Infancia
“Si yo quiero cambiar el mundo, quizás haya que empezar por el mundo de alguien”

El número de menores de edad con discapacidad en situación de acogimiento residencial es de apenas el 6%. Tanto el acogimiento como la adopción se plantean como medidas de protección a la infancia, pero múltiples barreras dificultan los procesos.
Ana González y uno de sus hijos
Ana González decidió acoger tras separarse y hoy cuida de dos niños en situación de acogida familiar. Javier Flores
22 oct 2022 06:00

El inicio de nuestras vidas puede marcar de forma trascendental cómo serán el resto de los años que vivamos. Qué traumas acumularemos. Qué carencias. Qué oportunidades. Qué inquietudes. Marca también, seguramente, cómo nos relacionaremos desde el lugar que ocupemos. Qué aportaremos al mundo en nuestro efímero tránsito. 

A Ana González le marcó haber crecido en una casa llena de gente: son once hermanos, entre ellos, dos hermanas con discapacidad. Eso explica que los cuidados sean la forma de entender la vida de esta malagueña de 48 años que se define como una mujer “peleona ya desde pequeña” y que siempre ha estado muy implicada en temas sociales. Fruto de esa implicación fue la creación de un centro de información para atender a jóvenes en situaciones difíciles de la serranía de Ronda. Fue esta experiencia la que despertó en ella la conciencia de las necesidades que muchos niños y adolescentes tienen e hizo que comenzara a interesarse por el acogimiento. “Mi pareja no me acompañaba en este planteamiento de vida, fue cuando nos separamos que decidí emprender el camino como familia monoparental”, rememora.

“Para las adopciones de niños sin problemas ni patologías hay muchos ofrecimientos, pero cuando la criatura está enferma o tiene una discapacidad, las posibilidades de que sea adoptada disminuyen mucho”

Si pensamos en el estereotipo de familia, la suya seguramente sería definida como una familia atípica: vive con una sobrina y dos hermanas, Milagros, Lupe y Cristina, y las tres tienen discapacidad. También con dos niños en situación de acogimiento, ambos con síndrome de Down: Alejandro, que tiene nueve años y llegó el 21 de octubre de 2021 en situación de acogimiento permanente; y Ayman, de siete, que se incorporó el 26 mayo de este año en situación de acogimiento temporal. “Si yo quiero cambiar el mundo, quizás haya que empezar por cambiar el mundo de alguien. Estoy convencida de que lo micro, lo pequeño, tiene un valor enorme para cambiar el mundo”, cuenta al otro lado del teléfono. 

Terry Gragera tiene 51 años y vive en Alcalá de Henares con sus tres hijos: Ada, Teo y Claudia, una niña con síndrome de Down que llegó a la familia a través del sistema de adopción cuando Terry tenía 43 años. Su marido y ella se habían conocido siendo voluntarios con chavales y chavalas con discapacidad intelectual, y siempre tuvieron la idea de adoptar a un niño o una niña con dificultades. “Fue algo muy natural. Nos sentíamos preparados para ello y como nuestros hijos —de 9 y 13 años por aquel entonces— estuvieron de acuerdo, nos lanzamos. Nos ofrecimos para adoptar a un niño con síndrome de Down porque sabemos que para las adopciones de niños sin problemas ni patologías hay muchos ofrecimientos, pero cuando la criatura está enferma o tiene una discapacidad, las posibilidades de que sea adoptada disminuyen mucho”, cuenta Terry.

Enfermedades y heridas

La llegada de Claudia a la familia de Terry fue como un pequeño tsunami. Y no por su discapacidad, que tenían asumida, sino por sus problemas de salud, que fueron un añadido con el que no contaban. “Claudia fue una niña muy prematura, con una cardiopatía y con otros problemas médicos añadidos. Nos la entregaron en el hospital y allí permanecimos con ella hasta que le dieron el alta. Después vinieron consultas y más consultas, pues su salud era —y aún lo es— muy delicada. A los ocho meses de vida la operaron a corazón abierto. Sus grandes necesidades implicaron muchos reajustes familiares porque estaba mucho tiempo ingresada o convaleciente en casa. Tuve que dejar mi trabajo fijo para hacerme autónoma y así poder atenderla, con lo que todo esto conlleva”. La enfermedad, precisamente, ha sido lo que peor ha gestionado emocionalmente Terry. “Nadie está preparado para la enfermedad de un hijo. Los hospitales desgastan mucho, y eso ha sido realmente duro para toda la familia. También sentirnos aislados en muchos momentos, la incertidumbre… Al final, tus necesidades personales van quedando aparcadas, como les pasa a muchos cuidadores, y esto repercute en la salud física y emocional”, asegura.

Alejandro, el pequeño en situación de acogimiento permanente de Ana, es el tercero de cuatro hermanos (dos niñas y otro niño), todos con algún tipo de discapacidad y en situación de tutela o acogimiento. Se encontraba en situación de abandono y sufrió malos tratos por parte de sus padres, tanto a nivel físico como psicológico. Antes de llegar a Ana pasó por otras dos familias de acogida temporal. Llegó con las graves secuelas que el maltrato había imprimido en su carácter: agresividad, conducta desafiante, depresión. Una herida emocional enorme. 

