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Filosofía
“Call me by your name”, fluidez del ser y teoría queer
La simbología acuática de la película “Call me by your name” permite rastrear en ella una concepción fluida del ser, contraria al estatismo propio de la metafísica clásica, sobre la que se construye la tesis básica de la “teoría queer”.
Igualmente, si aplicamos este principio al ser humano, debe existir algo que dé continuidad al ser de cada uno y cada una. Un problema, el de la identidad —el de qué soy realmente— que tradicionalmente se ha respondido a través de una búsqueda teológica, filosófica o científica de algo que permanezca en mi, algo de lo que se pueda decir en todo momento que no ha dejado de formar parte de mi.
Al margen de sus evidentes diferencias, los tres ámbitos mencionados coinciden con frecuencia, sin embargo, en la utilización de un concepto muy concreto: el de naturaleza. Los ejemplos serían innumerables. Aunque seguro que podemos encontrar excepciones, de manera mayoritaria lo que es por naturaleza es entendido como algo inamovible y que establece el estándar, por ejemplo, de lo que se considera ser humano y de lo que es aceptado como adecuado y/o correcto para el hombre y la mujer. A grandes rasgos, esa “naturaleza” definiría la especie (humana), pero también el género (masculino o femenino) e incluso mi individualidad (que, sin embargo, debe someterse a las categorías más generales desde la que se define).
La vinculación directa con la anormalidad —incluso con la enfermedad— de todo aquello que no se ajusta a esa naturaleza sustancial estable, definitoria de lo que es ser humano, encuentra por tanto su fundamento en una concepción metafísica que vincula ser, normalidad normativa y atemporalidad.
La fluidez del ser
Call me by your name cuenta la relación que se establece a lo largo de un verano entre el joven adolescente Elio, y Oliver, un treintañero llegado a la casa familiar para trabajar con el padre del protagonista, especialista en arte antiguo. En un momento relativamente inicial de la película, el protagonista lee la cita de Kirk —uno de los más importantes especialistas en el pensamiento presocrático— que encabeza este artículo. A partir de ella, podemos aventurar una interpretación de la película que, desde la ruptura con la concepción metafísica clásica, nos permita acercarnos a ella como un reflejo de la teoría queer.
La cita en cuestión es un comentario al famoso pasaje de Heráclito de Éfeso (s. VI-V a de C.) en el que se sostiene que uno no puede bañarse dos veces en el mismo río dado que las aguas que lo componen son siempre cambiantes. “Todo fluye” (panta rei) vendría a resumir la concepción de lo real que, según apunta Platón en el Crátilo, tendría el filósofo de Éfeso.
La identidad se forma (de-forma, más bien) en el propio transcurrir del tiempo, en la falta de continuidad de lo que son las cosas y, por tanto, también de lo que es el ser humano.Kirk, sin embargo, se aleja ligeramente de la interpretación tradicional del pasaje en cuestión. No se trata únicamente de que todo lo real está en constante cambio, sino de que en la propia temporalidad lo real encuentra su ser. La permanencia, el existir de lo que es, se define desde la propia temporalidad. No sólo las cosas cambian, sino que la identidad de lo real va íntimamente unida al cambio y la temporalidad. El cambio es la forma de ser. La identidad se forma (de-forma, más bien) en el propio transcurrir del tiempo, en la falta de continuidad de lo que son las cosas y, por tanto, también de lo que es el ser humano.
No pensamos que sea ir demasiado lejos en la labor interpretativa de la película cuando buena parte de la acción va asociada a espacios acuáticos con una alta carga metafórica. Los ejemplos a este respecto serían innumerables. Así, tras mantener relaciones sexuales por primera vez, los dos protagonistas deciden darse un baño en un lago de aguas tranquilas, aparentemente estáticas. Un espacio similar al de la “piscina” en donde comienzan a conocerse en profundidad. O la balsa artificial a la que Elio lleva a Oliver y que resulta ser su lugar favorito de lectura y reflexión. Espacios en apariencia estáticos, sobre los que gira el tiempo en el que las vidas de los protagonistas son compartidas, en el que encuentran su momentánea “identidad” sexual a partir del deseo que sienten uno por el otro: no un hombre por un hombre, sino Elio por Oliver y viceversa. Muy diferente a la gigantesca cascada de fluidez incontenible, inclasificable en base a ninguna categoría específica que exprese la identidad sexual de los protagonistas, que visitan estos montañas arriba —más cerca por tanto del nacimiento del río— justo horas antes de su despedida final. No solo, por tanto, el tiempo acaba imponiendo el carácter fluido, imparable, del ser de los protagonistas, sino que este se sitúa en el origen del ser (el nacimiento del río).
