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Fútbol a este lado
Fantasmas
Uno de los cepos de la nostalgia es creer que a nadie le va a ir bien, que a nadie le está yendo muy bien ya. Hay que ser de tobillo insensible para meter el pie ahí y no sentir en la piel el bocado de los dientes oxidados de una trampa parecida a la de la palabra “generacional”. “Lo tenían mejor”, “lo tenéis peor”: tablas rasas que acaban con toda diferencia social, todo condicionante material en el tratamiento de las biografías. Como si fuera tan extraño que dos chicos de los jesuitas y una chica de las teresianas se conocieran en una fiesta en el Paseo de La Habana, formasen un grupo y con apenas veinte años ya tuvieran resaca de champán. “Hoy no me puedo levantar” se publicaba el mismo año, apenas meses después, en que Tejero ordenaba petrificar el tiempo. Lo hizo, como escribió Javier Pérez Andújar, a la manera en que se canta una rumba, cambiando el orden de las palabras para decir lo mismo: “todo el mundo quieto / quieto todo el mundo”. No faltaba tanto para que Alfonso Guerra dijera que quien se mueva no sale en la foto.
Ocho singles anuales, 73 partidos por temporada como Pedri en esta. Triunfadores cotizando a la baja, un mensaje de advertencia para quien trabaja sin contrato o con el salario mínimo, acosado por las cuentas por un flanco y por el miedo por el otro
En el fútbol, aquellos años 80 fueron todavía tiempo de exhibición de contrastes. Las sonrisas seguían cumpliendo ciertas previsiones. La de Butragueño en su tránsito de los escolapios a yerno nacional, la de los holandeses de Berlusconi. Del otro lado, Maradona empeñado en vivir cada día como doble agente del cielo y del infierno. De los excesos se pasó a la economía del gesto en los 90, héroes de píxel y spot como Baggio, Zidane o Ronaldo. Los jugadores siguieron el camino marcado por las estrellas del pop. Como estas, ya no podían grabar un disco por cada tres años que pasaban gozándola en su mansión, ahora tenían que trabajar más. Ocho singles anuales, 73 partidos por temporada como Pedri en esta. Triunfadores cotizando a la baja, un mensaje de advertencia para quien trabaja sin contrato o con el salario mínimo, acosado por las cuentas por un flanco y por el miedo por el otro. Porque hay una diferencia, recordemos, entre quien en teoría no tiene nada que perder y quien en la práctica nunca pierde nada.
Es cierto que la cara de Pedri recuerda a la de un becario cuando el jefe no mira. Que tiene 20 años que, a veces, parecen 40 y que apenas sonríe, pero las megaestrellas contemporáneas sí lo hacen. Haaland y Mbappé podrían tener su propia serie de dibujos en Disney+. Son el alumno que si se salta clases es para estudiar, el trabajador agradecido a la sobrecarga porque la alternativa es la nada. Sus sonrisas, solo rotas por gestos de esfuerzo y celebraciones calculadas, parecen despegarles de una realidad social mayoritaria cada vez más quebrada. Pero, ¿tendría sentido añorar un tiempo de épica cortada a medida y que no volverá? O más bien, ¿cómo de útil es ese y cualquier refugio si, como dice Marina Garcés, la clave son los retornos, si huir es más fácil que volver sin claudicar?
Echar la vista atrás para quedarse allí un rato es humano. Cómo no va a serlo el simulacro de revivir esos momentos en los que parece que todo está hecho por primera vez para ti. El riesgo es autoengañarnos. Obviar que algunos fichajes en los cromos de la Liga estaban coloreados, que algunas imágenes de la mitificada colección Monstruos estaban fusilados de viejos cómics o que los ejecutivos de la serie Twin Peaks nos engañaron con el cartel de que allí vivían 51.201 personas porque sospecharon que el original 5.120 le parecería a los espectadores una propuesta aburrida. No se juega al fútbol peor ahora que antes, lo que tenemos es menos tiempo para seguirlo a causa del trabajo asalariado. Si no completamos la nostalgia con las condiciones materiales, nos podemos encontrar en algo tan absurdo como no reconocer que aquello que echamos de menos es a nosotros mismos. Es estéril hacer de tu biografía un posicionamiento político.
Asumir que las cosas siempre irán a peor y frenarnos en seco es darle un balón de oxígeno a los militantes de la catástrofe, que no están censados pero que cada mañana, hoy mismo lo han hecho, se levantan y desayunan
Podría añorar el fútbol de mi niñez fingiendo que no era el mismo con el que Mark Fisher, seguidor del Nottingham Forest, coincidió en las gradas de Hillsborough aquella fatídica tarde. Este verano ha muerto la víctima número 97 de aquella masacre. Fisher dejó inacabado un proyecto de libro sobre la cultura futbolística británica, pero de aquel episodio escribió que las causas de lo atroz son tan sistémicas que ya nadie puede ser señalado como responsable. Asumir que las cosas siempre irán a peor y frenarnos en seco es darle un balón de oxígeno a los militantes de la catástrofe, que no están censados pero que cada mañana, hoy mismo lo han hecho, se levantan y desayunan. Hacen tanto ruido de cubiertos pesados que han tenido que aparecer los fantasmas del pasado, incrédulos ante esta tortícolis melancólica nuestra, a despertarnos. A pedirnos que pongamos atención al presente, que a ellos les dejemos descansar tranquilos y recordemos que, si no sabemos dónde están nuestras armas, es buena señal. Eso es que nunca las entregamos.