Ayman también tiene Síndrome de Down. Llegó a España con su madre desde Marruecos por una patología grave del sistema digestivo. Estuvieron viviendo en un piso compartido con otras personas marroquíes pero el sostén económico y emocional del proceso fue difícil para ellos. “Lo que recibe de ayuda la mamá de Ayman no es suficiente para poder hacerse cargo de él. No le permite vivir con él en Málaga. Es imposible por la precariedad de sus trabajos y las pocas oportunidades”, dice Ana, quien acude periódicamente a los encuentros entre madre e hijo y lamenta profundamente su separación: “Ayman se pone muy contento cuando nos vamos acercando a verla”.

Los ingresos de Ayman han sido constantes desde que llegó. Ya el primer día una fiebre muy alta le llevó al hospital y ha ido encadenando diversos problemas de salud en estos meses. “Cuando tenemos que ir al hospital nos vamos todos para allá. Ya nos conocen y saben la situación”. Ana tiene el apoyo total a nivel emocional y logístico de sus hermanos, pero no quiere que ayudarla sea una “obligación” para su familia, sino saber que puede contar con ellos cuando lo necesite y cuando a ellos les apetezca realmente estar. “No quiero que se responsabilicen de algo que he elegido yo libremente. Saber que cuento con ellos es mi suerte, pero en el día a día prefiero organizarme yo para no interrumpir sus ritmos y no cambiarles su cotidianidad”, explica. 

Visión realista

En el año 2020, según el Boletín de Datos Estadísticos de Medidas de Protección a la Infancia, el número de menores de edad con discapacidad en situación de acogimiento residencial era de 1.100. Es decir, el 6% del total. No hay datos de los menores de edad en situación de adopción. Ana Linares, coordinadora de CORA, una plataforma que aglutina asociaciones de adopción y acogimiento, cree que la mayor parte de los niños y niñas en estas situaciones de protección tienen necesidades especiales. “Todos tienen unas particularidades distintas a lo que se considera normalizado, y van a necesitar un trabajo y unos recursos distintos a los que se ofrecen a la mayoría de los niños. Hablar de niños y niñas sanos en adopción o acogimiento es una utopía porque muchos arrastran algo”. Desde la coordinadora piden a las familias que entiendan lo que supone acoger o adoptar. “Debe prevalecer el derecho del niño, pero la familia debe analizar qué es capaz de hacer y de asumir”, aclara.

Según la coordinadora, uno de los papeles de las asociaciones de acogimiento y adopción es el de visibilizar la realidad de lo que son las medidas de protección, porque dichas medidas, dice, son una fórmula de protección al niño y no un recurso para alcanzar la maternidad. “Nuestra labor es ofrecer una visión realista de los daños con los que vienen estos niños a muchos niveles —social, biológico, emocional—; daños que muchas veces son irreparables”. Otra parte de su trabajo es la información, la formación y el acompañamiento a las familias en estos procesos, ir orientándoles en según qué problemas y, sobre todo, darles soporte emocional. “Desde las asociaciones tenemos que promover estos sistemas de protección sin caer en una visión idílica de lo que supone cuidar y acompañar a estos niños y niñas. Es muchísimo más complicado de lo que puede parecer y creo que las asociaciones son importantes como sostén en el camino”.

La familia de Terry ha encontrado apoyo en amigos incondicionales, en la familia, incluso en sus jefes, pero sobre todo les ha sostenido encontrar a otras familias en la misma situación: “La experiencia de tener un hijo con discapacidad une mucho y, en ese sentido, nos sentimos cercanos a otros padres en esta misma situación con los que compartimos muchas vivencias”.

Desde Hogar Abierto, un servicio de apoyo al acogimiento familiar de Málaga, el acompañamiento que ofrecen a las familias son seguimientos periódicos para conocer sus necesidades y las de los niños y niñas y ofrecerles intervenciones adecuadas. También organizan talleres, realizan visitas a domicilio y gestionan las ayudas y los recursos que necesiten. Cuando Ana tomó la decisión de convertirse en familia de acogida, acudió a Hogar Abierto. “En 17 años no habían visto una solicitud como la mía. Yo me negaba a elegir porque a lo que iba es a dar una oportunidad de una vida mejor. Entiendo también que las familias deben ofrecer lo que consideren que van a poder afrontar de forma que luego no ocurra algo tan terrible como devolver a ese niño o a esa niña, porque esto es algo que pasa muchísimo y que es terrible para las criaturas”.

