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Ya temprano en la mañana, con viento,
lluvia o nieve, pero siempre y sin tregua
la abuela Ana, o María, o Azucena,
o puede que sea simplemente Pepa,
riega plantas, alimenta gatos, perros
y nietos, hijos suyos o de vecinos y regala
tiernos periquetes, pellizca mejillas
y despeina cabelleras mientras sonríe.
A la primera luz que enciende cumbres,
o se anuncia en el valle, cuentan las Anas
y Pepas las novedades, a fantasmas propios
o ajenos, en las calles desoladas del pueblo
casi vacío, donde a veces, en verano, brincan
adultos los niños evocados por Asucena y María
en la aldea de ayer, donde cantan los paisanos
que no fueron engullidos por ciudades lejanas.
Desde los duros bancos de la plaza unos jóvenes,
de entre 60 y 80 años, contemplan serios a la vieja
loca que les augura el porvenir. Esperan sin temor
porque llegará la fibra óptica que hace labrar campos
y refundar escuelas y hospitales, pues así lo repiten
los alcaldes desde el Siglo XX, prometiendo
que traerían el progreso y servicios junto a la banca,
el futuro y el inversor. Y “¡Qué Viva La Pepa!”.
Ramón Haniotis