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De haberlo sabido
Tú te callas
Todo ser vivo, de una u otra forma, tiene la capacidad de comunicarse. Incluso aquellos de quienes jamás nos esperaríamos que tengan algo que decir, lo hacen. Las plantas intercambian información por la rizosfera, con sus colores y aromas hablan con insectos y aves. A través del micelio, los hongos tejen redes “sociales”. Hay abejas que danzan, monos que aúllan, elefantes que lloran, ballenas que silban, topos que se dan cabezazos en el techo de los túneles para que otros sepan que están ahí.
Hay hormigas que se “besan” para intercambiar información, las cigarras cantan para marcar territorio y atraer a las hembras. Las orquídeas son expertas mentirosas que engañan a insectos, pájaros y anfibios para que distribuyan su polen. Hay escarabajos noctámbulos que emiten luz, peces que hablan a través de señales eléctricas, setas que te avisan, con sus colores, de que tengas cuidado con ellas.
En la naturaleza, la comunicación adopta muchas formas, pero solo algunos organismos somos capaces de expresarnos, solamente algunos dominamos el verbo. Porque no todos tenemos pensamientos, sentimientos y deseos complejos y, menos aún, el don de la palabra. Los humanos podemos hablar. Podemos escribir, podemos gritar, convencer, dialogar, intimidar, oprimir, componer, quejarnos. Podemos… manifestarnos. Es lo que nos distingue del resto, aunque también nos comuniquemos a través de sustancias químicas, sonidos, señales visuales. Aunque nos toquemos, aunque silbemos y sepamos canturrear también.
Pero no todos somos libres de hacerlo. La libertad de expresión es algo que todo el mundo parece saber qué es, aunque nadie sea capaz de definirla con precisión. O, más que el concepto en sí, sus límites. La Declaración Universal de los Derechos Humanos dice que cualquier persona tiene derecho a “expresar y difundir, buscar, recibir y compartir información e ideas sin miedo ni injerencias ilegítimas”. Se supone que, por ello mismo, somos libres de expresarnos, informarnos, opinar y pensar. Aunque no sea cierto.
La libertad de expresión depende del capital, de los privilegios, de la escala social; es también una cuestión racial y de género, de ideología
Porque la libertad de expresión depende del capital, de los privilegios, de la escala social. Es también una cuestión racial y de género. De ideología. La libertad de expresión se ve continuamente coartada dependiendo de quién seas y lo que representes, del gobierno que domine el territorio que habitas. Hay países en los que se controlan los medios, la educación, el acceso a la información. Y otros donde, al mínimo indicio de disturbios, se cortan Internet y las comunicaciones móviles. Hay países en los que te matan o te encarcelan por decir en voz alta lo que opinas. En otros, como en el nuestro, te multan. Pero siempre depende de quién eres y qué es lo que dices.
Hace un par de fines de semana, a la salida del recinto donde se celebró la primera edición del Primavera Sound en Madrid, varias personas vimos cómo un individuo absolutamente enajenado (y ebrio) le gritaba a uno de los centenares de guardias civiles que “vigilaban” las inmediaciones, tan cerca de su cara que posiblemente tuvo que limpiarse después su saliva de la cara: “¡ARRIBA ESPAÑA, ME CAGO EN DIOS! ¡PERRO SÁNCHEZ HIJO DE PUTA!”. El guardia civil lo miraba impasible.
Este es solo un ejemplo de tantísimos casos que ocurren cada día. Mirándolo, me preguntaba: ¿Y si en vez de llevar camisa, mocasines y un buen reloj, llevase una parte del pelo rapada y una camiseta con un lema antifascista? ¿Y si en lugar de gritar “¡Arriba España!” estuviese gritando “¡Viva la República!?” Lo sabemos, la respuesta de los cuerpos de seguridad del Estado no hubiese sido la inacción.
Se hubiese llevado, como poco, un susto. Quizá hubiese sido arrestado, como lo fue la periodista Joanna Giménez, cuando cubrió la acción de desobediencia civil de la plataforma activista climática Futuro Vegetal hace unos meses. O los de Desarma Madrid durante la cumbre de la OTAN. O como lo son las Femen casi cada vez que protestan pacífica y simbólicamente. Como lo es cualquier periodista que se atreve a publicar una crónica sobre una intervención policial, o aquellas personas que ponen mesas de consulta ciudadana en la calle, tratan de frenar desahucios o que sacan la cámara cuando arriban a la costa barcos de Salvamento Marítimo.
Va cogiendo fuerza esa derecha que se disfraza de antisistema, de víctima de un régimen feminista y arcoiris lleno de aliados de quienes vienen a arrancarles el privilegio
No solo ocurre en la calle, no solo callan quienes pertenecen a movimientos sociales por temor a las consecuencias de la ley Mordaza. Twitter también silencia y borra cuentas. Hay programas de televisión donde se mete la tijera para recortar a quienes tienen opiniones que molestan a los sectores conservadores. En las redacciones, hay noticias que “se olvida” incluir en escaleta. En los bares, algunos pueden decir lo que opinan, otros se llevan un puñetazo. En el metro, en las redes, hasta en las pizarras de los institutos y en las lonas electorales de ciertos partidos, hay quienes vomitan odio contra cualquiera que no pertenezca a su clase, contra las mujeres, las personas migrantes, el colectivo LGTBIQ+.
Va cogiendo fuerza esa derecha que se disfraza de antisistema, de víctima de un régimen feminista y arcoiris lleno de delincuentes, colonizadores y rojeras aliados de quienes vienen a arrancarles el privilegio y copar los espacios que les pertenecen por derecho. Se ponen en el papel de víctimas a quienes intentan silenciar. Están incómodos, están en peligro. Y claro, ¿cómo no van a poder hablar? ¿Cómo no van a tener derecho a decir lo que piensan? Porque hay quienes pueden decir lo que quieran. ¿Pero tú? Tú te callas.
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Es terrible lonque está pasando. En una involución hacia épocas de terror y crimen. O se pone pie en pared y se pasa a la ofensiva democrática o estamos perdidos.
Pues parece que lo que se lleva ahora es poner sonrisitas a los contrarios.