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Fútbol a este lado
Pasta, ansia y Marx: una previa del Italia-Inglaterra
Los fascistas intentaron abolir la pasta. El Manifiesto de la Cocina Futurista lanzado en 1930 por el líder de ese movimiento protegido por la dictadura, Filippo Tommaso Marinetti, llamó a la erradicación de lo que llamaba “absurda religión gastronómica italiana”. Enmarañado tras una serie de extravagantes argumentos, emergía el más claro de ellos: era “demasiado pesada y voluminosa para la velocidad y el dinamismo de la vida moderna”, tal y como recuerda el historiador John Dickie en su obra Delizia! La historia épica de la comida italiana (Debate, 2014). Spaghetti, rigatoni, bucatini, tagliatelle y un largo etcétera eran capaces hasta de refrenar el empuje de los vivaces napolitanos. Su ingesta los convertía en seres escépticos, irónicos, sentimentales. En carne muerta para la maquinaria de guerra fascista. La pasta, su preparación, consumo compartido en la mesa y digestión, en definitiva, instaban a la concordia.
En realidad, algunas de las razones de este volantazo, más o menos serio, más o menos boutade, tenían un carácter más terrenal. Siempre hay miseria bajo la carcasa épica del fascismo. El régimen pensaba que podría dejar de importar tanto trigo extranjero y que, a su vez, el arroz nacional, en paralelo promocionado, tomaría el lugar de la pasta. Otra es que a Mussolini no le gustaba comer. Que nadie se lo imagine estirando la mozzarella de una pizza con los ojos en blanco. De nuevo, Dickie recoge su dieta: solo leche para desayunar, bistec, pescado hervido o tortilla de verdura a mediodía, leche y fruta para cenar y a la cama, que viene Casimiro. Había pocas fotos suyas sentado, menos aún comiendo. El historiador afirma que tenía malos modales en la mesa, que no le gustaba masticar en compañía. Y baraja la hipótesis de que toda esa incomodidad tenía que ver con una úlcera gastroduodenal que roía, además de su propio cuerpo, su imagen ante el pueblo italiano: “El Duce, supuestamente una dinamo musculosa, a menudo no se encontraba bien”.
Pero mucho más importante que la salud de Mussolini era que los italianos e italianas no podían elegir su alimentación. Básicamente, porque el terror fascista hizo rugir sus estómagos: en veinte años, y con respecto a los datos de 1921 (un año antes de la Marcha sobre Roma), la disponibilidad de calorías y macronutrientes por habitante había incluso disminuido y la tasa de desnutrición se había duplicado. Quizá no sorprende que el día en que arrestaron a Mussolini, la familia Cervi hizo 380 kilos de pasta con mantequilla y parmesano para invitar a celebrarlo a todo su pueblo de la provincia de Reggio Emilia. Hoy, 78 años después, algunas localidades siguen celebrando cada 25 de julio las llamadas pastasciuttate antifascistas.
Convirtiendo en ideología las condiciones materiales, se entiende que los ingleses fueran pintados por el régimen fascista como el despreciable “pueblo de las cinco comidas diarias”
Convirtiendo en ideología las condiciones materiales, se entiende que los ingleses fueran pintados por el régimen fascista como el despreciable “pueblo de las cinco comidas diarias”. Que la emisora clandestina de referencia para la población civil y demócrata italiana durante la guerra fuese Radio Londra —la BBC emitiendo en italiano— no ayudaría a mejorar la imagen de aquella isla para los camisas negras. Pero si para estos comer era poco menos que perder el tiempo, es gracioso imaginarlos satisfechos con la manera en que acabaron haciéndolo los ingleses con el paso de los años. Tienta suponer que sorber leche sucia de un envase de cartón de la franquicia Costa en el metro de Londres habría sido el paraíso para Marinetti. Y que seguiría haciéndose cruces ante la pausa para un caffè ristretto en la barra, que sigue siendo una pequeña resistencia italiana, mediterránea casi, al productivismo. Una tradición que intentó cruzar el Canal de La Mancha. Pues lo que tampoco vieron muchos fascistas es cómo después de perder de la guerra, llegaron las máquinas de café Gaggia a surtir los locales donde trabajaba la emigración italiana en Reino Unido. Durante los años 60, algunos que pudieron ahorrar algo se lanzaron a emprender montando su propia trattoria o pizzeria.
