Desigualdad
Ser un ‘intocable’ en la India, aún peor durante una pandemia

200 de los 1.300 millones de habitantes de la India son dalits, más conocidos como ‘intocables’. La peor etiqueta en un sistema de castas que define el ADN social del segundo país con mayor número de contagios por covid-19 de todo el mundo.

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‘Jerarquía’, ‘ghetto’ o ‘marginación’. Existen muchas palabras para referirse a la desigualdad en el mundo, pero pocas de ellas dibujan un tajo tan profundo como ‘casta’, nombre que reciben las diferentes divisiones sociales de la India, el segundo país más afectado por la covid-19 con 7,6 millones de contagios.

La actual crisis sanitaria ha dejado al desnudo un mapa convulso, tejido en silencio durante siglos por las castas, siendo los llamados dalits, también conocidos como parias o intocables, la comunidad más marginal al quedar fuera del antiguo reparto ‘divino’ del gigante asiático. Una etnia convertida hoy en la principal víctima de la pandemia en la India, especialmente tras un confinamiento que ha obligado a millones de dalits migrantes a volver a sus casas a pie recorriendo cientos de kilómetros ante la falta de recursos.

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Dalits: De la mitología a la marginación

Según la mitología hindú, la deidad Púrusha era un gigante de mil cabezas que fue rebanado por el resto de dioses para dar forma al mundo a través de las conocidas como cuatro castas de la India: su boca se convirtió en los brahamanes (sacerdotes y máxima autoridad de la sociedad hindú), sus brazos en los chatrías (guerreros), los muslos serían los vaishias (artesanos) y los pies los shudrás (esclavos). Sin embargo, los dalits no nacieron del cuerpo de Púrusha, motivo por el que fueron condenados a una marginalidad perpetua.

La esperanza de vida de una mujer dalit es de 14.6 años menos que la de cualquier otra mujer, un destino ligado principalmente a los empleos que ejercen, considerados como los más “sucios” del país del Taj Mahal

Según un reciente estudio realizado por la National Family Health Survey (NFHS), la edad media de los dalits, musulmanes y mujeres de la India es menor al del resto de ciudadanos. Por mencionar un ejemplo, la esperanza de vida de una mujer dalit es de 14.6 años menos que la de cualquier otra mujer.

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Un destino ligado principalmente a los empleos que ejercen, considerados como los más “sucios” del país del Taj Mahal: limpiar las calles y letrinas, manipular basura o derretirse en cosechas a merced de los caprichos de la naturaleza, lo cual permite a otras castas superiores identificarlos (y juzgarlos) con mayor facilidad. Así se convierten en sombras del resto de la población hindú. En peones señalados sin posibilidad de ascender o prosperar.

Aunque los dalits han sido repudiados por el resto de castas desde hace más de 2000 años, tras la Independencia de la India en 1947 el gobierno suprimió este sistema de la Constitución sin éxito: al igual que otras creencias ancestrales, el papel nunca es suficiente para controlar unas tradiciones que se reproducen desde el estado de Kerala a Punjab, de Karnataka a Assam, especialmente en unas zonas rurales donde muchos dalits recurren a otras religiones como la cristiana. La única alternativa para despistar al karma que, según las escrituras sagradas, castiga sus acciones realizadas en vidas pasadas.

“Los padres de niños cristianos dalits no pueden costear los estudios de sus hijos, por lo que acaban explotados en fábricas o, incluso, si son niñas, subastadas para la prostitución en muchos templos”, explica Chinnapan

“El 70% de los cristianos de la India son dalits a quienes se les niegan diferentes derechos, incluso cuando se han convertido al cristianismo”, cuenta a El Salto el Padre Benjamin Chinnapan, fundador de Dalit Solidarity, organización que colabora con diferentes comunidades dalits en el estado de Tamil Nadu, al sur de la India. “El gobierno ve esta conversión como una traición a la propia religión hindú y castiga a sus ciudadanos de diferentes formas. Por ejemplo, la mayoría de niños cristianos dalits ven rechazadas sus admisiones a becas y escuelas. Sus padres no pueden costear los estudios de sus hijos, por lo que acaban explotados en fábricas o, incluso, si son niñas, subastadas para la prostitución en muchos templos. La pobreza es inmensa y la educación, la única forma de que estos niños conozcan sus derechos”.

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El huracán de opresión hacia los dalits les ha condicionado a ser también las principales víctimas de la covid-19 en la India, ya que tienen un mayor riesgo de mortalidad: la mayoría vive en espacios abarrotados por familias enteras que comparten una misma habitación, lo cual dificulta el aislamiento y distanciamiento social. Además, muchos de ellos son trabajadores sanitarios a los que se les niega la protección por su condición social y cualquier cobertura médica en caso de ser contagiados.

“La actual pandemia no ha hecho sino reforzar aún más las desigualdades de la India”, afirma el Padre Benjamin. “Pero la peor parte se la han llevado los millones de dalits que tuvieron que emigrar tras la declaración del estado de alarma el pasado mes de marzo.”

Cuatro horas para escapar del hambre

El pasado 24 de marzo, y al igual que otros países asiáticos, el gobierno de la India declaró el estado de alarma en todo el país, pero lo hizo a su modo: en un plazo de cuatro horas que paralizó a una nación de 1300 millones de habitantes, sembrando el caos respecto a las restricciones y controles policiales.

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El corto aviso se tradujo en colas interminables en las estaciones de tren, unos militares que no dudaron en golpear a todo aquel que saliera a comprar a su tienda habitual, o miles de dalits despedidos de sus fábricas que tuvieron que emprender la ruta de regreso a casa a pie y sin una rupia en los bolsillos.

