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En saco roto (textos de ficción)
Irse
Siempre pensó que tenía que estar haciendo otra cosa. Ya en su infancia, los juegos deportivos le aburrían y creía que era más oportuno construir un automóvil monoplaza o elaborar una lista de lugares en los que es posible tocar la nieve y el mar con unas horas de diferencia. Esta inclinación por querer estar en otro lugar —al menos con la imaginación— la mantuvo durante su adolescencia. Entonces le incomodaron los cambios experimentados por su cuerpo y se dijo que sería mejor vivir en una de esas islas en las que el sol abrasa la piel y el agua del mar curte cada poro con una capa salina. En su juventud, asistió a los estudios que creyó que iban a salvarle, pero pronto tuvo la íntima convicción de que solo se salvaría si era capaz de salir de allí corriendo. Salió, pero sin correr. Lo hizo despacio, aupado en becas, recovecos burocráticos y estancias en latitudes extrañas en las que estudió cuestiones que cada día le parecían más indiscernibles. En ese bucle estaba cuando, a los 21 años, conoció a una mujer con la que empezó algo parecido a un romance antiguo y, más tarde, algo parecido a una convivencia contemporánea —con su ración de malentendidos derivados de la intendencia y de la eterna pregunta para ambos de si aquello era en efecto lo que habían imaginado—. Pero, como ya sabemos, él siempre quiso hacer otra cosa. Así que se despidió de Europa, de su pareja y de sus escasos amigos, e inició entonces una aventura por el continente africano. Sobre África escribió cientos de artículos para revistas de divulgación australianas, pero el único que tal vez definía su posición exacta en aquellas tierras llevaba por título “Intruso”. El primer párrafo decía así: “En todas las líneas que he tecleado sobre este continente inaprensible, siempre me ha asolado la certeza de ser un intruso que observa, apenas alguien que contempla con, en el mejor de los casos, la simpatía y la misericordia de los observados”.
Llegados a este punto de la biografía de quien siempre pensó que tenía que hacer otra cosa, ocurrió el cambio de siglo y, con él, nuestro personaje, agotado de su viaje sin criterio por tierras africanas, decidió que el siglo XXI debía comenzarlo en Nueva York. Gracias a los contactos acumulados y a una notable habilidad para exponer sus logros más o menos académicos, logró una plaza en una institución privada de estudios superiores que había logrado algún predicamento por sus vínculos con empresas tecnológicas. Allí, el personaje que siempre se sentía fuera de lugar se convirtió en profesor. Y, como era esperable, al cabo de unas semanas experimentó una sensación incómoda: compartía sus escasos conocimientos y se entregaba a investigaciones que creía ilusionantes, pero la mayor parte del tiempo debía invertirlo en juzgar a sus alumnos. Juzgaba su punto de partida, sus progresos, su grado de consecución de los objetivos, sus habilidades, sus actitudes. Rellenaba formularios sofisticados con numeraciones y textos que daban a entender si tal o cual alumno estaba donde debía estar o podría estar en otro sitio teniendo en cuenta sus capacidades. En apenas un año se agotó, pero siguió en su puesto porque las tragedias globales habían instalado al país en la incertidumbre y él no se sentía con fuerzas para nuevas aventuras.
Vivió en Nueva York durante la primera década del siglo XXI, entregado a una sucesión de amores y desamores, de encuentros y desencuentros. Cobijado, eso sí, en un trabajo que le iba carcomiendo lentamente. Cada día soñaba con huir, pero hasta 2011 no se atrevió a dar el paso. El 17 de septiembre de 2011, el día que cumplió 40 años, decidió regresar a Europa.
Sus pasos se pierden en ese momento. No he podido averiguar nada del modo en que logró seguir huyendo durante su estancia europea. Como se habrá podido ver, los datos de los que dispongo sobre su infancia y juventud son escasos. Ni siquiera está claro su país de origen. El recorrido biográfico aquí expuesto se deriva de lo que él mismo contó en sus artículos africanos y en algunas notas al margen de los textos académicos de sus años neoyorquinos. Pero incluso su nombre, que prefiero no escribir, tal vez no fuera su nombre. Quizá nada en él resulte del todo cierto. Solo quiso irse. O eso parece.