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Historia
Estados Unidos a través de los ojos de los nazis
Los nazis más radicales fueron los que defendieron con más fuerza las leyes estadounidenses. Cuando encontraron defectos en el ejemplo estadounidense, fue porque creyeron que era demasiado riguroso.
En septiembre de 1933, un importante documento normativo conocido como el Memorando de Prusia empezó a circular entre los legisladores y juristas del Tercer Reich. El régimen nazi estaba aún en pañales; nueve meses antes, Hitler había sido nombrado canciller a resultas de un acuerdo de reparto de poderes llevado a cabo con los conservadores nacionalistas, que pensaban que podrían controlar al impredecible austriaco. Tras el incendio del Reichstag en febrero de ese año, Hitler había asumido poderes de excepción y, en cuestión de semanas, había usurpado la autoridad del Parlamento.
Para aquel crítico otoño, el Tercer Reich había empezado a nazificar el código legal alemán. El Memorando de Prusia que pasó por manos legales nazis fue un anteproyecto de las leyes de Núremberg de 1935, las cuales despojaban a los judíos de su ciudadanía y criminalizaban las relaciones sexuales entre alemanes y aquellos que se creía que tenían sangre impura. Fue el texto fundador del pensamiento jurídico nazi. Sorprendentemente, el Memorando de Prusia citaba expresamente el estándar de oro de la legislación racista de la época: los Estados Unidos de América.
El verano siguiente, el 5 de junio de 1934, abogados, juristas y doctores en medicina nazis se reunieron bajo la supervisión del Ministro de Justicia Franz Gürtner para analizar cómo codificar el Memorando de Prusia. El primer asunto que se analizó fue el derecho estadounidense: “Casi todos los estados americanos tienen una legislación racial”, afirmó Gürtner antes de detallar un sinfín de ejemplos, incluidos los numerosos estados que criminalizaban los matrimonios mixtos.
Roland Freisler, el juez nazi asesino, manifestó en aquella reunión que la jurisprudencia estadounidense “nos resultaría totalmente adecuada”. Todos los participantes demostraron un gran interés o un conocimiento confeso de las leyes estadounidenses. Pero esto iba más allá de la legislación específica. Los nazis recurrieron a una innovadora cultura legal que encontró formas de relegar a los nativos americanos, a los afroamericanos, los inmigrantes, los chinos, japoneses, filipinos y otros ciudadanos de segunda (y tercera) clase; las numerosas rutas enrevesadas en torno a las garantías constitucionales de protección igualitaria; la deliberada ambigüedad de los textos sobre la propia definición de la raza; las penas draconianas por tener relaciones con una raza inferior, incluso por encontrarse en público. El apogeo del racismo en los Estados Unidos tuvo lugar en la década de 1930.
¿Cómo es posible que los Estados Unidos, la tierra de la libertad y del republicanismo constitucionalista, haya tenido influencia sobre el régimen más racista y genocida del siglo XX?
Los legisladores nazis no se ponían de acuerdo en que el ejemplo de los Estados Unidos fuera útil, y los tradicionalistas y los radicales discrepaban férreamente. Lo extraordinario es que los nazis más radicales fueron los que defendieron con más fuerza las leyes estadounidenses, y en los puntos en que los nazis encontraron carencias en el ejemplo estadounidense fue porque creyeron que era demasiado riguroso.
Este asombroso episodio histórico está fielmente retratado en Hitler’s American Model (El modelo americano de Hitler) de James Q. Whitman, una crónica corta, pero trascendental, sobre la banalidad de la maldad legal. Whitman es profesor de Derecho Comparado y Penal en la Facultad de Derecho de Yale. (A efectos de transparencia: fui alumno suyo de Historia del Derecho, aunque nunca tuvimos relación).
En su libro, se hace una de esas preguntas intelectuales peligrosas que tanta presión ejercen en la actual era política: ¿Cómo es posible que los Estados Unidos, la tierra de la libertad y del republicanismo constitucionalista, haya tenido influencia sobre el régimen más racista y genocida del siglo XX? Si consideramos la manifestación neonazi que hubo en Charleston, Carolina del Sur, y en Chemnitz, Alemania, junto con la mezcla de compañeros de viaje del espectro fascista (nacionalistas blancos, la derecha alternativa), la investigación de Whitman parece urgente. Quiere saber qué enseñaron los Estados Unidos a los nazis, si es que les enseñaron algo, y qué dice del propio país.
La Alemania moderna básicamente rechaza los crímenes atroces que cometió el Tercer Reich y asume su total responsabilidad por ellos. Los nazis ocupan un lugar especialmente amenazador en el imaginario occidental, pues suponen la personificación de los más oscuros instintos de la humanidad en lo que se refiere a odio racial y barbarie; es lo que Hannah Arendt llamó el “mal radical” en Los orígenes del totalitarismo. Whitman utiliza la palabra Nefandum, “un abismo de horror moderno sin precedentes frente al que podemos definirnos nosotros mismos”.