En esa década llegó allí, por ejemplo, la salernitana que años después nombró al escritor Alberto Prunetti pizzaiolo de su restaurante en Bristol. 150 comensales diarios en dos turnos, comida y cena, entre un mar de harina y la bocanada del horno, en una de las historias que el toscano cuenta en estado de gracia en 108 metros (Hoja de Lata, 2021). Allí explica, también, el origen de la confusión anglo entre la salsa boloñesa y el ragú napolitano. Todo en negro, por debajo del salario mínimo de seis libras la hora, en una especie de embajada proletaria de su país en el extranjero, donde Prunetti seguía bajo las leyes de la palabra de honor de su ventajista jefa. Desconfiada, eso sí, de los ingleses troublemakers, que según ella eran todos una panda de hooligans indeseables que en Italia estarían todos presos. Hoy en alguna pizzería como esta (esperemos que en mejores condiciones laborales), y en muchos otros pubs británicos y de Europa y de nuestro país y del mundo se verá la final de la Eurocopa. Y qué final.
Una final bonita
Italia-Inglaterra en Wembley. Bonito. Una bella, nice final para un torneo que solo ha dejado tres malos sabores de boca: el incidente de salud del danés Eriksen en la primera jornada, la lesión de Spinazzola y el falso penalti que ha dado el pase a los ingleses en semifinales.
Muchos comentaristas ya no se atreven a perpetuar el lugar común de que Italia es una selección fea de ver, destacando un oficio de machacas que resta valor a sus fundamentos técnicos y tácticos
La selección italiana llega un poco de más a menos en su particular correría de noches mágicas de Italia 90 pero versión 2021. Mancini —jefe de un cuerpo técnico de viejos cromos, Evani, Vialli, Salsano, Oriali, que hoy podrían ser protagonistas de una película de Sorrentino— ha imprimido amor propio a un equipo destrozado tras quedar fuera del último Mundial. Muchos comentaristas ya no se atreven a perpetuar el lugar común de que Italia es una selección fea de ver, destacando un oficio de machacas que resta valor a sus fundamentos técnicos y tácticos demostrables solo peinando un poco la Historia de este deporte. Esa fama etnicista de pillos le va a costar de sacar de encima. Lo vimos con el malentendido de Chiellini y Jordi Alba. O más bien del segundo, que no interpretó el resultado del sorteo, mientras que el primero destensó la situación con cercanía e incluso cariño.
Puede que Jorginho y Chiesa estén siendo sus figuras más llamativas. Pero es una Italia sin estrellas, a la que no le pega mal este bien tirado cooperativa del gol con el que la llama la revista Undici: cinco jugadores con dos tantos. Verratti y Barella jugarán un papel clave y la nazionale seguramente tendrá más el balón que Inglaterra, pero está por ver que eso suponga más ocasiones de marcar. Se morderán las uñas 6.000 tifosi en las gradas, más mil a los que las autoridades han dado luz verde a viajar desde su país a Londres expresamente para entrar en Wembley. En todo Reino Unido hay censados, según datos del gobierno de Roma, 461.275 italianos. La alcaldesa de la “ciudad eterna”, Virginia Raggi, ha pedido abrir el Stadio Olimpico para que 16.000 personas puedan seguirlo en pantalla gigante. El ya tradicional espacio entre título de los azzurri —Euro 68, Mundiales 82 y 2006— no hace sino acrecentar la ilusión, también el ansia, ante esta nueva oportunidad.
Enfrente, en casa, Inglaterra. No sabemos si el domingo, durante el día, sus jugadores van a homenajear a nuestro historiador John Dickie, que volvemos a citar: “Para embutir toda una comida en diez minutos, los británicos inventaron el almuerzo dominical; para anular sus diferentes sabores, la salsa de carne”.
