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Fútbol a este lado
Héroes del yo
En el tren. Un chaval de veintipocos manda un audio. “Qué pasa, Arnau. Oye, te cuento”. Borra. “Hey, qué pasa, Arnau. Qué tal estás”. Pero no le convence. Vuelve a probar otra vez. “Hey, hola, Arnau, cómo estás, cuéntame”. Ese sí lo manda. Uno, que tiene los oídos sorprendentemente bien después de décadas de conciertos de música ratonera, escucha con la culpa chismosa atenuada por la vecindad de los asientos. Y no puede evitar pensar que acaba de asistir a una construcción banal pero eficaz de uno de esos sutiles cuidados comunicativos a tiempo real. De dentro hacia fuera, del yo al tú. Sabemos que en este mundo hay dos clases de personas: las que dicen “no sé si me entiendes” y las que prefieren un “no sé si me explico”.
No veo a este chico con la hechura de algunos futbolistas de élite. Cogiendo el cesto de las chufas si algo no le sale. Tirándola a Cuenca y regañando al césped. Picándose absurdamente con un rival, saliéndose mentalmente del partido y, llegado el caso, dejando a su equipo con uno menos. Anteponiendo su ego dolido al interés colectivo. El típico al que si el entrenador no saca es que le tiene manía. Al que si le pone es porque se lo ha ganado él solito contra todos los elementos. El que aparta a los compañeros para celebrar un gol señalándose su propio nombre. Pensemos en lo absurdo que sería que alguien se ponga un like a sí mismo. Un héroe del yo.
Pero no miremos solo al campo. De eso sabemos también los aficionados. Viendo el paisaje que dibujamos a veces en la conversación pública, cuesta defendernos. Pasó en vísperas del pasado Mundial de Qatar, cuando el debate sobre si ver o no los partidos evidenció que, sin una cultura colectiva —suele importar más el propio equipo que el deporte—, la única opción que queda frente a la ignominia es elegir qué tipo de rol pasivo jugar. Hubo voces de quien parecía molestarse más por el recordatorio de la corrupción a la hora de elegir sede, los trabajadores muertos en la construcción de los estadios o la situación de los Derechos Humanos en el país anfitrión que por esos mismos hechos. Pero una cosa está clara: no hay mayor aguafiestas que aquel que decide montar un sarao en un submarino podrido y roto.
Llegó Qatar y nos pusimos en el centro. Cómo quedarnos sin ver algo que sucede solo cada cuatro años. “Es que nos gusta mucho el fútbol”, argumentamos
Llegó Qatar y nos pusimos en el centro. Cómo quedarnos sin ver algo que sucede solo cada cuatro años. “Es que nos gusta mucho el fútbol”, argumentamos. Sin darnos cuenta, quizá, de que ahí estaba la clave. Somos Rosemary en La semilla del diablo horrorizándonos primero con los ojos de la criatura y después tomándola en brazos. ¿Un monstruo? Nuestro monstruo. Porque nos ponemos en el centro para lo bueno pero nos quitamos de en medio en cuanto se piden responsabilidades. Deberíamos preguntarnos quién, por qué y a qué lugar incómodo, a qué precipicio han llevado al fútbol sus secuestradores. Problematizar colectivamente la violencia que supone tener que amar así. Y también despojarnos de todo victimismo narcisista porque el fútbol como industria usa de escudo humano una manifestación cultural hegemónica, el juego más popular del planeta, sin apenas oposición de los propios amantes de este.
Precisamente porque nos gusta —y eso es difícil de cambiar—, debería dolernos dónde está este deporte. Cómo nos obliga a comulgar con ruedas de molino. A hacer de tripas corazón. Lo fácil y placentero que es dejarnos mecer por la inercia, lo goloso que es desenchufar de la realidad durante hora y media, con lo caro que está eso hoy en día. Y sin embargo, en cuanto se apagan las luces de los focos, vuelve a crecer el musgo de la duda. ¿Cómo sigue su capacidad de emocionar, lo hace cada vez menos? ¿La condición es que olvidemos agravios y fealdades que ya se amontonan? ¿Necesita que pongamos demasiado de nuestra parte? ¿Seguiremos cantando, con Rocío Márquez y Bronquio, el garrotín “poniéndome a mí primero / haciendo mi voluntad / por ser reina en mi agujero / perdí yo la libertad”? ¿O nos situaremos, los aficionados, en el centro, pero esta vez con ánimo de agencia, ansiando una heroicidad que esta vez sí trascienda la autoindulgencia?
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Parece un juego inocente, toca las pelotas, parece deporte, pero no lo es, qué es?
El futbol apesta. Apesta ahora y apestaba antes cuando "los aficionados estaban en el centro" y no había millonarios de por medio. Atrae a lo peorcito de la sociedad y la envenena con sus "valores". Tengamos memoria, no idealicemos. Hay que ir dejándolo ya, como el tabaco.