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“El demiurgo quiso que el mundo fuera el mejor posible”. Esta frase del Timeo de Platón sirvió a Gottfried Leibniz (1646-1716) como punto de partida en su idea sobre “el mejor de los mundos posibles”. El pensador alemán decía que si el creador es perfecto lo ha de ser también su criatura. Una tesis que inspiró en forma de sátira el Cándido de Voltaire.
Leibniz afirmaba, además, que si admiramos verdaderamente la obra de Dios no es porque sea suya sino porque es perfecta, y sólo porque es perfecta alabamos a su artífice. Así lo explica Javier Aguado: “Por tanto, la verdadera gloria de Dios exige, pues, que su decisión creadora nos sea comprensible, y debemos ser capaces de saber a qué se debe y qué razones movieron a Dios a tomar dicha decisión, ya que de otro modo desaparece la posibilidad de cualquier alabanza a Dios, salvo que ésta se confunda con la adulación que, haga lo que haga, se rinde a un tirano.” (Javier Aguado Rebollo, Themata Revista de Filosofía nº 42, 2009).
De hecho, la propia idea del mal en Leibniz podría resultar también demasiado optimista. Para Leibniz un mal es un bien limitado. Vivir dos años es un bien, aunque sea mejor vivir cuatro mil; ser pobre es un modo limitado de ser rico. Etcétera.
Cada sociedad debe crear un equilibrio entre las acciones que lleva a cabo en el presente y la desestabilización que provoca la expectativa del mañana. Así, el futuro se evidencia poco a poco en el presente (el futuro se presenta mediante anticipos que llamamos “adelantos” o “atrasos” en función de nuestra idea de progreso) y en esa acción provoca, al mismo tiempo, desequilibrio y estabilidad en un juego incesante, del que no se excluye la posibilidad de la catástrofe, como lo planteaba Walter Benjamin en sus Tesis sobre la filosofía de la historia.
Distopías y utopías
Una de las primeras distopías fue, tal vez, la del Juicio Final. Aquí nos encontramos, por ejemplo, el espíritu del milenarismo como estado de ánimo colectivo previo al inicio del primer milenio. Por otro lado, también podemos detenernos en el caso de Leibniz, donde nos hallamos ante un estado de ánimo bien distinto: la del pensador que supera al Dios oscuro y vengativo y que admira su obra sin temor.
Hay épocas, por tanto, que sueñan utopías cuando miran al futuro y épocas que sólo saben imaginar distopías. Según Adorno, la distopía es una advertencia, una llamada de atención. De tal forma, las distopías toman ciertos aspectos esenciales de su época para radicalizarlos y crear la imagen de un mundo en el que nadie quiera vivir. En este punto, y citando a Christian Retamal: “las distopías, al igual que las utopías, cumplen una función negativa. Y tal y como señalaba Theodor Adorno, dicha función negativa sirve para comparar una sociedad determinada con un futuro posible de modo que, a partir de la imaginación, se pueda corregir la realidad”. (“Distopía y Nihilismo. De la Utopía como tiempo para la esperanza a la Distopía como tiempo del fin”, 2016)
Debemos cultivar nuestro jardín, decía Voltaire al final de su Cándido. Es decir, si queremos que éste sea el mejor de los mundos posibles nos lo tenemos que trabajar.
Los mecanismos son distintos en uno y otro caso. En el caso de las utopías se juzga una sociedad a partir de sus múltiples errores para crear una imagen de lo que dicha sociedad debiera llegar a ser. En el caso de la distopía, ésta funciona como una advertencia respecto de un camino que no debe ser seguido si no queremos caer en una catástrofe sin retorno. Su valor radica en constituir una advertencia verosímil de lo que está por venir.
Por todo ello, si Leibniz nos dice que todo sucede para bien en éste, el mejor de los mundos posibles, a priori no hay lugar para la utopía ni necesidad de recurrir a distopías. En este sentido Leibniz es tan especial y se distingue por tanto del resto de pensadores. Sin embargo, así lo ve Voltaire en su Cándido:
- ¡Bueno! Mi querido Pangloss –le dijo Cándido-, cuando os han ahorcado, disecado, molido a golpes, y habéis remado en galeras, ¿habéis seguido pensando que todo iba lo mejor posible?
