Filosofía
Tras el castigo: legitimaciones desde el poder

Desde los principios de la organización humana en comunidades se ha tenido que valorar qué hacer con aquellos individuos o colectivos que infringen las normas sociales estipuladas. No obstante, ¿qué se puede encontrar tras esa reacción punitivista?
Los 400 golpes
Fotograma de la película "Los cuatrocientos golpes" (François Truffaut, 1959)
Graduada en Filosofía y Periodismo
20 sep 2022 08:00

Desde que venimos a este mundo, y sobre todo al principio de nuestra vida, la principal función social que se ejerce sobre nosotros es la educación. Cuando un niño pequeño hace algo mal, entendemos que hay que enseñarle que “eso no se hace”. ¿Cómo? La manera más normalizada es la reprimenda. De esta forma, concebimos el castigo como una herramienta lógica, si no natural, de enseñanza. Ahora bien, ¿qué se esconde tras esa concepción de castigo tan familiarizada en todos los ámbitos de la sociedad?

En este ejemplo introductorio se ha partido de la educación, uno de los pilares quizá más fundamentales para la adaptación del individuo a la vida comunitaria. No obstante, eso ya implica la existencia de unas determinadas reglas. ¿A qué responden esas normas que se intentan adherir a la conciencia del miembro de una sociedad determinada?, ¿cuál es el valor que rige y justifica la aplicación de medidas punitivas en aras de conseguir ese propósito? En otras palabras, ¿qué hay que tener en consideración cuando se reflexiona acerca del castigo?, ¿qué argumentación se emplea?, ¿qué se esconde tras la concepción del castigo?

Principalmente, por parte de diversos autores, a la hora de abordar este tema se han dado cinco respuestas que se entrelazan y están estrechamente relacionadas entre sí: la justicia, la moralidad, la venganza, la retribución y el aprendizaje. Estos conceptos en sí mismos ya proporcionan mucho contenido de debate, pero vamos a comentar su conexión con el castigo.

La justicia

Al hablar sobre una comunidad y su funcionamiento correcto, se presuponen valores estructurales, entre ellos y quizá como eje fundamental se encuentra la justicia. Sin embargo, mientras que se podría asumir de manera general que esta característica es deseable, las definiciones ofrecidas suelen pecar de ambigüedad. La equivocidad del concepto de justicia se hace evidente en cuanto se busca exponer su significado. Casi todos los autores se llevan haciendo la misma pregunta desde hace siglos: ¿Qué es la justicia? Con tantas definiciones dadas se podría decir que “constituye una de esas preguntas respecto de las cuales resulta válido ese resignado saber que no puede hallarse una respuesta definitiva: solo cabe el esfuerzo por formularla mejor” (Kelsen, Qué es la justicia).

A pesar de no poder encontrar una definición “objetiva” o aceptada universalmente, del término “justicia”, la mayoría de las comunidades pretenden escudarse tras esta palabra a la hora de determinar leyes y sentencias que pueden resultar desagradables para otros de sus miembros. En este sentido, y por su importante papel político, se han esbozado diferentes aproximaciones y sinónimos que no terminan de ser exactos por la dependencia que se tiene en todo momento del contexto. Equidad, igualdad, “dar a cada cual lo suyo”, etc. En último término siempre se acaba llevando a cabo, en mayor o menor grado, una acción arbitraria por esa ausencia de objetividad universal, puesto que en todo caso depende de la consideración concreta de un sujeto o un grupo.

La legitimación que se hace bajo la afirmación “es justo” o a la inversa, no deja de ser una argumentación ad hominem, ad baculum o ad populum porque su validez está basada en la subjetividad de la posición propia del hablante o haciendo referencia a una presunta opinión general.

De esta manera, la legitimación que se hace bajo la afirmación “es justo” o a la inversa, no deja de ser una argumentación ad hominem, ad baculum o ad populum porque su validez está basada en la subjetividad de la posición propia del hablante o haciendo referencia a una presunta opinión general, lo cual no tiene por qué ser intrínsecamente malo, dado que está adaptado, en principio, a la sociedad en la que se opera. Es de esta concepción de la que se sacan las leyes que sí tienen la pretensión de objetividad porque están publicadas, son las “reglas de juego”, por así decirlo, por las que te tienes que regir en cada comunidad.

La moralidad

Por su parte, la moralidad es aquello que diferencia entre lo “bueno” y lo “malo”. De nuevo, la base para esta distinción resulta polémica puesto que hay muchas interpretaciones contrapuestas, entre ellas cabría destacar la naturalista y la constructivista, ambas centradas en el origen de la moral. Mientras que la primera aboga por una procedencia natural, es decir, cuasi genéticamente determinada, la segunda defiende que es un constructo cultural que depende de cada sociedad.