Hay que ser precavido a la hora de invocar a los nazis, especialmente en internet, que ha convertido en clichés las palabras “Hitler” y “nazi”, devaluando lo que significan y desacreditando las lecciones históricas que hay que aprender. Al mismo tiempo, no podemos colocar a los nazis en una categoría especial al margen de la historia, al margen de la condición humana —un episodio único sin parangón—. Hay que desmitificarlos y estudiarlos cuidadosamente, porque el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán y su líder surgieron en un contexto concreto, en una época concreta y con un ideario concreto que consiguió más y más agarre según se fue propagando. Además, este grupo de reaccionarios extremistas fueron gradualistas. Como enfatiza Whitman, “simplemente, no es que los borradores de las leyes de Núremberg ya apuntaran a la aniquilación de los judíos en 1935”. En ese momento, los nazis querían exiliar y marginar a la minoría judía convirtiéndola en ciudadanos de segunda clase.
No solo los Estados Unidos influenciaron a Hitler. “Aprendamos de los ingleses”, repetía Hitler, “quienes, con 250.000 hombres en total, incluyendo 50.000 soldados, gobiernan a 400 millones de indios”
El estudio de Whitman cubre el primer periodo del régimen nazi, antes de que llegara a su monstruoso final. Las ideas nazis aún se estaban debatiendo, analizando y poniendo en práctica en ese momento. Desde sus comienzos al margen de la política alemana, los nazis habían abogado por un programa de nacionalismo racista; fueron devorados por lo que Whitman llama Rassenwahn, o locura de raza. Fue esta historia sobre la raza y su enfoque absoluto en ella, lo que diferenció a Hitler y a su partido de otros grupos fascistas y autoritarios. Y también fue por eso que los nazis miraron a los Estados Unidos en busca de inspiración.
Pero no solo los Estados Unidos influenciaron a Hitler. “Aprendamos de los ingleses”, repetía Hitler, “quienes, con 250.000 hombres en total, incluyendo 50.000 soldados, gobiernan a 400 millones de indios”. Según múltiples fuentes, a Hitler también le fascinaba el Islam, religión que él consideraba potente y militante, a diferencia de la sumisa fe de sufrimiento en la que se basaba el cristianismo, pese a que los árabes fueran semitas y de que los musulmanes no árabes fueran considerados racialmente inferiores. Mustafa Kemal Pasha, o Atatürk, fundador de la Turquía moderna, que se había resistido al Tratado de Versalles y cuyo régimen había cometido un genocidio contra los armenios que fue un ejemplo temprano de políticas exterminacionistas, se acercaba más a la mentalidad de Hitler.
Pero en lo que respecta a legislación basada en la raza, fueron los Estados Unidos los que despertaron el mayor interés del Führer, pese a que condenaba su ética liberal e igualitaria. Le encantaban las novelas de Karl May que describían a los vaqueros a la conquista del Oeste. Como Timothy Snyder y otros han sostenido, el modelo que Hitler siguió para crear el lebensraum alemán en Europa fue el del genocidio americano de los pueblos indígenas, la despoblación de sus territorios y su posterior subyugación y segregación amparadas por la ley.
Los intelectuales y los médicos nazis tenían un compromiso sostenido con el movimiento eugenésico, que fue compilado en las leyes de inmigración de los Estados Unidos y que sirvió de modelo para el programa de esterilización y eutanasia del Tercer Reich. (Carolina del Norte tuvo políticas de esterilización para enfermos mentales hasta 1977). El mismo principio fundador de los Estados Unidos en la historia de la supremacía blanca fue el logro supremo de los pueblos arios. “El alemán racialmente puro y que aún no se ha mezclado”, escribió Hitler en Mi lucha, “se ha levantado para convertirse en el dueño del continente americano, y seguirá siendo su dueño siempre que no sea víctima de la contaminación racial”.
Cuanto más se lee sobre la obsesión estadounidense y nazi con la raza, más evidente resulta que en el mismo corazón de la ideología racista hay un miedo primigenio a una insuficiencia sexual, a la contaminación, al mestizaje
Estados Unidos fue “el único estado”, según escribió Hitler desde la cárcel, que rechazó con buen juicio la inmigración de “elementos físicamente enfermos y, básicamente, descarta la inmigración de ciertas razas”. Hitler, en un segundo libro inédito, volvía a maravillarse ante la jerarquía racial de los Estados Unidos, con nórdicos, ingleses y alemanes en la cima de su legítimo dominio como raza superior.