- Sigo fiel a mi primer sentir –contestó Pangloss- puesto que al fin soy filósofo y no me conviene desdecirme. Leibinz no puede equivocarse y, por otra parte, la armonía preestablecida es, con lo pleno y la materia sutil, lo más bello.
La conclusión de Voltaire, resumida en una sola frase, es también hija de su época (tan sólo unas décadas después de Leibniz y sólo unos años antes de la Revolución Francesa). Debemos cultivar nuestro jardín, decía Voltaire al final de su Cándido. Es decir, si queremos que éste sea el mejor de los mundos posibles nos lo tenemos que trabajar. Bajo sus palabras percibimos el anticipo de una utopía o, cuando menos, la aseveración de que somos dueños de nuestro destino.
Actualidad de la distopía
Es innegable que, en la actualidad, vivimos un momento de gran incertidumbre respecto de lo que nos deparará el futuro. De hecho, pareciera que no sabemos mirar hacia el futuro si no es bajo formas distópicas. Distintas fórmulas narrativas se hacen eco de este género que hoy en día es indudablemente un producto de consumo de masas. Series como Black Mirror, donde la tecnociencia se aleja de esa promesa que nos hace Silicon Valley donde los avances tecnológicos acabarán por completo con nuestros problemas; El Cuento de la Criada, con su fundamentalismo religioso y el terrible papel en que queda relegada la mujer; o la más reciente Homecoming, donde encontramos una gran corporación que se dedica a borrar los recuerdos de guerra de los soldados para volver a enviarlos al frente, una y otra vez, convirtiéndolos literalmente en munición para el campo de batalla.
Vivimos una época donde los individuos viven como problemas privados e individuales lo que en realidad son problemas sistémicos. Se recurre antes a los psicofármacos cuando tenemos problemas en el trabajo que a la organización y la lucha colectiva para hacerles frente.
Algo que define bien el espíritu de nuestros días en lo que ya nos dijera jocosamente Voltaire en su Cándido: Trabajar sin razonar es la única forma de hacer más soportable la vida. Autores más contemporáneos (J. Moruno) actualizan este pensamiento introduciendo la realidad innegable de la precariedad laboral: vivimos la experiencia cotidiana de la servidumbre como si fuera una actividad liberadora. El espíritu de nuestro tiempo es no tener tiempo, vivir en una incesante actividad, estar siempre disponible, ser un workaholic… aunque nuestro contrato de trabajo sea de duración incierta. No pensar o, cuando menos, no pensar demasiado para hacer todo esto más digerible.
Esto supone que vivamos una época donde los individuos viven como problemas privados e individuales lo que en realidad son problemas sistémicos. Se recurre antes a los psicofármacos cuando tenemos problemas en el trabajo que a la organización y la lucha colectiva para hacerles frente.
Los relatos distópicos son por tanto llamadas de atención, hijas del estado de ánimo colectivo de una determinada época. Son advertencias como dijera Adorno. Es innegable que vivimos tiempos de gran incertidumbre y de revisión continua del presente. Mi duda es si la distopía, como producto de consumo de masas, no estará copando espacios de revisión del presente que debieran estar reservados para la acción y lo colectivo. La distopía nos marca aquellos senderos que no debemos seguir. Sin embargo, tal vez falta poner en el centro de las miradas aquellos senderos que sí debiéramos transitar.
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La clave estaría en asumir la distopia del colapso en la que ya vivimos, pero que solo necesita el chupinazo de la guerra mundial para confirmarlo.
Y mientras, nos pillará viendo pantallas...
Además, llama poderosamente la atención, los medios en los que se consumen las series distópicas. Son canales privados, accesibles a los móviles, que de una manera intimista, individual, pequeña, privada, se expanden a multitudes y masas que no hacen nada más que consumirlas, que son afectadas, que no son estimuladas a la acción o al pensamiento crítico.
Las series distópicas triunfan, como una paradoja, en silencio, sin efectos de su contenido, ni siquiera secundarios efectos de la advertencia que recrean a través de las plataformas multimedias. Se digieren sin más, como videojuegos que gastan tiempo sin consecuencias intelectuales, sin consecuencias conductuales, morales. Tal vez el significado, también, de las distopías haya cambiado por efecto del consumismo de masas y se haya vuelto una distracción como otra cualqueira...