We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Opinión
Contra la producción, por el racionamiento
Las terrazas de los bares se han poblado en unos años de llamas o tubos incandescentes, que calientan sobre todo al viento. Y de casetas de plástico, para que el consumo no decaiga. ¿Cuántos aditivos plásticos, cuanto gas, petróleo, uranio, eólica o solar se consumen ahí? Toneladas de toneladas. Otro tanto está sucediendo con las baterías eléctricas, hay ya más patinetes de litio que pedales en los carriles-bici. ¿Cuántos paisajes devastados, cuántos acuíferos y ríos van a ser contaminados para que jóvenes de estupendas piernas se desplacen al gimnasio con litio electrificado? Una burrada. En el comercio de alimentación hay ya más plástico que alimento. ¿Dónde va todo ese plástico? A plastificar los mares. Y así
Es cierto que se fabrican ingenios de verdadero provecho: el audífono, la silla de ruedas autónoma, el desfibrilador, etc. Pero también que artefactos en principio provechosos son usados igual en fines loables que en pamplinas: el mismo precio (o muy similar) cuesta el combustible que mueve una ambulancia al hospital que a mil turismos al centro comercial; o que aparatos en principio sencillos son atiborrados con fascinantes tonterías, como esos teléfonos con soniquete personalizado que archiva tus pulsaciones en la nube cibernética inconsútil que todo lo guarda. Es así porque el axioma central del industrialismo es que todo eso es, en esencia, lo mismo. Producción (mercancía o recursos públicos) y solo aparentemente, bienes distintos. Eso hace “normal” que valga lo mismo el litio de una silla de ruedas que el empleado en cualquier juguete basura.
Parece “normal” que valga lo mismo el litio de una silla de ruedas que el empleado en cualquier juguete basura
Son solo ejemplos menores de tantos y tantos aún más relevantes, pero bastan a ilustrar la lógica de nuestra civilización con el abuso de bienes que la Economía llama “materias primas” y “factores de producción”. Una lógica que trae consigo que el metabolismo de todo tipo de materiales, combustibles y desechos tóxicos venga incrementándose aceleradamente desde hace dos siglos. Y para más inri, repartiéndose desigualmente (injusticia ambiental). Todo ello es en aras de la Producción, como lo proclaman litúrgicamente los jerarcas (no las clases, que no creo en ellas, como no creía Kafka). Así se deriva de la cosmovisión imperante, que más que capitalista es industrialista: es la Producción, el sacro por excelencia de nuestro mundo, una metafísica concebida por los padres de la Economía Adam Emith y Karl Marx, encarnada hoy en el Orden institucional.
El relato de la Producción no funda una teogonía, sino una antropogonía: los primeros humanos no serían los dotados de palabra, como sostuvo Aristóteles, sino los hacedores de herramientas y máquinas, como sostiene Marx. Del avance de estas por los siglos de los siglos vendría dependiendo el Progreso. Las herramientas ancestrales, reverenciadas en los museos, supondrían el inicio de una carrera en pos de la Máquina Total, que reverencia Marinetti ya a comienzos del siglo XX.. Y así como el devenir de las técnicas del Trabajo nos vendría salvando precariamente de la calamidad, la Máquina definitiva nos salvará totalmente, porque habrá logrado la Productividad Absoluta. Alguno de los padres de la Economía llega a afirmar, en un arrebato devocional, que las relaciones humanas son sustancialmente “relaciones sociales de Producción”.
Arrebato, sí, porque el mito del industrialismo, como todo relato fundacional, es investido de carisma por sus creyentes. El triunfo del relato se manifiesta en la fascinación y entusiasmo que concitan las novedades mecánicas y electrónicas. La genialidad artística de Kubrick ha logrado expresar esta escatología en una escena de 2001, Odisea del espacio, cuando la primera herramienta-arma es lanzada al espacio por nuestro ancestro y se convierte en la Nave estelar en la que viajarán nuestros descendientes definitivamente progresados. Los descreídos (Kubrick lo era) decimos que todo esto es tecnolatría.
El dictado absoluto de este credo es que la producción debe continuar, agónicamente, en lucha incesante contra la necesidad, como productividad incremental. Los catecismos económicos vulgarizan este principio, que formulara el padre Malthus, como la tensión entre necesidades infinitas y recursos finitos. Y los noticiarios nos mantienen al día del crecimiento de la Economía, midiéndolo en dinero, pues el capital es la quintaesencia de la producción, de manera que los sacrificios en su altar son una depuración de los sacrificios devastadores y a menudo sangrientos en la mina y en el horno industrial: significan lo mismo, consagración de la Producción.
Esfuerzos aparentes
Las corporaciones capitalistas aseguran ahora que son sostenibles y circulares: si consultamos por ejemplo las páginas de cualquier compañía minera, vemos más animales y paisajes agrestes que simas y escombreras. Pero la verdad es que los esfuerzos por minimizar el daño ambiental, por sinceros que sean, no pueden estorbar el designio absoluto de la producción. Lo legitima la cosmovisión industrialista y lo impone el entramado institucional resultante: todas las jerarquías, desde los heresiarcas a los subsecretarios, viven de garantizar la aclamación litúrgica de la Producción, un fin en sí mismo (Sánchez Ferlosio: Non Olet) y epifanía contemporánea de lo que Simone Weil llama “la Fuerza”, esa fatalidad que pesa tanto sobre los que mandan como sobre los que obedecen, pero que esclaviza más a los primeros (Weil: La Ilíada o el poema de la fuerza).
Para apreciar el carácter tanático de la creencia en la producción hay que apostatar de este credo y denunciar a sus pontífices; solo así adquirimos una visión clara de los abrumadores daños a la humanidad y a la biosfera que esta metafísica ha venido causando, con la comunión, ay, de buena parte de las izquierdas. Lo que vemos entonces es que la humanidad está comportándose “como un heredero borracho en una juerga” (Mumford: Técnica y civilización).
Siendo así, la lógica que deriva del relato de la producción no ofrece cabida para cualquier contención o racionamiento, que será tenido como anatema. Un escaparate en el que escasean “productos” (sea fruta, bicicletas para pasear, flores de plástico, bólidos para la autopista o móviles-pulsómetro-selfie-play) es la mácula inapelable de la sociedad de la producción. De hecho, la palabra racionamiento es maldita, impronunciable por cualquier jerarca con aspiraciones, y no principalmente porque recuerde a las postguerras, sino por razones más de fondo.
Y sin embargo, el racionamiento se practica en múltiples ámbitos de nuestras sociedades, aunque sin llamarle así: en la asignación de l@s médic@s en los sistemas de seguridad social, en las economías domésticas y en muchas conductas personales, como las alimenticias, para la buena salud y el equilibrio, etc. Pero es tabú practicarlo en el ámbito de la Producción. Es de lamentar, un contradiós, porque la producción no es más que un engendro de la escuela filosófica de los economistas, que han instrumentado después los herederos del gran inquisidor (Dostoievski) como sacro trascendente con el que continuar pastoreando el rebaño del Bienestar.
¿Cuándo comenzamos a racionar bienes ecosistémicos que deberían haberse racionado hace mucho tiempo, y que es urgente ya administrar con extrema contención, como son la mayoría de los que el relato de la producción conjunta como “factores de producción” y como “materia prima”? ¿Hasta cuándo no vamos a comenzar a discriminar sus aplicaciones y destinos, para que, por ejemplo, deje de ser lo mismo el litio de un juguete que el litio de una silla de ruedas?