Sea como fuere, no se puede afirmar que exista una sola moralidad, sino que hay varias que pueden incluso llegar a entrelazarse y plantear dilemas en casos concretos. Como ocurre también con el concepto de justicia, se genera un debate entre si hay una moral objetiva a la que se llega mediante el raciocinio o si, en cambio, es meramente subjetiva. La pregunta suele ser respondida abogando por una intersubjetividad, es decir, que no parte de un razonamiento objetivo, pero que tampoco es subjetiva en el sentido individual, sino que es compartida por un grupo de personas.

El caso es que vuelven a surgir una serie de reglas por las cuales cada sujeto ha de dirigir sus acciones en aras a una buena convivencia, lo que pone de nuevo sobre la mesa el tema acerca de aquellos individuos que no cumplen esas normativas y qué hacer con ellos.

La venganza

Desde posturas anti-punitivistas se ha señalado al castigo en general como una respuesta vengativa que en ningún momento buscaría saciar o equilibrar una balanza de justicia, puesto que se guiaría por la Ley del talión: “Ojo por ojo, diente por diente”. Esta acción partiría por tanto de una reflexión, lo que pasaría a sumarle un carácter premeditado que agrava cualquier tipo de condena moral: no es lo mismo empujar a alguien en un ataque de ira y que accidentalmente se caiga, rompiéndose una pierna, a que se haya pensado específicamente cómo empujarle y cuándo para que su caída intencionada le provoque una lesión.

Por tanto, en el caso de la venganza se plantea un dilema moral, ya que se condena la acción de un sujeto porque se considera moralmente reprobable mientras se actúa de la misma manera, añadiéndole premeditación y una especie de potestad para actuar debido a que es una respuesta en vez de un ataque per se. Es decir, se hace exactamente aquello que se ha criticado con el agregado de ser consciente de la acción. Mientras que la venganza tiene una connotación peyorativa en el imaginario colectivo, al menos el occidental ya que se considera como una acción totalmente pasional, casi bárbara, lejos de la mentalidad racional y civilizada que se pretende sostener, uno de sus principios básicos es la retribución, concepto que por sí mismo es uno de los fines oficiales del sistema penal.

La retribución

De una manera similar a la venganza, la retribución también podría estar basada en la Ley del talión, dado que se busca la compensación de un mal. Sin embargo, esta concepción resulta más moderada puesto que se entiende que hay una reflexión previa a la respuesta práctica que no plantea cómo hacer el mismo daño, sino cómo aliviar el ya hecho.

En este aspecto, ligado al castigo, reaparece la incertidumbre acerca de la objetividad, ya que resulta complicado establecer unos paradigmas de proporcionalidad que puedan ser aceptados universalmente. Esta vacilación se plasma en preguntas como cuánto se ha de cobrar por un robo, una violación o un asesinato, cómo se establece una tabla de equivalencia entre delito y castigo o cómo se contemplan y se reglan los atenuantes.

El aprendizaje

El refuerzo negativo ha sido históricamente uno de los estandartes de la educación, principalmente por su rápida eficacia. No obstante, en las últimas décadas, con el desarrollo de las ciencias sociales y sus diversos estudios, se han difundido otras técnicas y en cierta manera se han condenado las anteriores por su falta de humanidad. La aplicación del castigo en este ámbito coincide en muchos aspectos con otra de las finalidades del sistema penal: la rehabilitación.

La teoría punitivista defiende que el establecer una pena para las personas que cometen malas acciones y/o acciones que quebrantan los códigos es una manera de mostrar prácticamente al culpable que “eso no se hace”. Sería el mismo mecanismo que darle un manotazo a un niño pequeño cuando hace algo indebido o el mandarle a su cuarto sin cenar. Se basa en la “acción-reacción”, por lo que para que se comprenda qué acto concreto ha estado mal se debe reaccionar en la mayor brevedad posible, puesto que ha de haber una correlación. Mientras que este instrumento puede tener mucha eficacia en seres que no poseen un alto nivel intelectivo, se puede alegar que por el sistema lingüístico humano no haría falta castigar para conseguir que el sujeto entienda que algo que ha hecho está mal.

El castigo

A pesar de cualquier intento de argumentar en pro del castigo, un hecho innegable es que implica un sufrimiento. La cuestión es más bien si ese sufrimiento o dolor está legitimado o supone realmente una compensación y de qué tipo. Siguiendo esta línea, y tras la comparación entre las palabras en alemán de culpa (Schuld) y deudas (Schulden), Nietzsche señalaba:

¿En qué medida puede el sufrimiento ser una compensación de las «deudas»? En la medida en que hacer sufrir causa bienestar en máximo grado, en la medida en que el perjudicado recibe a cambio del perjuicio, y también del displacer que causa el perjuicio, un extraordinario goce contrario: el hacer sufrir, una auténtica fiesta, algo que, como ya he dicho, tenía un valor tanto más alto cuanto más contrastaba con el rango y la posición social del acreedor (Nietzsche, La genealogía de la moral).

