Eric Cantona patada
Patada del jugador a un seguidor ultra del Crystal Palace hace 26 años.

Fútbol a este lado
“Éric, no te equivoques”

“Éric, no he venido a dorarte la píldora”, le soltó su entrenador, Alex Ferguson, con una de esas expresiones que le costaba entender la primera vez que las oía en inglés.
27 may 2021 06:00

“Cuando las gaviotas —dijo y dio un trago de agua— siguen al barco pesquero es porque creen que van a tirar sardinas al mar”. Y se quedó tan ancho. Ahí estaba, en conferencia de prensa tras haber sido condenado a 120 horas de trabajo comunitario y apartado por su propio equipo, el Manchester United, hasta final de temporada por haberle pegado una patada y haber cogido de la pechera a un aficionado del Crystal Palace que presuntamente le había lanzado insultos xenófobos. Éric Cantona pronunció esa frase lenta y de manera enigmática. Riéndose de todos. Levantándose y yéndose, como el jubilado que lanza una sentencia lapidaria justo antes de darle un palmetazo a la barra del bar.

Pero, ¿qué gaviotas ni qué sardinas? Aquello no tenía ningún puto sentido. Solo estaba siguiendo la corriente a la actitud que veía en las entrevistas de otros con la prensa musical. Le aplicaba a periodistas deportivos y tabloides engordados por la hipocresía moralista de quince años de tories esa medicina. La que usaban en declaraciones todos esos chavales que parecían haberse conjurado para sacar buenos discos aquellos días: Second Coming, Definitely Maybe, Parklife. Toda esa gente que era capaz de hacer vibrar a otros durante hora y media sin saber luego explicar la magia. “¿Es que no cabe una arrogante estrella de rock más en esta ciudad?”.

“¡Insultos por francés!”, se respondía mientras pensaba en el origen de todo, la provocación de aquel aficionado. A él, como si fuera él fuera De Gaulle. De locos

“¡Insultos por francés!”, se respondía mientras pensaba en el origen de todo, la provocación de aquel aficionado. A él, como si fuera él fuera De Gaulle. De locos. “Pero si metieron a mi abuelo Pere y mi abuela Francesca en aquel campo de concentración de Argelès. Cruzaron a pie los Pirineos para encontrarse con la sorpresa de que en aquella modélica democracia liberal francesa el lugar de los refugiados antifascistas de la República española estaba en un cárceles improvisadas con tanta hambre como incertidumbre, lo más lejos posible de París. No me conocen”. Que se queden con el brazalete de capitán también.

Le quedaba solo paciencia. Y eso es lo que hizo durante meses y meses y casi un año, de enero a octubre de aquel 95. Volvió, ganó la liga y fue el máximo goleador. En la segunda lo mismo, solo superado por Solskjaer. Al acabarla, con solo 30 años, dijo que se retiraba. No estaba harto.

Más bien vacío, aburrido. ¿Se podía mantener la misma motivación para mantenerse que para llegar? Sentía que no, que él al menos había fallado en eso. Que iba ya por el quinto o sexto disco y era imposible cambiar de estilo cuando solo has practicado el que te nace.

No había jugado nunca un Mundial, tras no clasificarse Francia en el 90 ni en el 94. Y solo una Eurocopa, la del fiasco del 92. A la del 96 el nuevo seleccionador, Aimé Jacquet, ya no le llevó. Estaba probando con otros jugadores más jóvenes, como Zidane o Dugarry sin que él mismo o Ginola fueran ya arroz pegado. Además, estaba saliéndose en el United. Si Jacquet no le llevaba, era por castigarle y por mantener una imagen de falsa personalidad ante la federación y la prensa francesa.

Estaba tan enfadado aquella noche de primeros de agosto del 97 que la tele no le dejó oír el timbre. Tan alta como para no tener que escuchar sus propios pensamientos. “¿Qué te pasa? Parece que hay una guerra ahí dentro”, le dijo el visitante nada más abrirle. Era Alex Ferguson, su entrenador. Más bien su ex ya. Le ofreció algo de cena, queso, como si a las nueve de la noche ese escocés frugal no llevase ya dos horas cenado. “Éric, no he venido a dorarte la píldora”, le soltó con una de esas expresiones que le costaba entender la primera vez que las oía en inglés. “Éric, te estás equivocando”.

Lo que faltaba. Le había abierto la puerta a más demonios de los que ya tenía en casa. Esos que le hacían sentir inseguro cada vez que tomaba una decisión fuera del campo. Haber seguido jugando habría significado, en el fondo, postergar el momento en que tendría que afrontar que la vida se juega durante más tiempo fuera del puto césped que sobre él. “Éric, no te equivoques”, le dijo esta vez Ferguson. Cantona giró la cabeza hacia el hombre como acto reflejo. Ahora ya no sonaba a consejo, sino a orden. Lo que faltaba, quiso echarle en cara, pero solo acertó a preguntar qué equivocación era esa que había hecho que el recto hijo de un chapista de Glasgow hubiese dejado en casa a su esposa, treinta años casados, viendo Coronation Street por ir a ver a un tonto.