El ser de los protagonistas, sus identidades, se muestran por tanto metafóricamente como sujetas a la fluidez del tiempo. Unas identidades que se ven sometidas a esa misma fluidez no solo en lo referente a su sexualidad, sino a su propia individualidad, tal y como mostraría el hecho de que decidan llamarse mutuamente con el nombre del otro (de ahí el título de la película). Siguiendo a Nietzsche: el nombre, la palabra, no tiene relación de correspondencia de ningún tipo con lo real. El lenguaje —dado su carácter estático, sustancialista— no es capaz de describir aquello que existe únicamente en tanto sometido a la temporalidad. El nombre de los protagonistas deja de ser reflejo de sus identidades y solo nos queda la propia relación particular y concreta, anclada a un tiempo también particular y concreto, que establece —pero no de-limita— en su dinamicidad, el ser y la “identidad”, no solo sexual, de los protagonistas al margen de categorías, naturalezas e identidades fijas o preestablecidas.
Judith Butler y la teoría queer
Es precisamente de la crítica a la “metafísica de la sustancia” de Nietzsche (a la que aludíamos en las primeras líneas de este artículo) de la que parte también la llamada “teoría Queer”, que tanto podría relacionarse con la película y sus metáforas fluviales. Judith Butler, en su libro El género en disputa (1999) reconoce que esta tradición metafísica se instaura, entre otras cosas, para encontrar una seguridad teórica concreta en el aparente orden de las identidades, ocultando o simplificando así una realidad en continuo devenir. Para Butler, por tanto, “la identidad es un ideal normativo más que un aspecto descriptivo de la experiencia”.
De la misma forma que aquella metafísica de la sustancia —a la cual va ligada de forma inevitable el verbo “ser”— dice del río, simplemente, que “es”, “congelando” así, de alguna forma, su intrínseco y constitutivo carácter en continuo devenir, al realizar asignaciones de género de carácter sustancialista a las personas estamos olvidando que el género es, según Butler, “una caracterización persistente que pasa como realidad”: de la misma forma que la corriente siempre cambiante del río perseveraría en su mostrarse a nosotros siempre como el mismo río, la caracterización sustancialista del género no dejaría de ser para Butler la ilusión o el efecto derivado de una reafirmación basada en la repetición constante de un tipo concreto de acciones.
De la misma forma que la corriente siempre cambiante del río perseveraría en su mostrarse a nosotros siempre como el mismo río, la caracterización sustancialista del género no dejaría de ser para Butler la ilusión o el efecto derivado de una reafirmación basada en la repetición constante de un tipo concreto de acciones.Butler recoge así, y lleva hasta sus últimas consecuencias, no sólo la tradición nietzscheana, que a su vez recoge el guante lanzado por Heráclito, según la cual “no hay ningún 'ser' detrás del devenir” —o en este caso, más bien: “no hay ninguna identidad de género detrás de las expresiones de género”— sino también la máxima de Simone de Beauvoir según la cual “On ne naît pas femme, on le devient”. Unas palabras que, aunque tradicionalmente se han traducido como “No se nace mujer, se llega a serlo”, se podrían traducir de forma más exacta —y consecuentemente más “filosófica”— como “No se nace mujer, se deviene”. La primera traducción, aunque reconoce el proceso, desemboca en la constitución de un sujeto estático, mientras que la segunda se mantiene en el devenir, en la actividad constante, en el proceso permanente, en la transformación perenne como constitutivo de este mismo sujeto.
Cambiando lo que hay que cambiar —“mujer” por “género x”— nos acercamos a la teoría queer, cuyas consecuencias políticas son evidentes: si el género normativo y todo lo que conlleva —heterosexualidad obligatoria, binarismo de género, etc— es un devenir, una sucesión de actos y performatividades repetidas en el tiempo —es decir, si el género “normativo” no es, sino que deviene— entonces es igual de “verdadero” que el género no-normativo, y si ha pasado a ocupar una posición de “realidad” es por una cuestión de relaciones de fuerzas que por cuestiones de espacio no podemos tratar aquí. Este reconocimiento del género como devenir, como efecto, situaría en un mismo plano de realidad las expresiones “normativas” de género y todas aquellas expresiones y situaciones no-normativas que la metafísica de la sustancia ha relegado históricamente a la categoría de “copia” o “simulacro”. Como dice Judith Butler, para dar cuenta de este devenir, la teoría queer —de la que Call me by your name sería, como hemos dicho, una bella ilustración— “exige un nuevo vocabulario que instaure y multiplique participios presentes de diversos tipos, categorías resignificables y expansivas”. Dejemos, pues, de llamar a las cosas por "su" nombre.