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Enfoques
Los invisibles, un relato fotográfico desde Bosnia y Herzegovina
“Sé lo que significa sentirse invisible”, me dijo Lejla cuando nos encontramos en una bonita cafetería cerca del río Una, en Bihać (Bosnia y Herzegovina). El curso del Una señala las distintas secciones de la frontera con Croacia antes de confluir con el río Sava, que continúa por la frontera y desemboca en el Danubio. Esa misma frontera ha dejado a miles de personas atrapadas en el país durante meses después de ser repelidas por la policía croata mientras intentaban llegar a Europa a través de los Balcanes.
En 1992, durante la guerra de Yugoslavia, Lejla tenía solo 12 años y hubo de huir junto con su familia. Se llevó consigo solo una muñeca Barbie. Lo que se suponía que iba a ser un viaje de dos semanas fuera de casa acabó en varios años viviendo como refugiados en Alemania.
Tras la guerra, regresaron a su país para comprobar que ya no tenían casa. Con el tiempo se establecieron en Bihać. “Siempre miro a los ojos cuando me cruzo con un migrante —explica Lejla—, sienten lo mismo que yo sentí entonces, aunque sé que la mayoría tienen un pasado más duro”.
Lejla se refiere a las personas que deambulan por las calles de Bihać en un limbo temporal al que les obligan a vivir. La mayoría proceden de Afganistán y Pakistán, pero también hay de Irán, Iraq o Siria. Suelen ser jóvenes quienes hacen esta ruta, aunque también se ven familias con niños y ancianos. Han huido de guerras, persecución o adversidades, con la esperanza de encontrar una vida digna.
Después del cierre formal de la ruta de los Balcanes en marzo de 2016, la única vía para quienes migran es optar por la entrada irregular. Si en un principio la mayoría lo hizo a través de Serbia, el endurecimiento de las fronteras en esta ruta implicó que, a partir de 2018, mucha gente empezó a hacerlo desde Bosnia y Herzegovina. El país se ha convertido en parada obligatoria. De hecho, son habituales las denuncias por los ataques que sufren cuando intentan cruzar la frontera hacia Croacia, lo que se conoce como “el juego”.
El viaje implica normalmente caminar por bosques, cruzar montañas y ríos durante dos o tres semanas a través de Croacia y Eslovenia hacia Italia. Cuando la policía o las fuerzas especiales, utilizando drones, les localizan en Croacia, les devuelven a la frontera.
Desde 2018, la Red de Observación de la Violencia en las Fronteras (BVMN, en sus siglas en inglés), un comité de vigilancia que recoge testimonios a través de varias organizaciones sobre el terreno, ha denunciado el uso de violencia física y psicológica durante los rechazos policiales. La situación no ha mejorado en los últimos años, como ha señalado recientemente una investigación conjunta de Der Spiegel y Lighthouse Reports, y los agentes de las fuerzas de seguridad continúan disfrutando de impunidad, como ha denunciado la Comisaria de Derechos Humanos del Consejo de Europa, Dunja Mijatovic.
Las devoluciones en esta frontera se suelen hacer en furgonetas a gran velocidad, sin ningún cuidado por las personas que llevan hacinadas en su interior, a quienes les requisan dinero, móviles y objetos personales. No es raro que también les quiten el calzado, por lo que han de volver caminando descalzos durante horas hasta que encuentran refugio, en ocasiones en el insoportablemente frío invierno bosnio.
Las familias con niños no pueden afrontar ese camino lento y peligroso como lo hacen los jóvenes en grupo. Al cruzar la frontera, suelen pedir el traslado a un centro de acogida en Zagreb, Croacia, normalmente en vano. Los pequeños presencian “actos muy brutales y humillantes contra sus padres”, según BVMN, que muestra su preocupación por el “impacto duradero de estos hechos traumáticos”.
La mayoría asegura que ha intentado cruzar varias veces, hasta una docena, antes de poder alcanzar un país europeo en el que solicitar protección internacional. Esto supone meses, o incluso años, en un limbo que únicamente complica el trauma que sufren estas personas. En ese tiempo, a menudo viven en improvisadas carpas de tiendas de campaña o edificios abandonados. Los centros oficiales de acogida están lejos de la frontera y en ocasiones ofrecen condiciones inapropiadas y su capacidad es insuficiente para alojar a todas las personas que llegan. Allí, no hay mucha más opción que vivir en refugios temporales en los que han de lidiar con frío, falta de electricidad y agua corriente y carencia de servicios básicos. La falta de apoyo gubernamental más allá de las instancias oficiales de acogida significa que que esta es proporcionada por organizaciones humanitarias locales e internacionales, dependientes de fondos y donaciones que no siempre son suficientes para cubrir las necesidades.
Bosnia y Herzegovina, donde los migrantes quedan atrapados, tiene una historia reciente muy compleja. Los recuerdos de la guerra en Yugoslavia durante los años 90 son aún muy vívidos y sus habitantes recuerdan lo que es abandonar tu hogar y dejar todo atrás. Aunque ha habido algunas reacciones racistas, muchos muestran su solidaridad con quienes atraviesan el país, se preocupan y no miran para otro lado sino que se involucran y tratan de ayudar. Ríen y lloran juntos. Algunas veces la solidaridad también pasa factura, una carga emocional compartida.