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El Tarajal
Todavía es 6 de febrero
El Mediterráneo está tranquilo, solo se manifiesta con pequeñas olas que llegan pausadas hasta la orilla de la playa de El Tarajal, donde unas doscientas personas guardan silencio. De fondo se oyen algunos niños, familias que pescan en el espigón cercano, el ruido de la vida que sigue. No es fácil en un atardecer calmo, con la arena llena de activistas y carteles, imaginar aquel 6 de febrero de 2014, cuando decenas de personas luchaban por sus vidas en el agua mientras los guardias civiles les disparaban pelotas de goma y les tiraban botes de humo.
Un poco antes, en esta tarde de sábado, víspera del aniversario de la masacre de El Tarajal, el activista Sani Ladan hablaba ante las personas congregadas en círculo, invitando a meditar sobre lo que supone la frontera, un lugar de renacimiento para quienes consiguen superarla, pero también un lugar de muerte para quienes no pudieron salir del agua aquel 6 de febrero: “Lo que buscaban era una vida mejor y lo que encontraron en la frontera de Europa, esa Europa que abandera los derechos humanos, fue la muerte. Esta frontera que vemos ahí es el mayor símbolo de la vergüenza de la política migratoria de la Unión Europea, del fracaso mismo de la humanidad. Y es el lugar donde ocurrió un crimen de Estado”.
Dejar morir en el mar como política. Permitir todo tipo de vulneraciones para evitar el efecto llamada, esa fórmula bajo la que los derechos de las personas migrantes quedan en suspenso. Dejar morir en el mar, o disparar pelotas de goma para que no lleguen a este lado. “Lo que ocurrió en El Tarajal marcó un antes y un después, volveremos año tras año a pedir justicia y reparación”, sentenciaba Ladan. Cerca, 15 velas recordaban la tarde del sábado a Dauda, Larios, Ibrahim,Armand, Jeannot, Joseph, Larios, Nane Roger, Ousman, Oumar, Samba, Yves, Youssouf, Luc y otros dos jóvenes que no pudieron ser identificados. Una placa se quedará en la playa en su memoria.
“Lo que ocurrió en El Tarajal marcó un antes y un después, volveremos año tras año a pedir justicia y reparación”
“Tarajal, no olvidamos”, coreaban unas doscientas personas desde la Universidad de Ceuta, caminando en paralelo al mar, hasta la frontera. Gente venida de la península, gente llegada del sur de la frontera que separa a la ciudad autónoma del continente. Abu Bakr reside en Jaén y es activista de la Caravana Abriendo Fronteras; procedente de Camerún, considera fundamental que la ciudadanía española se involucre en esta marcha. “Esta es la mejor forma de visibilizar la situación, las vivencias de las personas que migramos. Ayuda a que los ciudadanos sean conscientes a nivel personal de lo que pasa en la frontera”, defiende. Mantener la memoria para que no vuelva a pasar lo mismo, marchar cada año para que la gente se haga preguntas, eso es lo que están haciendo, explica el activista mientras de fondo se escucha: “Ninguna persona es ilegal”.
“Salta la valla, Marlaska, salta la valla”, corean mientras caminan al ritmo de Guantanamera. Como más tarde afirmarán en la playa, en la lectura del manifiesto, las vías legales y seguras que reclama la marcha no existen, y el Ministerio de Interior, lejos de preocuparse por ello, “vulnera de manera sistemática, los derechos de las personas migrantes al amparo de la ley y de las relaciones internacionales”.
Leire es una de las personas que han venido por primera vez. Ha viajado desde Madrid, donde participa en la asociación Acción Combativa. Se vinculó con Ceuta y con las organizaciones que actúan aquí el pasado mayo, cuando recogieron tanta ayuda para las personas que habían cruzado la frontera que tuvieron que bajarla en sus coches al otro lado del Estrecho. La asociación hace boxeo con chicos ex-tutelados, los mismos que conocieron en el centro de menores en el que trabajaban. Hastiados de los límites del sistema de protección, decidieron estar con los jóvenes, acompañarles de otra forma. Chavales como los que cruzaron la valla el pasado mayo, chicos que han conseguido cruzar a la península, como anhelan muchos de los que se manifiestan esa tarde, y sin embargo siguen sin ser considerados como sujetos, valora la joven.
