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Fútbol a este lado
La linterna de Solnit
Anne se queda impactada. Reacciona como apenas lo había podido hacer en meses, hundida, desde que perdió a su hijo Kevin, fan del Liverpool de 15 años, en Hillsborough, el mayor desastre del fútbol en el país que lo creó. La espolea una foto. Cuatro aficionados llevan a un herido en una camilla improvisada. Es una valla publicitaria arrancada de su sitio. La persona transportada es Kevin. No solo significa que estaba vivo minutos después de la versión oficial de su muerte. Aquella imagen inmediatamente posterior a la catástrofe, recordada en la serie Anne —de ITV y próximo estreno en Filmin con el título de Justicia—, también probaba otra cosa. Al contrario de lo que policía, gobierno y algunos medios sensacionalistas se habían esforzado en esparcir, ni la culpa de las 97 vidas perdidas (la última en julio de 2021) fue de los aficionados ni mucho menos estos entorpecieron las labores de auxilio sanitario. Hillsborough, al contrario, fue otro ejemplo de cómo en las peores situaciones el ser humano desarrolla una empatía con el prójimo que a veces subestimamos.
El periódico The Sun, que llegó a tener que pedir perdón por sus mentiras, está baneado en su acceso a los jugadores red, en Anfield Road y prácticamente proscrito en todo Liverpool. Incluso los seguidores del Everton se solidarizan con sus rivales. Y medio planeta sabe, con la piel de gallina, a quién se le canta que nunca caminará solo en “You’ll never walk alone”.
A sucesos como el de Hillsborough se les llama desastres. Palabra actual, aplicable a pandemias, erupciones, inundaciones, incluso a bombardeos, masacres y guerras con responsables más identificables y menos o nada sujetas a una supuesta inevitabilidad de los acontecimientos. Es interesante la etimología del desastre.
El prefijo dis- previo a astro se refiere a la separación de las estrellas. La astrología antigua, y con ella cierto sentir popular, interpretaba esa disgregación de cuerpos celestes como anuncio de desgracias. Al parecer, fenómenos como eclipses, cometas o supernovas tenían la misma capacidad para augurar calamidades. Un origen que parece empeñado en rimar con el repunte colectivo de la necesidad de explicaciones, por mágicas que sean, al sinsentido de la actualidad. De previsiones cuando todo dura nada. Dicen que la astrología rebrota en cierta juventud, que hay quien ha abrazado pensar que influye más en tu día tu ascendente zodiacal que la factura de la luz y tu agenda de contactos. Sería un comprensible refugio en tiempos de zoco mediático que obliga —para comer o ya directamente por un ego insaciable— a cada cual a vender su burra y en los que nuestra atención está más codiciada de lo que lo está nuestro piso por los okupas, que esto último no les gusta decirlo en los programas matutinos. La cerradura del coco y no la del portal es la que está forzadísima, oiga.
Cada vez es más común encontrarnos con personas absolutamente sensatas, sensibles y con espíritu crítico haciendo dieta de información. Ojos que no ven, corazón que no siente
Cada vez es más común encontrarnos con personas absolutamente sensatas, sensibles y con espíritu crítico haciendo dieta de información. Ojos que no ven, corazón que no siente. Es uno de los efectos más nocivos de esta ferocidad de época. Forzar a la anestesia a personas válidas y valiosas. Poco nos pasa, dicen otros, tenemos lo que nos merecemos, somos incorregibles, somos el virus. Somos un desastre, aseguran con labios lapidarios.
“Menos mal que íbamos a salir mejores”, sonríen también esos. Alguno suelta una risa. Se sienten ganadores de la paradójica apuesta de irnos todos al tacho. No sé en qué administración de un mundo arrasado van a ir a cobrar el premio. Es un caso serio de memoria selectiva. Se han cumplido dos años del estado de alarma y del confinamiento que significaron la puesta en marcha de grupos de apoyo mutuo en multitud de lugares. Vecinas organizadas contactaron con otras, especialmente las más solas, vulnerables y asustadas, para interesarse por ellas, traerles la compra o las medicinas sin que tuvieran que exponerse a salir a la calle. Los ojos de quien escribe vieron al pequeño comercio de barrio fiar. La televisión, única ventana al exterior para muchos —supimos que en este país una de cada cuatro personas vive sola, la mayoría mujeres de más de 65 años—, expandía miedo contando la muerte como en un carrusel deportivo, pero la realidad humana que no estaba aprisionada por los números de las audiencias, de la producción, era mejor que eso. Nos costaba concentrarnos. Cómo era posible que no pudiéramos leer esa novela que nos estaba gustando tanto, cómo es posible ahora no pensar en una guerra, también. Nos preocupamos por algo que va más allá de nuestras paredes, deberes laborales y de nuestro mundo en definitiva. Lo colectivo se impone a lo individual. Nos cuidamos, entonces y ahora, muy en gran parte para cuidar. Preguntamos de verdad qué tal. Dejamos de fingir que estábamos bien o todo lo bien que debemos demostrar que estamos. Nos motiva encontrarnos bien para disfrutar de los demás. Valoramos un bienestar que este sistema nunca nos podrá vender. Yo, si fuera él, estaría celoso.
Rebecca Solnit dice que la esperanza puede cohabitar con el dolor y las dificultades, con la tristeza de las profundidades y la furia que arde en la superficie
Rebecca Solnit dice que la esperanza puede cohabitar con el dolor y las dificultades, con la tristeza de las profundidades y la furia que arde en la superficie. Que, como criaturas complejas, somos capaces de diferenciar la esperanza del optimismo que afirma que todo irá bien pase lo que pase. Y que “solo vemos hasta donde llega la limitada luz de nuestra linterna, pero con ella podemos cruzar la noche entera”. Ya pasó el tiempo de La Oreja de Van Gogh o El Sueño de Morfeo, no más locura ni quietud, el grupo que necesitamos corear a voz en grito ahora mismo es La Linterna de Solnit.