A las autoridades y legisladores del Tercer Reich también les intrigaban las leyes antimestizaje, porque para purificar la raza aria era necesario que se controlara legalmente el sexo. Hitler, que había sido esencialmente asexual durante los años decisivos en que vivió en Viena como pintor fracasado, estaba obsesionado con el sexo y la sangre. Los Estados Unidos de la época eran los líderes globales en la prohibición de matrimonios mixtos, llegando incluso a castigar a los que desafiaban la ley. (Muchas de esas leyes no fueron derogadas en Estados Unidos hasta el fallo del Tribunal Supremo en el caso Loving contra Virginia en 1967). El Memorando de Prusia apelaba de forma explícita a las leyes estadounidenses que fomentaban la segregación para mantener la pureza racial y la moral sexual, particularmente, la de las mujeres blancas. De un modo similar, la tercera ley de Núremberg prohibía expresamente los matrimonios y relaciones extramatrimoniales entre alemanes y judíos y auguraba penas de trabajos forzados en prisión para quienes quebrantaran la ley. Cuanto más se lee sobre la obsesión estadounidense y nazi con la raza, más evidente resulta que en el mismo corazón de la ideología racista hay un miedo primigenio a una insuficiencia sexual, a la contaminación, al mestizaje. El nacionalismo racial, la ideología de los nazis, llevó esta idea a su fin lógico.
Sin embargo, desde una perspectiva estadounidense contemporánea, el área de influencia más interesante que Whitman examina se encuentra en las leyes de inmigración. Desde el principio, los Estados Unidos han tenido un régimen de inmigración restringido según el origen racial. La Ley de Naturalización de 1790, aprobada por el Primer Congreso, limitaba la inmigración a “personas libres blancas”. En el siglo XIX, los Estados Unidos aprobaron muchas leyes de inmigración que excluían por los orígenes raciales porque percibían a los asiáticos como una amenaza. Como señala Whitman, los nazis “casi nunca hablan de cómo tratan los estadounidenses a los negros sin hablar también de cómo tratan a otros grupos, en concreto, a los asiáticos y a los nativos americanos”.
El precedente estadounidense expuso cómo crear una jerarquía de ciudadanos, nacionales y subyugados. Esta ciudadanía por niveles y las anulaciones caprichosas de los derechos civiles interesaron mucho a los intelectuales nazis
A finales del siglo XIX, excluyeron a los chinos de la ciudadanía, y en 1917, con una nueva ley de inmigración conocida como la Asiatic Barred Zone, acotaron una franja completa de Asia y prohibieron la inmigración de sus ciudadanos. Por último, la Ley de Inmigración de 1924 establece cuotas raciales para aquellos que podían entrar en los Estados Unidos y prohíbe la entrada a los indios, japoneses, chinos y otros asiáticos en su totalidad, junto con casi todos los países árabes. Bajo la Ley de Nacionalidad Independiente de las Mujeres Casadas, también llamada Ley de Cable, de 1922, si una mujer se casaba con un hombre asiático, le sería revocada la ciudadanía estadounidense. Había leyes de inmigración basadas en la raza similares en Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica. La discriminación de los inmigrantes según su raza era la norma, y en Estados Unidos sobrevivió hasta la aprobación de la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965, que es la principal ley que los nacionalistas blancos de hoy en día quieren anular. Los nazis tenían mucho que envidiarles, ya que las porosas fronteras de Europa y los humillantes acuerdos extranjeros habían paralizado Alemania.
¿Qué pasaba con aquellos inmigrantes que se convertían en ciudadanos o con aquellas minorías atormentadas a las que Estados Unidos les garantizaba los privilegios de ciudadanía? A pesar de que hubiera una declaración reconocida de igualdad constitucional, la ciudadanía seguía su propia doctrina de “igualdad, pero separados”. Hasta 1924, los nativos americanos fueron considerados “nacionales”, pero no ciudadanos. Después de la guerra de Cuba, en 1898, los puertorriqueños y los filipinos fueron clasificados legalmente como “nacionales no ciudadanos”.
Lo más infame fue la decisión del caso Dred Scott, en 1857, que sostuvo que los afroamericanos no eran ciudadanos e, incluso después de la guerra de Secesión, los negros fueron legalmente relegados a un estatus de tercera clase. Los nazis estaba interesados en todo esto; la segunda Ley de Núremberg restringió la ciudadanía a las personas que “fueran exclusivamente nacionales de sangre alemana o de sangre racialmente afín”. Los judíos pasaron a ser sujetos desnaturalizados y abandonados. El precedente estadounidense expuso cómo crear una jerarquía de ciudadanos, nacionales y subyugados. Esta ciudadanía por niveles y las anulaciones caprichosas de los derechos civiles interesaron mucho a los intelectuales nazis.