Aba Berástegui, doctora en Psicología e investigadora del Instituto Universitario de la Familia de la Universidad Pontificia de Comillas, celebra la tarde en la que El Salto contacta con ella los 14 años de su hijo Miguel, que tiene síndrome de Down y llegó a la familia en situación de adopción especial. Dice que le hace ilusión responder a la entrevista por el día que es y porque es una forma de apoyar a las familias que quieran dar este paso. Ana hizo un doctorado sobre adopción, ha escrito varios libros sobre el tema y junto a su marido participaba en un voluntariado de ayuda a personas con discapacidad. Un día les llegó la noticia de que había un bebé con síndrome de Down en espera, se ofrecieron y hasta hoy. “A veces se cree que las familias de adopciones especiales son familias especiales y no tiene por qué. Pueden ser familias 'normales' que hayan tenido la oportunidad de conocer a niños o niñas como los que se encuentran en situación de adopción y que quieren abrir sus familias y acogerles como un miembro más. A veces, puede ser que hayan tenido a algún niño en la familia con discapacidad o que por su trabajo se hayan encontrado con estos niños. O simplemente son personas que, al acercarse a la adopción o al acogimiento, se han sentido capaces de asumir esas necesidades”, señala Ana.

Un sistema ineficaz

Adriana de la Osa, directora de comunicación de la Asociación Estatal de Acogimiento Familiar (ASEAF), explica que acogimiento y adopción son dos medidas de protección a la infancia, pero que la gran diferencia es que en el caso del acogimiento los niños, niñas y adolescentes mantienen un contacto con su familia biológica; y que, siempre que el interés superior del niño así lo aconseje, el objetivo del acogimiento es que los menores regresen con su familia de origen. “Donde mejor están los niños es en un entorno familiar y no en un centro residencial, por lo que se debe luchar para que todos los niños y adolescentes que no puedan estar con sus familias puedan disfrutar del amor y el cariño que merecen en un hogar”, manifiesta. ¿Hay suficientes familias para atender estas situaciones? Adriana afirma que sí y añade que podría haber muchas más, pero las familias necesitan unos recursos que el sistema no les da y, además, se les exigen unas condiciones que hoy, en un contexto de precariedad estructural, no son fáciles cumplir. Según datos de ASEAF, el gasto mensual que supone tener a un niño o adolescente en acogimiento residencial oscila entre los 2.500 y los 9.000 euros en función de la situación. 

Las administraciones ven a los niños como números y a las familias como meros colaboradores a los que aparentemente están muy agradecidos pero que en realidad les molestan en cuanto empiezan a defender activamente los derechos del niño o de la niña

“Los niños y las niñas con necesidades especiales en España tienen un acceso limitado a ayudas sociales. Las familias de acogida o adopción, como pasa con el resto de familias con hijos con discapacidad, tienen que buscarse por su cuenta los recursos que necesitan sus hijos”, sostiene Ana Berástegui. Para Ana Linares, la Ley 26/2015 de Protección a la Infancia y a la Adolescencia es una ley muy amplia y completa, pero no se está poniendo en práctica. “Haría falta hasta tres o cuatro veces más recursos de los que se están dedicando ahora. Habría que empezar por dar una formación específica a los profesionales que trabajan con infancia. La preparación que se le da a las familias es muy pobre, muy superficial, no se contemplan temas fundamentales a los que se pueden enfrentar —acoso escolar, racismo, convivencia, delictivos…—. Los acompañamientos son paupérrimos. Las administraciones ven a los niños como números y a las familias como meros colaboradores a los que aparentemente están muy agradecidos pero que en realidad les molestan en cuanto empiezan a defender activamente los derechos del niño o de la niña. Entonces empieza el desentendimiento o incluso se les chantajea con la vuelta de los peques a los centros”, afirma.

Terry recuerda que es cierto que tener un hijo con discapacidad “cambia la mirada sobre el mundo, y esto ya merece la pena”, pero sostiene que al margen de esto lo que las familias necesitan son ayudas y facilidades. “Cualquier familia con un hijo con discapacidad ha de enfrentarse a un infierno burocrático en todas las administraciones. Son muchas gestiones, sin centralización alguna, papeles que se pierden, gasto en tiempo y energía… La Administración no parece consciente de las grandes dificultades que tenemos para hacer estos trámites. Es un desgaste enorme”, dice. 

Para Ana, la madre de acogida de Alejandro y Ayman, debido al poco acompañamiento y a las pocas ayudas, el acogimiento y la adopción son una cuestión de clase social: “¿Quién puede permitirse los soportes que necesitan estos niños y niñas? Muchas veces no es posible sin la ayuda de la Administración y la Administración no está ahí”. Ana tiene un rebaño de 36 ovejas, cuyo cuidado comparte con una de sus hermanas con discapacidad. Desde 2013, inició el proyecto La Fanega, una empresa social que ofrece servicios de cuidados y asuntos relacionados con el mundo rural a la población. Además de su labor de pastora y del proyecto, mantiene un trabajo por cuenta ajena para la Universidad Rural Paulo Freire como responsable de un centro de acceso público a internet para población vulnerable; un empleo que le permite mucha flexibilidad y un sostén sin el que su labor sería imposible. “Al coste de los cuidados básicos hay que sumar los cuidados especializados privados porque el sistema no está cubriendo las necesidades de los niños. Veo anuncios de que se necesitan familias de acogida, pero antes se debería pensar en qué recursos necesitarán esas familias. Se necesita cambiar el sistema de acogida de forma radical porque quienes están sufriendo las taras del sistema son los niños”, concluye. 

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