Esta relación que se establece entre el sufrimiento y el castigo hace una referencia clara a la conexión que puede tener una pena con la venganza.

El dolor encaja con el tercer fin de la pena: el disuasorio, que junto con el retributivo y el rehabilitador forman una especie de tríada sobre la que se fundamenta y argumenta el sistema penal. El dolor casi seguro que supone incumplir las normas establecidas debe convencer al sujeto de mantenerse firme en la dirección reglada. No obstante, esto implicaría que el no cometer delitos no va de la mano con una acción moral ni con una voluntad de ser “bueno”, sino por miedo a las consecuencias. Lo que pone sobre la mesa esta conclusión es que no se trata de generar ciudadanos que mediante su propia voluntad ni tras una reflexión acerca de las repercusiones sociales que entraña su acto no cometan crímenes, sino por coacción.

Con todo esto, se observa el carácter pasional del castigo, dado que se trata más de sentimientos que de un uso del raciocinio. No obstante, la generación de un código tanto moral como penal pretende invertir o suprimir el arbitrio que puede suponer la imposición de compensación; se busca racionalizar el castigo, para hacerlo más lógico y aceptable, más comprensible y argumentado para legitimarlo. En este desarrollo se sigue también uno de los factores hacia los que apuntaba el filósofo y jurista italiano Cesare Beccaria para dictaminar una pena: el nivel de sensibilización de la sociedad en la que se lleva a cabo. Este determinado progreso o evolución hacia un menor grado de punitivismo se ha dado siempre a medida que se avanzaba en la “civilización”, lo que se puede observar en el paso de penas como la quema en la hoguera o la rueda hacia inyecciones legales que implican una mayor rapidez y disminución del dolor, con un escenario que aparenta ser menos violento, hasta una prohibición casi general de la pena de muerte.

Esta democratización del castigo a la vez se expresa como una banalización de la justicia dado que cada miembro de la sociedad se considera con la potestad de ejercer de juez y verdugo, lo que daría cabida a la pregunta: ¿Qué es lo que legitima a una persona para tener el poder de sentenciar a otra?

Sin embargo, en ningún momento se debería considerar el castigo solo como algo propio del Estado, puesto que en las comunidades se mantiene la cultura punitivista en otras manifestaciones que operan principalmente en base de la opinión pública. Esta democratización del castigo a la vez se expresa como una banalización de la justicia dado que cada miembro de la sociedad se considera con la potestad de ejercer de juez y verdugo, lo que daría cabida a la pregunta: ¿Qué es lo que legitima a una persona para tener el poder de sentenciar a otra? En el caso del juez institucional se respondería que ha tenido una formación concreta, lo que lleva de vuelta a la enseñanza y parte de una base estricta y reglada sobre qué está bien y qué está mal.

Al fin y al cabo, el castigo es objeto de estudio de las ciencias sociales, no se tiene interés en las consideraciones que pueden aportar las ciencias naturales, sino que surgen de observaciones humanas. En cierto modo, es un debate que parte de una petición de principio: se origina porque se plantean unos pilares comunes sobre lo bueno y lo malo. Por lo tanto, tras aceptar los códigos de conducta de la comunidad, que en sí ya podrían generar polémica sobre si son legítimos y quién los ha impuesto, solo cabría la discusión sobre cómo fomentar su cumplimiento.

Y aquí está el verdadero dilema: ¿es el castigo la única herramienta posible para el correcto funcionamiento de una sociedad?, ¿qué modifica el cuánto del castigo?, ¿en qué se mide la efectividad?, ¿cómo nos define como sociedad los diferentes métodos punitivos?

Conclusión

En vista de todas las consideraciones anteriores, se podría determinar que la legitimación del castigo, con la normalización social que implica, se sustenta en motivos razonables, pero por una lógica más bien utilitarista que chocaría con todos esos lemas que abandera la democracia occidental y liberal. Lo que se busca es la “correcta” actuación del individuo, entendida como aquella que sigue las normas establecidas, y se persigue sin detenimiento en lo que podría suponer socialmente los medios y las herramientas empleadas para ello.

En el proceso que se lleva a cabo al sentenciar un castigo también hay una seria reafirmación del poder: “yo tengo la potestad de castigarte a ti”, “las cosas se hacen como yo estime”, “yo decido durante cuánto será tu castigo”. Por supuesto que en el sistema judicial institucionalizado hay normas y reglamentos, hay matices, pero a fin de cuentas es el juez el que dictamina, según su propia consideración de las pruebas, testimonios y actitudes el resultado del juicio. De esta manera se rige también la opinión pública, con la arbitrariedad sumada de no tener nadie a quien rendir cuentas.

Silvia K. Döllerer es autora de E. Goldman: reflexiones anarcofeministas (Calumnia, 2022)

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