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El laberinto en ruinas
La misión imposible del Gran Poder
A finales de este último mes de septiembre, la Hermandad del Gran Poder anunció una salida extraordinaria de su imagen más conocida. Después de dos años de ausencia, Sevilla tiene hambre atrasada de procesiones. Y más aún dado que durante las dos últimas décadas la Semana Santa se ha comido el calendario con eventos cofrades fuera de fecha. Nada anormal pues. Salvo que la procesión se convocaba como una “Santa Misión Evangelizadora” para los barrios objeto de su visita. Redacciones y emisoras de radio se encargaron de resaltar con denuedo uno de ellos: Los Pajaritos, que comparte el podio de la pobreza en Sevilla con Torreblanca y el Polígono Sur.
Quizás debido al temor reverencial que infunde el colectivo cofrade, pocos se han atrevido a reparar en el agravio que supone tal despliegue de paternalismo, reminiscencia de las estampas de la España más berlanguiana
Quizás debido al temor reverencial que infunde el colectivo cofrade, pocos se han atrevido a reparar en el agravio que supone tal despliegue de paternalismo, reminiscencia de las estampas de la España más berlanguiana. No deja de ser significativo que, a poco más de una semana del 12 de octubre, “Fiesta de la Hispanidad”, el icono y su cortejo de administradores y acólitos desciendan a visitar otros mundos en “misión evangelizadora”. El esquema mental implícito tiene, en efecto, mucho de pensamiento colonial. La marginalidad que define a ciertos barrios viene a ser un exotismo interno, campo de experimentación, sujeto de beneficencia, escenario de noticias luctuosas, películas y documentales e incluso fuente de folclore. Son lugares de los que se habla en términos bélicos (intervención), carcelarios (rehabilitación), morales (regeneración) y ahora también espirituales (santa misión.) Sitios que van de solución en solución hasta la “solución final”, que consiste básicamente en colonizarlos llegado el caso con poblaciones menos problemáticas y más acreditadas económicamente. Algo harto improbable dado el problema que supondría dispersar por la ciudad a tantos sevillanos periféricos.
El vecino de la ciudad normalizada puede permitirse franquear la frontera física que le separa de Los Pajaritos escoltando al “Señor”, pero observa lo contrario con cierto desasosiego. Los medios locales, en la misma crónica de la procesión, ya se encargan de inquietarle con el número de tiroteos que se han producido allí en un mes. Y como cualquier colonizado, el parroquiano periférico tiene poco dominio sobre su retrato. Sólo maneja el albur de la conversión: admitir los pecados que le achaca la crónica de sucesos, creer que la visita del Nazareno trae un atisbo de centralidad al extrarradio y transitar, en definitiva, del conflicto al milagro. Ese es uno de los poderes que los gestores de los símbolos sevillanos comparten con los medios locales: el de rubricar la definición estereotipada de espacios y sujetos. Si no se comulga con los eventos por los que se conoce la ciudad y no se hace de la manera en que sus administradores quieren, en Sevilla no se puede ser otra cosa que marginal, conflictivo, sospechoso o invisible.
Si no se comulga, en Sevilla no se puede ser otra cosa que marginal, conflictivo, sospechoso o invisible
Acabada la “misión”, diarios, radios, devotos y ciudadanía en general volverán a achacar los cortes eléctricos a los enganches a la red propios del cultivo de marihuana, a señalar a los vecinos por el descuido del barrio y a propalar la sospecha sin contestación alguna. Los habitantes del extrarradio marginal, como el inespecífico grupo de “los jóvenes” y como todo espantajo que se pueda pergeñar, son una cosa y la contraria: son fuente de peligros y acreedores de tutela; son pobres pero manejan i-Phones, conducen automóviles e incluso se permiten reproducirse; son incívicos pero manantial primigenio de cultura popular (“el flamenco es el opio del barrio”)... son ambiguos, en una palabra. Desde esa ceguera esquemática no es extraño que quiera verse la procesión como un evento conciliador y no como una deferencia arrogante de la metrópolis hacia seres en el fondo primitivos que necesitan ser “evangelizados” e incluso exorcizados, vale por tal decir “civilizados”. Unos seres liminares que pertenecen y no a la ciudad.
