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Los disturbios de índole racial en Estados Unidos vivieron en agosto de 2017 otro capítulo trágico en Charlottesville (Virginia), cuando un neonazi mató con su coche a Heather Heyer, camarera de 32 años que participaba en una marcha antifascista. Heyer, caucásica, estaba cansada de ver cómo los replicantes del Ku Klux Klan increpaban sin reparo a afroamericanos bajo la excusa de ensalzar la memoria de un general confederado. Se repetía con ello el estertor moral de lo ocurrido tres años antes en Ferguson (Misuri), tras la muerte de Michael Brown a manos de la Policía local.
También con la connivencia policial, en Charlottesville habían permitido que supremacistas blancos se manifestasen ante la retirada de una estatua de Robert E. Lee (1807-1870). La veneración hacia este militar, clave para la Confederación durante su Guerra Civil, fue otro ejemplo de cómo la sociedad estadounidense sigue con los cimientos podridos por el racismo, la xenofobia y el clasismo. Y como Hollywood es el epítome de la hipocresía, un efecto colateral fue que películas como Detroit pasaron con más pena que gloria por la cartelera.
Dirigido por Kathryn Bigelow y guionizado por Mark Boal, este filme llevó el sello de Megan Ellison (Annapurna) para la producción... y también para la distribución, lo cual era novedad. Pero a la opinión pública, esa misma que crece velozmente en redes sociales y que carece de autoría fundamentada, le resultó frívolo que Bigelow, Boal y Ellison retratasen los disturbios raciales que en julio de 1967 sacudieron las calles de Detroit (corazón estatal de Míchigan).
Tres personas de raza blanca y de clase media-alta, en lugar de alguien de raza negra que procediera de un estrato más bajo. Ahí estaba el quid para los ofendiditos, junto a la habitual polvareda que levanta Bigelow cada vez que explora la actitud escabrosa de las fuerzas de seguridad de EE.UU. Ella recibe tantos palos desde la izquierda como desde la derecha, porque exaspera a los de un bando y ridiculiza a los del otro. Eso sí, después de En tierra hostil (2009) y La noche más oscura (2012), la exquisita cineasta californiana ya tiene callo.
El inmerecido descrédito y su veraniega fecha de estreno restaron potencia a Detroit para la temporada de premios, a pesar de que se reestrenó en salas el pasado diciembre como medida de urgencia, casi al mismo tiempo que se lanzaba para formatos domésticos. Pero el plan de Annapurna no cuajó y Bigelow fue ninguneada en las galas de postín, sirviendo de advertencia a otras cintas coetáneas de similar temática, como Kings.
La directora turco-francesa Deniz Gamze Ergüven, que despuntó gracias a Mustang (2015), revive con Kings los disturbios sucedidos en Los Ángeles a raíz del juicio a los policías implicados en la paliza al taxista Rodney King en 1992. Obie Hardison (interpretado por Daniel Craig) es uno de los pocos blancos que residen en el peligroso barrio de South-Central, y en medio del caos lidia con su atareada pero optimista vecina Millie Dunbar (Halle Berry).
Plurimadre divorciada y vecino ladrador
Millie es una repostera que hace demasiadas horas extra, plurimadre divorciada, con cierto complejo de Yocasta y excesivo altruismo en vena. Mientras que Obie es un escritor siempre malhumorado, que trabaja mejor de noche y desnudo, con el egoísmo por bandera y más ladrador que mordedor. Ambos acaparan el foco de la trama adulta, si bien la película dedica más esfuerzo a la trama de los niños y adolescentes que conviven con Millie.
Berry acierta de lleno en su papel de cuidadora abnegada y su complemento con Craig es genial, a la par que previsible en el terreno de la tensión sexual no resuelta. Chirría alguna escena de ambos intimando en mitad del descontento, con un montaje que además se excede en la superposición entre los planos cenitales de documental y los planos medios ya ficcionados. Es la única pega de un inicio demoledor, crudo en los hechos y por lo tanto idóneo para poner rápidamente en contexto.
El personaje de Jesse Cooper, interpretado por el joven Lamar Johnson, es la voz de la cordura en ese barrio de locos y pobres. Él es quien mantiene a flote el entusiasmo en casa de una repostera que no da abasto, pero se descentra cuando conoce a la pícara Nicole Patterson (encarnada por la también veinteañera Rachel Hilson) y se enrabieta cuando entra en juego el pandillero William MCgee (Kaalan Rashad Walker). Ese triángulo mal avenido plasma el sentir de South-Central.
Nicole tiene el mismo dilema que el barrio entero, decidiéndose entre la diplomacia poco atractiva que muestra Jesse o la visceralidad muy atractiva que muestra William. Así, Kings es una sutil representación del polvorín racial que hubo en Los Ángeles a principios de los noventa; su mensaje cala menos en el espectador que el de Detroit, pero también es cierto que los sucesos angelinos coincidieron con un ambiente en el que la política internacional (caída del Muro de Berlín, Perestroika, etc.) absorbía por vicio las preocupaciones mediáticas.
De fronteras adentro, poco importaban las injusticias de las clases humildes mientras no pusieran en jaque la credibilidad espiritual del capitalismo de Occidente. Millie hace malabares día a día, en lo mundano, pero le sale un problema nuevo a cada paso. La tensión por el caso de Rodney King va penetrando en su hogar, deshaciendo sus planes y su paciencia hasta el punto de que su única labor sea proteger a sus hijos, con la ayuda de Obie, en una ciudad que clama venganza.
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