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Consumismo
Disneyland
De camino al colegio de mis hijos, nos cruzamos con un anuncio del parque temático Disneyland París en la marquesina de una parada de autobús: una niña vestida con un traje rosa de princesa ocupaba la mayor parte del espacio, detrás de ella asomaba la cabeza de un niño con un traje de rana y, al fondo, las altas y puntiagudas torres de un castillo. Esta es la forma que han encontrado los publicistas de Disney para subirse al carro del feminismo, tan sensibles ellos, como todos los de su oficio. Y desde luego el feminismo cotiza alto en nuestros días, para bien y para mal, pues la cada vez mayor aceptación social de los valores feministas, también tiene su reflejo en la publicidad empresarial, que los usan como excusa barata para vendernos productos, servicios o experiencias.
Aunque, ahora que caigo, la idea de la cotización al alza del feminismo para bien no es adecuada, entre otros motivos porque usarla revelaría, una vez más, la invasión inconsciente de las expresiones de origen mercantil en el habla de quien la utilizara. Pero, sobre todo, si diéramos por exacta la metáfora de la cotización al alza del feminismo como expresión de lo que efectiva y principalmente está ocurriendo para bien en nuestros días (lo cual sería, sin duda, exagerado, pues el cambio cultural propiciado por el feminismo, aunque siempre demasiado lento, avanza a paso firme), estaríamos obligados a aceptar su eventual caída bursátil en el mercado de valores, pues así funciona este tiovivo. Y esto, por descontado, somos muchos los que no estamos dispuestos a tolerarlo. De manera que la primera batalla es por el lenguaje (bien lo saben los publicistas), al menos, por intentar descolonizarnos de ciertas ideas y expresiones que nos salen al paso casi cada vez que abrimos la boca o escribimos, como, huelga decirlo, me acaba de ocurrir a mí con la metáfora susodicha.
SOÑAR
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Miré distraídamente al otro lado de la calle y lo que allí vi no fue mejor, es más, era la imagen especular de lo que acababa de observar. En la enorme cristalera de una sucursal de Bankia, leí: «Descubre nuevos caminos estrenando coche», y luego escudriñé la imagen que la acompañaba: una mujer joven, con mirada de asombro y alegría que se dirigía más allá de la escena en la que se encontraba, saliendo de un coche azul del mismo tono que el cielo despejado por encima de su cabeza. Ella, congelada en la fotografía, comenzaba a pisar delicada pero decididamente el asfalto reluciente sin marcas viales que se extendía cual alfombra recién puesta bajo sus pies en un paisaje de campos verdes coronado por montañas al fondo. El toque surrealista lo ponía una pequeña nube que aparecía no en el cielo, sino a la misma altura que la mujer, una nube recién salida del interior de la lámpara del genio de Aladdin (Disney, de nuevo), en cuyo interior destacaban dos palabras: My Dreams. Y debajo, escrito con letras grandes, el precio exacto para conseguir my dreams: 12,90€/mes.
Entonces dejé de mirar en rededor, seguro de que lo que encontraría sería la repetición incesante de lo mismo: ¡venga, a soñar consumiendo! O a consumir soñando, lo mismo da, el caso es volver al redil anterior a la pandemia cuanto antes, sin dejar escapar ni un segundo. Aunque, en realidad, todos los segundos se nos escapan vivos cuando queremos apresar cada centésima de los mismos, sin tregua, sin darnos cuenta de que lo que se nos escapa es la vida tras ellos. Una sucesión acelerada de experiencias listas para ser consumidas en el acto, una detrás de otra o varias a la vez, y siempre con la vista puesta en la siguiente.
Si algún alma ingenua –como en ocasiones lo es la mía– pensaba que, tras el último año largo de pandemia, vendrían tiempos mejores en los que dejaríamos de correr de acá para allá con el único afán de que nos pasaran cosas y más cosas y de tener planes y más planes –y luego mostrarlo todo en las redes sociales–, ya puede empezar a abrir los ojos para desengañarse. No en vano, decía el filósofo Manuel Cruz en un artículo publicado en El País, hace ahora casi un año, que «durante el confinamiento han sido muchos los que tenían la sensación de saber lo que les pasaba: no les pasaba nada», y que esto les resultaba poco menos que insoportable. El horror al vacío es tan grande para nosotros (que arroje la primera piedra el que se crea libre de culpa en este asunto) que debemos llenarlo siempre, a todas horas.
A los habitantes de este feliz parque temático que es la vida nos gusta a menudo pensarnos libres y soñadores, pasando por alto el bombardeo continuo de la propaganda, el fuego amigo, ante el cual sólo cabe preguntarse, como dijo alguien: con amigos así, ¿quién necesita enemigos? Alto, cierta vocecita me reprende susurrándome al oído que he pecado de optimismo llamando «feliz parque temático» a la vida. Esa voz quisiera hacerse oír, por ejemplo, con el viejo y endeble argumento del tiempo que empleamos trabajando, el cual no puede ser considerado ni por asomo, en la mayoría de los casos, como tiempo de diversión, disfrute o esparcimiento. Quien así argumenta no es de este mundo, no se ha enterado aún de que, primero, el optimismo no es nunca un vicio sino todo lo contrario, y, segundo, que quien no disfruta con su trabajo es porque no quiere. Lo mismo da ser un alto ejecutivo que un limpiador de letrinas: al trabajo hay que entregarse con toda la energía, vitalidad y alegría con la que nos entregamos a cualquier otra actividad que merezca la pena (work hard, play hard). Ya lo dice también otro anuncio estampado en unas furgonetas de reparto de no sé qué compañía que se puede ver a veces por la ciudad: «Entregar o entregarse, ¿cuál es la diferencia?». No la hay, como no debe haber diferencia entre la producción y el consumo: a la producción es necesario dedicarse con fruición, de la misma manera que el consumo debe ser perseguido sin descanso y con disciplina férrea.
Hace unos días, en las mismas fechas en que se nos animaba a acudir a Disneyland desde las marquesinas de la ciudad, salió mi hijo pequeño del colegio diciendo que quería ir a París porque allí están Mickey, Pluto y otros, pero los de verdad, papá, los de verdad. Y es que desde hace tiempo, al menos con los libritos que usan en su colegio, enseñan cosas a los pobres niños de la etapa infantil (de 3 a 6 años) a través de viajes a los lugares más populares del mundo (Méjico, Japón, Kenia y, cómo no, ¡París!). Se supone que los padres debemos estar encantados: creo que han diseñado esta etapa educativa pensando más en nosotros que en nuestros críos, pensando que todos –pobres y ricos, altos y bajos, jubilados y trabajadores– deseamos viajar siempre a todas partes, sin prestar atención a lo que hacemos como turistas: consumir lugares.
¿Quién puede oponerse a despertar el deseo de viajar en los niños? Sólo los amargados como yo, que lo somos, entre otros motivos, por nuestra incapacidad de disfrutar de los viajes turísticos como si fueran dulces bocados sin rastro de amargor. Somos lo que comemos, dice la sabiduría popular, de manera que la gente como yo obtiene su justa recompensa, la amargura, por negarse a disfrutar a tope las experiencias de la vida; pero contra esto también hay que revelarse: no, no sólo somos lo que comemos, debemos tratar de ser felices y libres de verdad, a pesar del rancho que nos sirven a diario, y saber escupir a veces lo que nos ofrecen como manjar de dioses.