“Los dalits trabajan principalmente como mano de obra en la agricultura y la construcción, ya que solo un 10% cuenta con tierras propias”, cuenta a El Salto Ana de las Heras, Directora de Comunicación de Akshy, ONG que asiste a la comunidad dalit en la ciudad de Bodhgaya, en el noreste de la India.

“En muchas ocasiones no cuentan con ahorros, ya que solo ganan al día para comer y cuando necesitan un servicio sanitario tienen que pedir elevados préstamos que les llevan a una dependencia total del usurero”, añade. “Por ese motivo, llega un momento en que quedan atrapados en la deuda y la única manera de salir de ella es aceptando trabajos infrahumanos que pueden llegar a involucrar incluso a sus hijos. Pero especialmente, al no contar con trabajo todo el año y debido a la pobreza se ven obligados a trabajar en otros estados a miles de kilómetros para poder mantener a sus familias”- 

La situación a la que se han visto empujados los dalits tras el estado de alarma ha puesto de manifiesto las mil caras de la desesperación: mientras algunos recibían malas noticias a miles de kilómetros y otros no llegaban a alcanzar sus hogares, personas como Mitlesh Manhi fueron perseguidas durante diez días por su peor enemiga: el hambre.

“El miedo de no tener nada que comer”

Mitlesh Manhi (nombre ficticio) es un trabajador dalit que vive en una aldea cercana a Bodhgaya, en el estado de Bihar. Está casado y tiene cinco hijos, tres de los cuales estudian en las escuelas de la ONG Akshy, ya que Mitlesh es analfabeto y nunca ha contado con los suficientes recursos para darle una educación a su familia.

Debido a la precariedad del trabajo en Bihar, Mitlesh se vio forzado a viajar al estado de Maharashtra, al otro lado del país, para trabajar en una fábrica de caña de azúcar. Aunque muchos trabajadores llevan consigo a sus hijos para que trabajen con ellos, Mitlesh decidió dejar a los suyos con su mujer en Bodhgaya a fin de que pudieran quedarse en la escuela. Al no contar con abogados que defiendan sus derechos  y con subvenciones negadas a aquellos por debajo del umbral de la pobreza, dalits como Mitlesh aceptan cualquier trabajo, a menudo bajo condiciones infrahumanas.

“Trabajamos muchas horas bajo altas temperaturas, doce horas al día durante seis días a la semana y cobrando 3,50 euros al día de los cuales nos descontaban la comida”, narra Milesh Manjhi

“En la fábrica de caña de azúcar dormíamos bajo tiendas de plástico, sin agua corriente o electricidad”, relata a El Salto Mitlesh Manjhi. “Trabajamos muchas horas bajo altas temperaturas, doce horas al día durante seis días a la semana y cobrando 3,50 euros al día de los cuales nos descontaban la comida. Si además éramos mordidos por una serpiente o sufríamos un corte con un machete, no contábamos con ningún servicio sanitario”.

Mitlesh Manjhi llevaba dos meses trabajando en las plantaciones de caña de azúcar hasta que el estado de alarma del 24 de marzo llevó a la fábrica a cerrar sin pagar ni una sola rupia a sus trabajadores. Fue así como Mitlesh se vio obligado a abordar la única solución junto a uno de sus compañeros: recorrer a pie los 1.400 kilómetros entre los estados de Maharashtra y Bihar, su hogar.

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“Al no haber comida, todos los trabajadores abandonamos la fábrica y comenzamos nuestros viaje”, relata Mitlesh Manjhi. “Llevábamos bolsas con nuestras pertenencias y algunos restos de comida. No había autobuses ni trenes, ni tampoco dinero para pagarlos. Tampoco podíamos hablar con nuestras familias. Fueron 10 días de pesadilla, caminando bajo el sol a más de 45ºC. Por suerte, nos encontramos con algunas buenas personas que colocaban contenedores de agua junto a la carretera para que pudiéramos beber”, continúa. “Al llegar a las ciudades nos acercábamos a las estaciones de tren, donde recibíamos algo de comida por parte de alguna ONG, y dormíamos en cualquier lugar al caer la noche. En ocasiones, pensé que no conseguiría terminar el viaje y que no volvería a ver a mi familia; eran muchos los temores: el encuentro con la policía, los controles, la sed, el cansancio pero sobre todo el hambre. El hambre es lo que recuerdo con más intensidad. El miedo de no tener nada para comer”.

Mitlesh Manjhi caminó durante gran parte del viaje y, en ocasiones, se subió a camiones que le permitían realizar parte del trayecto hasta que aparecían los controles. Consiguió alcanzar Patna, la capital de Bihar, y allí se montó en un autobús gratuito del gobierno para llegar finalmente a casa. Sin embargo, al regresar se encontró con otro problema: el rechazo de su comunidad, que le sugirió que acudiese a un centro de cuarentena para no poner en riesgo a todos los vecinos. Tras pedir auxilio en uno de los centros, fue abastecido con comida y descansó durante 14 días de aislamiento.

Actualmente, Mitlesh se ha vuelto a plantear abandonar Bihar para trabajar tan pronto como se lo permita la situación: “Tengo dos hijas en edad casamentera y necesito el dinero para pagar las dotes [patrimonio que acompaña a la entrega de una hija a la familia de su nuevo marido, otra de las lacras que la historia de la India no ha perdonado]”.

Mitlesh se ha planteado volver al estado de Rajastán y en su cara se puede leer la desesperación. Porque en su país existe algo peor que ser un intocable: serlo en un mundo dividido por un distanciamiento social que, en la India, entiende hoy de más de un significado. Y todos ellos son igual de devastadores.

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