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Camino al paraíso
La inmensidad contra el desierto
Coordinador de Clima y Medio Ambiente en El Salto. @PabloRCebo pablo.rivas@elsaltodiario.com
Quién no ha escuchado alguna vez la manida frase en la que se afirma que la Gran Muralla China se ve desde el espacio —que no, o, para ser más precisos, no sin aplicar ningún tipo de zoom—, al igual que se dice del mar de plástico almeriense —aquí sí, sea eso un honor o un horror para la población local—. Imaginar elementos que puedan ser visionados desde la órbita terrestre lleva, inequívocamente, a una idea de inmensidad: el azul de los océanos, la Antártida y su omnipresente blanco, los ríos de contaminación lumínica en las costas del este asiático.
Uno de los cambios más abruptos y perceptibles desde, pongamos, la estación espacial internacional, se encuentra en África. En el límite inferior del tercio superior del continente las tonalidades ocre y marrón pasan de golpe al verde. Es la frontera entre el Sahel, la franja de ecosistema semiárido al sur del Sáhara, con las sabanas sudanesas y los bosques y selvas centroafricanas. El proyecto que nos ocupa hoy podría alterar esa frontera. Y sí; si fructifica, quienes viajen en el futuro a la termosfera podrían llegar a ver ese cambio.
La Gran Muralla nace bajo el influjo del Movimiento Cinturón Verde, que plantó 51 millones de árboles en Kenia
La Gran Muralla Verde es el mayor plan contra la desertificación y la erosión del planeta. Pretende crear, entre Senegal y Yibuti, 8.000 kilómetros de bosque y paisaje verde, en una franja variable de unos 15 km de anchura, para frenar el avance del Sáhara hacia el sur. Aunque más allá de una simple plantación, el plan, avalado por la Unión Africana y la ONU, es todo un mosaico de proyectos y prácticas que, con el incremento de la crisis climática y las sequías de fondo, pretenden poner el foco en el desarrollo de las comunidades locales haciendo hincapié en las particularidades de cada área.
No en vano, la Gran Muralla nace bajo el influjo del Movimiento Cinturón Verde —fundado por la keniana y ganadora del Nobel de la Paz Wangari Maathai— un proyecto que consiguió plantar 51 millones de árboles en Kenia con un objetivo que traspasa lo ecológico. La mejora de la calidad de vida de la población y el fomento de la igualdad de género ha estado en su génesis, al igual que el enfoque centrado en el desarrollo de las comunidades locales.
Louise Baker, directora gerente del Mecanismo Mundial de la Convención de las Naciones para combatir la desertificación (UNCCD), me cuenta que hay que pensar en la Gran Muralla Verde como “un proyecto de desarrollo integrado en el que pones a la naturaleza en el centro”. Enumera cómo, lejos de la concepción inicial como simple franja verde, el plan tiene que ver “con la energía y el agua, con la educación, el empleo, las infraestructuras y el acceso a los mercados”. Todo ello sin alejarse de términos que, de nuevo, vuelven a referirse a conceptos titánicos, inmensos: “Realmente se trata de la transformación económica de un país”. De muchos, pues la muralla cruza once naciones: Burkina Faso, Chad, Eritrea, Etiopía, Malí, Mauritania, Níger, Nigeria, Senegal, Sudán y Yibuti.
“Seamos honestos, la situación geopolítica no lo hace fácil”, expone Baker
Lejos de ser un cuento de hadas, el desarrollo de la Gran Muralla tiene —de nuevo— inmensas lagunas. Tantas que un informe de las Naciones Unidas reveló en 2020 que, por entonces, solo se había logrado un 4% de los objetivos, y eso que el proyecto, nacido en 2007 y concebido hasta 2030, ya había traspasado el ecuador de su duración. Si bien el documento recogía logros como el desarrollo de 350.000 empleos o la restauración de 18 millones de hectáreas, la investigación lamentaba que solo se hubiesen sembrado cuatro millones de hectáreas en toda una década, cuando haría falta recuperar esa misma cifra anualmente si se quiere cumplir los objetivos.
“Seamos honestos, la situación geopolítica no lo hace fácil”, expone Baker. Con datos de Acnur, solo en la zona central del Sahel 2,5 millones de personas han tenido que huir de sus hogares debido a los conflictos armados y la violencia en apenas una década. La pobreza, unos estados poco presentes y la proliferación de grupos armados en un territorio especialmente asolado por la crisis climática, las sequías, el colonialismo y la falta de recursos son obstáculos difíciles de sortear en un proyecto en el que la coordinación entre múltiples actores es extremadamente compleja. “Un acceso bien coordinado a la financiación es difícil porque el dinero está en manos de las diferentes agencias donantes. El Banco Africano de Desarrollo, el Banco Mundial, los organismos bilaterales… Cada uno es diferente, con estrategias diferentes”, señala la responsable del UNCCD.
Louise Baker: “Hay que reverdecer, pero también hay que tener acceso a la energía, porque si se cultiva más hay que poder refrigerar los productos, o procesarlos para ganar valor añadido”
Lo mismo sucede con los organismos encargados de gastar ese dinero. “Es un ejercicio complicado en cualquier parte, más en esta parte del mundo”. A pesar de ello Baker enumera logros: en Etiopía el impulso inicial dio a la población un incremento de la resiliencia contra la sequía; en Chad, Níger o Mali la llamada regeneración natural gestionada por el agricultor ha reforestado amplísimas áreas incrementando además la productividad de alimentos; en Senegal la Gran Muralla supuso toda una serie de innovaciones tecnológicas.
Dejando aparte los limitados logros, en 2021 la cumbre One Planet de París quiso relanzar un proyecto puesto en duda y considerado en coma. Con un Emmanuel Macron que se sacó de la chistera toda una marketiniana puesta en escena, el llamado Acelerador de la Gran Muralla Verde pretendía agilizar la gestión financiera y proveerla con nuevos fondos, algo que se ha conseguido en parte, aunque es pronto para hacer evaluaciones. “Lo que ha hecho el Acelerador es conseguir unir a los diferentes sectores y reimaginar el proyecto”, opina Baker. “Siempre fue un proyecto visionario, pero la visión ha empezado a tomar un poco de forma. Hay que reverdecer, pero también hay que tener acceso a la energía, porque si se cultiva más hay que poder refrigerar los productos, o procesarlos para ganar valor añadido y que la gente pueda ganar dinero. Así que creo que lo que ha ocurrido es que ha habido un cambio en la forma en que se ve el proyecto, no solo como un proyecto ambiental, sino como una visión que realmente trata de transformar la economía y las sociedades”.