Pero lo importante es que, dicho muy en corto, si en Italia hay ansia, la frase que ronda las cabezas de la isla es un grito disfrazado de pregunta. “Si no es ahora, ¡¿cuándo?!”. La selección de los three lions lleva 55 años, desde su propio Mundial ganado en Wembley, sin jugar una final. Una colección de reveses traumáticos: Maradona en México, las lágrimas de Gascoigne y los penaltis Waddle y Pearce en Turín, los fallos de Southgate (hoy seleccionador) y Beckham en el 96 y 2004, el gol injustamente anulado a Lampard en Sudáfrica, el de Mandzukic que les dejó a un paso de la final del último Mundial. Ha dado igual que en semifinales sacaran partido de un decisión arbitral que podría estar en una hipotética sección “expolio” de sus museos, copiosa de por sí.
Los ingleses parecen hartos de autocompadecerse. Lo fiarán al muro en torno a Pickford y su puerta casi en blanco, la fiabilidad de Maguire, la verticalidad de Sterlling y los picotazos de Kane
Los ingleses, maestros del self-deprecation también en el fútbol (el himno “Football’s coming home” es una letanía de irónico fatalismo y el anuncio de Pizza Hut juntando a los tres antihéroes de los once metros es historia publicitaria), parecen hartos de autocompadecerse. Lo fiarán al muro en torno a Pickford y su puerta casi en blanco —un gol en seis partidos—, la fiabilidad de Maguire, la verticalidad de Sterling y los picotazos de Kane. En la sombra, en la banda y en traje, estará Southgate, un admirado carisma tranquilo estos días en el país. “El nivel de los líderes de este país en los dos últimos años ha sido pobre. Ese hombre [en referencia al seleccionador] es todo lo que un líder debería ser: respetuoso, humilde, alguien que dice la verdad, genuino”, dijo en antena el comentarista y exjugador Gary Neville. El grupo de pop Atomic Kitten pone este verano la canción que más se canta en pubs y Wembley (junto a “Sweet Caroline” de Neil Diamond): una versión de su éxito de hace 20 años “Whole again” adaptado como “Southgate, you’re the one”.
Boris Johnson, que apareció en el palco con una réplica de camiseta de juego con corbata debajo y actitud que remitía a poca familiaridad con este deporte, no ha sido el único objeto de críticas entre algunos sectores. Lee Anderson, diputado conservador, anunció que no vería los partidos de la selección por su decisión de arrodillarse antes de cada partido en protesta antirracista conectada al movimiento Black Lives Matter. Algunos aficionados se preguntan con sorna si Anderson, en vista del éxito del equipo nacional, continúa con su boicot. La ministra de Interior Priti Patel fue un poco más allá y aplaudió que algunos fans abucheasen el gesto. El ultraderechista Nigel Farage lleva tiempo insistiendo en su repudio a cualquier atisbo de que “las vidas de las personas negras importan”. El movimiento, ha dicho, le parece “marxista”.
Southgate ha sido firme en defender el posicionamiento de sus chicos antes de cada partido. Justo antes de empezar el torneo, escribió un texto (“Dear England”) en el que afirma que los racistas están en el lado perdedor de la vida. Cada partido que gana parece haberle dado incluso alguna razón extra. El exgoleador y comentarista Gary Lineker ha dicho que “si abucheas al equipo por arrodillarse, eres parte de la razón por la que lo hacen”. Y se ha defendido con gracia de quienes le acusaban, en la línea de Farage, de “marxista”. De hecho, la tortilla de esta especie de guerra cultural se ha girado. Parece que, en caso de que la omelette salga sabrosa, el nacionalismo excluyente asociado al Brexit no va a probar demasiado bocado. Gracias a su avance en la competición, la “selección marxista” se ha convertido en cierto meme positivo para algunos aficionados ingleses. Deben de andar pensando que, si esto es el marxismo, ni tan mal.