Un grupo de chicos marroquíes lleva una pancarta cerca de la cabecera, cantan en Dariya. Mehdi, que habla en inglés, se separa un poco del grupo y explica que están preocupados, les quieren echar de las Naves del Tarajal donde viven. No les dan ninguna otra opción, hoy lunes tienen previsto manifestarse, pues se quedan en la calle. Mehdi era muy joven cuando vio las imágenes de El Tarajal desde Salé, la ciudad vecina a la capital, Rabat, de donde procede. “Es algo que nos marcó como marroquíes. Nos sentimos muy tristes”, apunta. Ocho años después, desde este lado de la frontera se dirige a la playa mientras explica que solo quieren libertad de tránsito, libertad para trabajar. Libertad a secas.
De un lado para otro va Joana, de Maakum. Cuenta que llevan desde octubre organizando la marcha, que los chavales como Mehdi temían la represión que podrían sufrir por las mismas autoridades que han llevado a cabo devoluciones ilegales tantas veces. “Pero la mayoría ya han solicitado asilo y están más tranquilos”. Necesitan estar aquí y denunciar también su situación, explica: con el cierre de las naves tienen miedo a que el horizonte sea que empiecen las devoluciones en cuanto se abra la frontera, algo que esta vez se anuncia como inminente.
Quienes son menores están más tranquilos ante la eventualidad de nuevos intentos de deportación, como los que los colectivos ya abortaron el pasado agosto. A Maakum le preocupan especialmente 50 chicos que han cumplido la mayoría de edad en estos últimos meses sin que hayan sido documentados. Desde que entraron en mayo, apunta Joana, han tenido meses suficientes para hacerlo. La activista considera que se está aplicando la reforma del reglamento que se firmó el pasado septiembre. “No hemos notado ningún cambio: los niños salen y nadie les dice nada, llegan a las naves sin certificado de haber sido tutelados, no se les informa estando en los recursos, no se les contesta cuando preguntan, ellos mismos no saben si figuran como tutelados o no”. Además, no consiguen entrar en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), donde, denuncia la activista, opera una discriminación por nacionalidad hacia los marroquíes.
“Los derechos humanos deben ser respetados, migrar no es un crimen: tienes derecho a irte de tu país, tienes derecho a ser acogido en otro país sin sufrir ciertas cosas. No es normal que esto pase, lo que pasó en El Tarajal no puede ser normalizado”
Quien sí está en el CETI es Alseny, quien proviene de Guinea. “Los derechos humanos deben ser respetados, migrar no es un crimen: Tienes derecho a irte de tu país, tienes derecho a ser acogido en otro país sin sufrir ciertas cosas. No es normal que esto pase, lo que pasó en El Tarajal no puede ser normalizado”, explica antes de afirmar que por ahora él, en Ceuta, se ha sentido tratado como un ser humano. “Pero solo puedo hablar de lo que he vivido yo, porque contar lo que otros han vivido no es contar la experiencia”. Considera que una de las barreras más difíciles es poder comunicarse. “No se trata de entender el idioma, o poder hablar un idioma que el otro entienda —desarrolla en un buen francés— la comunicación va más allá de las palabras”. Rodeado de personas que gritan “ninguna persona es ilegal”, o corean en francés “solidaridad con las personas migrantes”, él afirma: “Lo que yo siento aquí es amor, hospitalidad”.
En el camino, bajo el sol, Ramses, integrante de Elín, ataviado de un chaleco, va hablando con unos y con otros. La preparación de la marcha ha sido muy intensa, pero están contentos con la acogida, y ha venido más gente de la que esperaban. “Es importante que la hagamos todos los años para que no se olvide, vamos a llegar donde haga falta para que estas víctimas y sus familias tengan justicia”. Archivado el caso en el Estado español y absueltos los guardias civiles, la esperanza está en que se atienda el recurso presentado ante el Tribunal Supremo, o que sean instancias europeas las que traigan justicia allá donde el estado quiere que prevalezca la impunidad.
Un par de horas después, cuando concluye el acto en la playa, un grupo de activistas se acerca a mirar bien la frontera, un marmotreto que corta la costa con sus piedras y sus vallas. Valoran que es fácil de cruzar, que el trayecto es corto, que cualquier persona en buenas condiciones físicas podría llegar a nado sin problemas. Ponderan la violencia con la que los guardias civiles debieron responder para acabar con 15 vidas. Y callan.