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Fútbol a este lado
Pudor
Se lo leo al ensayista Iván de la Nuez. “El hecho de que se aliente y premie el acto de hablar y escribir sobre el dolor no debería convertir en despreciable a quien lo lleva en un bolsillo sin decir ni mu”. Las palabras del crítico de arte me llevan a Neymar, Busquets, Robben o Futre. Al debatible arte de rodar y rodar con un ojo abierto. Ellos no escriben, hablar hablan poco. Sin embargo, como cuando se usan esos dos verbos, también lo que hacen, la croqueta tuerta, lo hacen por algo. Ese rebozado y lamento, esa protesta, también están comunicando. Árbitro, la concha de la lora, es penalti, todo el mundo lo ha visto.
Eso. Encima jugando con el miedo ajeno a quedar de tonto. Uno de los mayores terrores humanos desde que alguien —alguien con poder, se entiende, es decir alguien con un razonable pánico a una sociedad solidaria— fijase en el imaginario común que lo que renta es ser cínico y desconfiado, pecar por exceso, reventar antes de que sobre, el engaño preventivo, coger algo para que no se lo lleve el de atrás. Cuidado si una persona dice sentirse tonta. Si la aprecias, hazla desistir de calzarse ese traje. Nunca se suele ir a ningún buen sitio vestido así.
Teatreros los ha habido siempre. Algunos bastante fuleros. Para la historia quedan casos creativos como el del Cóndor Rojas, portero chileno. Se cortó la cara con una cuchilla simulando que le había alcanzado una bengala desde la grada. O su compatriota Bryan Carrasco, que cogió la mano de un rival y con ella se arreó a sí mismo un guantazo. Pero eso son trampas, y es cierto que no todos los aspavientos de los que hablamos nacen de una mentira. Muchas llamadas de atención nacen de daños reales, claro. Del hartazgo y la rabia. De una sana sensibilidad ante la injusticia pero también de una triste desconfianza en aquella que ha de actuar de oficio y de siglos de digestión de refranes como que quien no llora no mama.
El problema es que no hay un acceso igualitario a la economía de la atención. En tiempo de exhibicionismo rentable —y rentable es la palabra clave— se habla de sobreestímulo y adicción, por ejemplo digitales, pero menos del pudor. Se tiene poco en cuenta la poca expresividad verbal o corporal que el carácter de uno pueda arrastrar desde pequeño. Somos mediterráneos pero aquí no todo el mundo te pone la mano en el hombro o bracea como aparcando aviones cuando explica algo. Confiar en los hechos sin más es ponerle una vela a un santo. Pero un penalti es penalti aunque no des tres vueltas de campana.
Se hace fuerte el miedo a no reconocerte participando en la competición que premia al que más grita, el que revienta precios y horarios, el que más insiste con lo suyo. El temor a cansar
No hay límite de penaltis en un partido. Pueden pitarse los que sean. Fuera del estadio, en la atolondrada realidad, la atención de la gente sí es un poco más finita. Si el futbolista pone a prueba su propia fama —que viene el lobo—, los demás tensamos el hastío del receptor. Porque hay un pudor no elegido, decíamos antes: un corte casi biológico, el bloqueo físico, los coloretes. Pero también otro, a veces complementario a ese, que es fruto de un rechazo a montar más ruido del que ya hay en el zoco. Se hace fuerte el miedo a no reconocerte participando en la competición que premia al que más grita, el que revienta precios y horarios, el que más insiste con lo suyo. El temor a cansar. Toma entonces cuerpo el desasosiego que supone estar obligados a hacernos valer constantemente.