Si se estima que Los Pajaritos forman parte de Sevilla sólo a efectos administrativos es porque la segmentación fetichista y la segmentación social del espacio coinciden dando paradero fijo y separando lo sublime de lo indeseable. Al acumular el enorme excedente humano incapaz de habitar mejores sitios, las periferias han sido necesarias para instituir y proteger la centralidad sevillana como hoy la conocemos. Sin embargo, más oneroso que esta función urbanística, demográfica y económica es su papel de antípodas simbólicas contra las que pueden resaltar las excelencias y virtudes de la “ciudad auténtica”, en orden, deseable.
La “santa misión” es un ejemplo más de cómo el consorcio cofrade dispensa bula de sevillanía a su arbitrio
La “Santa Misión” es un ejemplo más de cómo el consorcio cofrade dispensa bula de sevillanía a su arbitrio. Pero no es el único con competencias: en abril de 2016 y durante una cena de gala, taurinos y flamencos ilustres ofrecieron a subasta avíos de torear, calzado de baile y, alguno, un día de convivencia en su cortijo, para obtener fondos dirigidos a niños del Polígono Sur. Si sólo señalásemos que, acercando hermandades, flamenco y toros, se encubren unas condiciones de vida no diríamos nada nuevo y nos quedaríamos cortos. Con esos acercamientos la “Sevilla de siempre” se hibrida con el suburbio para obtener como síntesis una barriada que desea expiar su marginalidad siendo canónicamente sevillana ya que no tiene otro camino. Dentro de cada cani hay un cofrade, un torero o un flamenco arañando para salir, sólo hay que mostrarles el protocolo. No importan las desigualdades, importan el “arte” y la devoción.
Las instituciones no consiguen mejorar la situación social pero se espera que el casticismo obre al menos el prodigio de la integración simbólica
Las instituciones no consiguen mejorar la situación social pero se espera que el casticismo obre al menos el prodigio de la integración simbólica. Los extrarradios no se muestran renuentes y organizan sus propios eventos. En la pole position de la pobreza sevillana existen hermandades que procesionan sólo por el vecindario fuera del tiempo de Semana Santa. Sin embargo la devoción no levanta el estigma. Aunque esas entidades hayan nacido a imagen de las tradicionales, no dejan de ser subalternas. Ni su presencia evita los infundios de los medios (que dedican horas y páginas a las glorias cofrades) ni se conoce que los hayan cuestionado. Y como tales jamás se sumarán a las escasas acciones reivindicativas que puedan darse en la zona. Cosa que por otra parte desmiente esa capacidad que tienen algunos para adivinar veleidades revolucionarias en todo culto popular.
Ahora bien, el poder de la gestión de los símbolos no es inocuo. Tiene su lado oscuro. En Sevilla, alzarse con el santo y la peana o ponerse a su sombra permite influir políticamente. En otras entradas relatamos los procesos judiciales incoados o las persecuciones mediáticas iniciadas en defensa de las tradiciones. El catedrático Agustín García Calvo, la compañía de teatro “Els Comediants”, un estudiante de Bellas Artes, el dibujante Nazario, el grupo de rock “Narco”, ciertos internautas y la revista satírica “Mongolia” son ejemplos de víctimas propiciatorias. Bajo el empeño de proteger la “auténtica” estética sevillana se censuró un grupo escultórico en homenaje a Luis Cernuda o se entablaron fuertes debates sobre la idoneidad de otros monumentos. En todos los casos andaba detrás alguna Hermandad agraviada o algún paladín de las esencias ofendido. No eran tiempos lejanos: mientras la “misión” recorría las calles de Los Pajaritos, la prensa local daba voz a las críticas de un urbanista sevillano contra el proyecto Metropol Parasol. El estilo moderno de su pérgola, de 26 metros de alto, dice que le molesta “cuando pasa por allí con la comitiva de la Virgen de la Amargura en Semana Santa”.
Los custodios de los símbolos y tradiciones sevillanas y su séquito de apologetas mediáticos, académicos o diletantes no osarán reconocer esa influencia o le restarán importancia. Lo cual es una forma bastante artera de evitar ponerla en cuestión o hablar abiertamente de ella. Son patricios provincianos que saben contra quién pueden querellarse, ante quién hay que callar y frente a quién pueden lucir sus galas para recibir el reconocimiento que se les debe. El desfile del Gran Poder no conseguirá resolver los problemas de Los Pajaritos, ni lo pretende. Pero renueva el poder ambiguo de las tradiciones para encuadrar e igualar a los sevillanos, incluso a los más incómodos, bajo su palio. Aunque sea al precio de pasar por alto las condiciones de vida y dejar indemnes los tópicos que separan a Los Pajaritos, a Torreblanca, al Polígono Sur y a otros tantos del resto de Sevilla.