“Yo aprendí en casa a trabajar duro y a ser sobrio, aportar a los laboristas y al sindicato de manera discreta, ir a algún mitin y darles algo de dinero gracias a mi posición. Pero tú eres diferente, Éric. Tú no puedes callarte, no sabes”, le respondió Alex Ferguson

“Tus compañeros no son tus enemigos”, respondió Ferguson. “Ni siquiera tus rivales en el campo lo son. Pero ¿sabes quién lo es mucho menos? Tú mismo. Yo también jugué, ¿sabes? Esto no lo has inventado tú. Y estás frustrado porque nos preparan para ser solo futbolistas. Yo aprendí en casa a trabajar duro y a ser sobrio, aportar a los laboristas y al sindicato de manera discreta, ir a algún mitin y darles algo de dinero gracias a mi posición. Pero tú eres diferente, Éric. Tú no puedes callarte, no sabes. Aprende a aceptar eso en primer lugar. Y no me hagas tener que explicarte lo que quiere decir la gente cuando grita el puto ‘Uh, ah, Cantona’”.

“Significa solo que sois un país acostumbrado a rimar idioteces”, fue su única defensa. Sonaba impostada, estaba ya totalmente girado hacia Ferguson. “Significa que eres el favorito de esta gente —le espetó este—. Llevo diez años aquí y nunca les he visto cantarle a alguien así. En otros premian el esfuerzo corriendo por un balón perdido, o que sean de la ciudad, pero tú no necesitas nada de eso para enamorarles. No solo aprecian lo que haces, te quieren a ti, ¿lo entiendes? Lo que ellos no comprenden es por qué les regateas ahora ese amor. Me lo dice Cathy cada día en casa, mis hijos y todos sus amigos, y llevo dos meses sin poder tomarme una puta pinta sin que me pregunten por ti. Créeme que esta no es una ciudad a la que sea fácil romperle el corazón”.

Cantona miró hacia abajo. “Pónselo difícil a Jacquet. Pásale a él la presión, las miradas de los demás. Sé lo que es eso desde un banquillo. Hazle imposible no convocarte para el Mundial”, y la última frase de Ferguson sonó a la vez que se apoyaba en una de las rodillas del exfutbolista para levantarse y marcharse.

Dos semanas después, a finales de agosto, con la liga ya empezada, sonó el teléfono en el despacho de Ferguson en The Cliff, el viejo campo de entrenamiento del United en uso desde antes de que la Luftwaffe bombardease la ciudad. “Míster, quiero volver”. “Hazlo. Pero no te aseguro que juegues”. Esa fue la conversación. Ferguson no iba de farol. Cantona no fue titular hasta octubre, en la jornada diez. Fue el jugador del mes de la Premier en diciembre, marzo y abril. Marcó 15 goles y dio 13 asistencias. No le expulsaron ninguna vez. En el campo fue retrasando su posición para adelantarla fuera.

Siempre con los micrófonos buscándole, dedicó sus goles en el Boxing Day a las víctimas de la masacre de Acteal, en Chiapas. Aplaudió las 35 horas laborales aprobadas por el Gobierno francés. Criticó el nombramiento de senador vitalicio a Pinochet. Rindió tributo público, en medio de la conmoción, a Justin Fashanu. Celebró el Acuerdo de Viernes Santo logrado en Belfast a pesar de las consecuencias que podría traerle pronunciarse sobre un hecho tan delicado. Se tomó como un reto personal —y también una responsabilidad ante los fans— saber comunicar bien. “Es la hora de la paz”, dijo serio pero sereno. Una semana antes de que el seleccionador Jacquet haga saber la lista de jugadores para Francia 98, Cantona aparece en Cannes acompañando a Ken Loach en la presentación de su película Mi nombre es Joe. Los periodistas le preguntan si cree que irá convocado al Mundial. Dice la verdad, que piensa que hay otros compañeros que lo han hecho mejor que él ese año, y pone como ejemplo hasta seis nombres.

Jacquet le lleva. Y desde que en el primer partido, en su ciudad, en Marsella, sale en la segunda parte y abre la lata, Cantona se hace con un sitio. Por delante de Zidane y Djorkaeff y acompañando a Henry o Petit, es pieza clave en que Francia gane el Mundial en casa. El país prácticamente entero sale a la calle y él, avanzando en el autobús descubierto hacia por los Campos Elíseos, no puede creer el enorme “Merci, Éric” de luces de colores proyectado en el Arco del Triunfo. Llega el momento de hablarle a la gente y sus compañeros tratan de hacerle llegar el micrófono entre las caras de tensión de algunos gerifaltes de la federación. Coge el micro, mira el mar de cabezas, cierra los ojos y deja que las palabras salgan solas: “Es solo fútbol, jugáis a algo parecido cada día. Solo teníamos que defender nuestra portería, abajo, con vuestra dignidad diaria y correr hacia arriba sabiendo que el gol de uno de nosotros no servía para nada si el equipo perdía. Esto es para todos y todas las que tenéis que madrugar mañana lunes pero no vais a dormir”.

Este es un texto de ficción a partir de hechos reales de la vida y profesión de Éric Cantona, que esta semana ha cumplido 55 años.

 


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El fútbol que no volverá fue bonito y también una excusa. Un sumidero. Del gallinero al fondo sur. De las pintadas a las palizas.
#91126
27/5/2021 18:56

El que atacó a Eric Cantoná era un sujeto de una ideología similar a la de Vox que acababa de salir de la cárcel por robo y agresiones.

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#91079
27/5/2021 8:02

Genial leer tus textos. Diré soy gran fan de ese hombre. Además, esto sí es hablar del balompié. Agradecida.
Bea

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