Lo preocupante del modelo estadounidense de Hitler, aunque Whitman no lo menciona, es la similitud con que los sucesos de los años 30 reflejan los nuestros. Es muy probable que estas afirmaciones parezcan exageradas. Pero incluso a principios de los años 30, Alemania no estaba destinada a llegar a la catástrofe. Las ideas que impregnaban el ambiente del momento, incluido y concretamente el antisemitismo, siguen siendo la meta con la que fantasea el nacionalismo blanco actual. Lo que es más alarmante es la conclusión tácita de la tesis de Whitman: si el racismo de los Estados Unidos, la hostilidad contra la inmigración y la ciudadanía de tercera clase tuvo influencia sobre el régimen nazi, los remanentes de esa influencia aún deben de existir hoy. De hecho, parece que están resurgiendo.
En el corazón del proyecto nacionalista blanco actual está la supremacía racial de las personas que se consideran fundadoras de Estados Unidos
No es la supremacía blanca lo que diferencia a Estados Unidos de la Alemania nazi, sino, más bien, la estructura constitucional del país, un sistema democrático probado, fracturado, rehecho, reescrito. El racismo en Estados Unidos se ve compensado por un espíritu emancipador. La Constitución englobaba la esclavitud, pero esa misma Constitución se transformó como resultado de la guerra más sangrienta de la historia de los Estados Unidos, que acabó con el imperio esclavista del sur. La guerra de Secesión supuso una segunda fundación de Estados Unidos, y los textos de la decimotercera, decimocuarta y decimoquinta enmiendas potenciaron el espíritu estadounidense de igualdad ante la ley. Incluso entre el terror racista que perduró mucho después de la guerra de Secesión, los afroamericanos se hicieron su hueco en los Estados Unidos para luchar por la libertad, la igualdad y la dignidad. La Alemania nazi, por el contrario, era un estado totalitario y su objetivo expreso era la eliminación del pueblo judío. No se pueden minimizar esas diferencias.
Pero hasta en un sistema democrático constitucional, la supremacía blanca de los Estados Unidos ha persistido, avanzando y retrocediendo según el curso de la historia, desvaneciéndose a veces y luego volviendo con mucha determinación. En el corazón del proyecto nacionalista blanco actual está la supremacía racial de las personas que se consideran fundadoras de Estados Unidos. La locura racial controla las bases de Trump, y la Casa Blanca se ha convertido en el hogar de aquellos que buscan la purificación racial.
El proyecto para erosionar los derechos de ciudadanía, restringir la inmigración y recuperar la idea de unos Estados Unidos blancos ya está en marcha. Estados Unidos está denegando pasaportes a ciudadanos en las fronteras del sur. Deniega audiencias para establecer fianzas a aquellos inmigrantes, incluso con permiso de residencia permanente, que están en la cárcel. Separa a los niños de sus padres. Prohíbe la entrada a viajeros musulmanes. Rechaza conceder green cards (permisos de trabajo) a estadounidenses que necesitan asistencia social. Los políticos y los profesores de Derecho están debatiendo sobre los beneficios de acabar con el derecho de ciudadanía por nacimiento; aunque, de momento, es una idea radical, parece predecible un fallo del Tribunal Supremo en el futuro que limite con severidad los derechos de ciudadanía por nacimiento. Esta hoja de ruta para la purificación la completan las brigadas de deportación que recorren el país en busca de objetivos. Deberían estar saltando las alarmas por este programa de limpieza nacional. Y aún no sabemos dónde termina esto.
Estados Unidos es una nación cuya esencia contiene dos ideas radicalmente opuestas: la supremacía blanca y la igualdad ante la ley. Una nación que, actualmente, acoge a más inmigrantes que ningún otro país del mundo, pero que sufre crisis traumáticas con solo mencionarlos. Una nación con una mente pesimista y un alma optimista, fundado y legislado por hombres blancos, cuya expansión geográfica fue posible gracias a la limpieza violenta de los habitantes originales, cuyo crecimiento económico fue posible gracias a la esclavitud. Pero también es una tierra a la que han llegado millones de inmigrantes en busca de trabajo y de una oportunidad.
Quién entra en el “nosotros” y quién pertenece al “ellos” es algo de lo que se discute y por lo que se pelea a diario, ya sea en los tribunales, en las aulas o en las calles. Es una conversación que se lleva manteniendo desde la fundación de los Estados Unidos y que en Alemania tuvo lugar cuando la camarilla nazi se apoderó del Estado. La respuesta que dé la nación a esa pregunta determinará cuál de las dos ideas de Estados Unidos pervive.