Demolicion Vicente Calderon
Estado de las obras de demolición del antiguo estadio del Atlético de Madrid el 1 de agosto de 2019. David F. Sabadell

Fútbol a este lado
Aquellos maravillosos años

Los delanteros rivales eran maricones, los sudacas hacían ruido, los gitanos vivían a su costa, los negros y sus abalorios horteras impedían el paso y los guarros salían con sus vecinas: para David el mundo conspiraba en su contra.

Por la tarde David recibía clases particulares gratis de geografía. En la televisión pública aparecían ciudades como Zabrze, Neuchâtel, Olomouc, Trabzon, Famagusta, Malinas, Rostock u Odense. Lugares a los que nunca viajaría, lugares a los que sigue sin haber viajado. Habitados por gente con tanto amor propio que ya asumían que su equipo iba a ser eliminado a las primeras de cambio en la Recopa o la UEFA. ¿Se contentaban con salir en su televisor Ariston? Mediados de septiembre, octubre, momentos que cuentan bastante cuando eres pequeño, tiempo de ponerse serio durante horas.

A veces sonaba en la radio “Querida Milagros”, pero no la entendía. Apenas los insumisos salían en el telediario. Se estiraba el tiempo porque a esas edades todo parece durar más, todo parece hecho para ti por primera vez, edición especial. La década acababa y en su final se agolpaban como despistados en un atasco todos sus fantasmas. Derramaba petróleo el Exxon Valdez y el Nevado del Ruiz ahogaba a Omayra, colza, Heysel, sida, Oliver North, chicos que iban en zapatillas Flecha a hacer la guerra de otros a las Malvinas, la Union Carbide mataba a 25.000 personas en Bhopal, el Challenger explotaba en directo, se derrumbaba la Ciudad de México, Chernobyl, Hillsborough, Puerto Hurraco, barrigas hinchadas en Etiopía, Chico Mendes abrazaba para siempre el Amazonas, caía el Muro, ya el miedo pasaba a estar solo en un lado, nadie en un coche se ponía un cinturón.

Habían despejado David y los otros el patio a balonazos. No se habían dado cuenta. Jugar al fútbol era lo normal. Lo suyo era lo normal

Sentía el balón en el empeine sin calcetines, enrojecido, metido en unas Victoria azules. El gusto a sangre de caer de boca al cemento. El rebote del balón en el larguero. Intentar colarlo en algún balcón cercano para perder los primeros minutos de la siguiente clase. El taladro de la realidad de la alarma anunciando el final del recreo. Habían despejado David y los otros el patio a balonazos. No se habían dado cuenta. Jugar al fútbol era lo normal. Lo suyo era lo normal. Eran normales y estaba lejos cualquier camino de lo que mucho, mucho tiempo después se llamaría deconstrucción o siquiera convivencia.

No habían dejado jugar a Johnny, de una de las quinientas familias, la mayoría gitanas, que habían llegado al barrio. Era preventivo, decían, podría coger la pelota y llevársela. No vieron llorar a Johnny un día y no recuerdan tampoco el día que fue a clase por última vez. Verónica también lagrimeó cuando todos se rieron de ella por leer peor que el resto. Esos niños llevaban hasta dinero para comprar churros de chocolate en el recreo. Dinero. Ninguno era príncipe pero ya intuían que tocar dinero tenía algo de problemático, algo que convenía prorrogar lo máximo posible. Johnny nunca robó ninguna pelota. Dio igual.

Las calles se convirtieron en coto de caza al diferente. Muchos estadios también. Con el salvoconducto del fútbol, de la fidelidad a unos colores, la serpiente entraba en los patios a través de bufandas o llaveros. Cruces, calaveras, águilas, letras ese estiradas como dos rayos que siegan vidas. La cosa se desmandó tanto que hasta el ABC tuvo que hablar en portada de la “barbarie nazi”. No te sacamos de un lío más, le advirtieron en comisaría. Los delanteros rivales eran maricones, los sudacas hacían ruido, los gitanos vivían a su costa, los negros y sus abalorios horteras impedían el paso y los guarros salían con sus vecinas: para David el mundo conspiraba en su contra. María de la O al cero, desgraciado teniéndolo todo. El pelo creció y después se batió en retirada. Del año que viene no pasa el alfombrado en Turquía. Llegó a abogado, segunda generación. En la corbata, migas de manolitos que hoy trajo al despacho.

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