hacia el conjunto de quienes representa. Un rey podría justificarse porque desde la cuna ha cimentado los valores absolutos del ciudadano ejemplar, sobre una formación exclusiva que ningún otro ciudadano ha tenido la oportunidad de recibir. Para un monarca -y no para cualquier otro gobernante- su deber tendría que estar a la altura de sus privilegios y su alta alcurnia.
No olvidemos que para que una democracia funcione, sea bajo una monarquía parlamentaria o una república de tradición comunitària, cada uno de sus ciudadanos debe asumir las responsabilidades que le correspondan sin excepciones. Exigir un compromiso ético a tus conciudadanos desde el atril de una institución del Estado sin tener la convicción de que este compromiso pasa por la ejemplaridad pública de quien es el máximo soberano del poder, sería no hacer caso a algo mucho más importante según los dictados de la filosofía moral socrática: el desafío de interrogarse sobre cómo hemos de vivir como única y verdadera cuestión que hay que examinar. Como diría Stuart Mill si hoy se levantara entre los muertos: más vale ser un Sócrates insatisfecho que un rey emérito satisfecho.