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Arte
El elefante en la habitación
“La lucha para mí al escribir cualquier cosa, ensayo o ficción, es siempre que hay una especie de modelo, de algo que he visto, de algo que he percibido (…), puede ser en una vida, puede ser en una película, puede estar en un cuadro, en una obra literaria ajena… algo que siento que es por definición indecible. Que existe ahí, un poco como la melodía de una música, un poco como un patrón de colores, a veces como una forma geométrica, y la lucha es siempre intentar recrear eso en palabras”.
En 1983, John Berger intentaba describir con estas palabras a Susan Sontag cómo se desencadenaba en él el proceso de su escritura, o lo que es lo mismo, intentaba atrapar ese espacio en el que se origina el pensamiento. Durante su conversación en el programa Voices de Channel 4, Sontag le replica que el funcionamiento de la escritura es, para ella, muy diferente: en su caso, la escritora escucha lenguaje en su cabeza, una frase, voces. Sontag trabaja con un dictado verbal mientras que la tarea de Berger parece algo distinta. Para él, escribir es más bien una especie de traducción de un espacio a otro. Del afectivo al de los lenguajes textuales que los humanos se han dado para comunicarse entre ellos. “Una auténtica traducción no es binaria; no es un romance entre dos idiomas, sino entre tres. El tercer lado del triángulo está en lo que subyace a las palabras del original antes de que fuera escrito. La verdadera traducción exige un retorno a lo preverbal”. ¿Cuál es entonces el tercer lado de los textos de Berger? ¿Qué es eso que intentaba traducir con tanta insistencia?
La excelente exposición Permanent Red. John Berger que le dedica en Barcelona La Virreina. Centre de la Imatge, comisariada por Valentín Roma y que se puede visitar hasta el 15 de octubre, nos ayuda a adentrarnos en este interrogante. Lo que antecede a las palabras, como bien sabía Berger, no es una especie de mundo de las ideas aséptico, sino un lugar impregnado de la materia, un espacio bañado en afectos políticos que impactan en nosotros procedentes de todo cuanto nos rodea. Algo que defendió también su admirado Spinoza a quien le dedicó el libro El cuaderno de Bento. Desde la consciencia de este continuo de la materia, Berger intentaba aprender a mirar. Su gesto fue siempre el del estudiante, el del que se aproxima con cautela e invita a otros a hacerlo con él. “Recuerden que yo controlo y utilizo para mis propios fines los medios de reproducción necesarios para estos programas (...) ustedes reciben imágenes y significados que han sido planificados. Espero que tengan en cuenta lo que dispongo, pero sean escépticos al respecto”. Pocas veces una mirada directa a cámara ha sido tan acogedora.
Esta actitud no le impidió asestar en 1972 una de las mayores puñaladas a la apreciación burguesa del arte. En el mítico plano inicial de su programa Modos de ver en la televisión pública británica, vemos a Berger realizar un sacrilegio. Ayudado con una navaja, raja y recorta un fragmento de Venus y Marte (1485) de Sandro Botticelli en una recreación en plató de la National Gallery de Londres. “El valor espiritual de un objeto, como algo distinto de su mensaje o su ejemplo, solo puede explicarse desde la magia o la religión”. “La falsa religiosidad que rodea hoy a las obras originales de arte, religiosidad que depende de su valor de mercado, se ha convertido en el sustituto de aquello que perdieron las pinturas cuando la cámara posibilitó su reproducción. Su función es nostálgica. He aquí la vacía pretensión final de que continúen vigentes los valores de una cultura oligárquica y antidemocrática”.
No es casualidad que la desobediencia civil no violenta que intenta alarmar a toda la sociedad de la urgencia de la emergencia climática haya elegido los museos como espacio de acción
Una vez destruido el aura, recuperamos la mirada, salimos de un falso misticismo provocado por una amnesia histórica. Un secreto que las imágenes nos susurran a voces pero que, ciegos, no podemos ver: la mercantilización del arte y su consecuente transformación en materialidad de la doctrina capitalista. No es casualidad que la desobediencia civil no violenta que intenta alarmar a toda la sociedad de la urgencia de la emergencia climática haya elegido los museos como espacio de acción. Tampoco las encendidas reacciones de condena a estas protestas que, a pesar de no haber dañado ni tenido intención de vandalizar ninguna obra, han encontrado su culmen en la reciente inclusión de Extinction Rebellion y Futuro Vegetal en el apartado de “Terrorismo nacional” y “Ecologismo radical” en el informe anual de 2022 de la Fiscalía General del Estado en España.
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En todo ello resuena de fondo el sonido de la mano de Berger rajando la recreación del lienzo, que, lejos de sugerir violencia, lo que nos recuerda persistentemente es lo siguiente: a plena luz del día, y en el lugar más inesperado, la materia se exhibe dispersando ideologías de explotación impunemente y que somos víctimas de ella, sí, pero también cómplices más veces de las que nos gustaría admitir o de las que hemos sido conscientes.
Al acabar el día, en nuestras casas a oscuras frente a la materia audiovisual, esta nos recuerda en silencio que nos hemos convertido en meros trabajadores y consumidores
Tanto a Berger como a Walter Benjamin, que con su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936) inspiró en gran parte Modos de ver, quizá podríamos convencerles de que, años más tarde, en nuestra experiencia contemporánea con las imágenes, el aura parece que ha conseguido transmutarse, algo que Berger ya apuntaba en el capítulo sobre la publicidad de Modos de ver. La familiaridad del vacío al consumir ciertos productos culturales en las plataformas de contenidos audiovisuales o al entrar en las redes sociales. Al acabar el día, en nuestras casas a oscuras frente a la materia audiovisual, esta nos recuerda en silencio que nos hemos convertido en meros trabajadores y consumidores. Expropiados de nuestras propias vidas, cada habitación se ha convertido en un museo. Indecible pero claramente perceptible.
Quizá ahora sea necesario rajar las pantallas de nuestros ordenadores, estrellar nuestros móviles contra el suelo para así, a través de las fracturas, intentar ver y descifrar la ideología que habita en los píxeles
Quizá ahora sea necesario rajar las pantallas de nuestros ordenadores, estrellar nuestros móviles contra el suelo para así, a través de las fracturas, intentar ver y descifrar la ideología que habita en los píxeles: los de la subjetividad del selfie, los de la pornografía contemporánea. Romper de nuevo su aura, su cínica defensa de que no tienen influencia en nuestros imaginarios. Redistribuirlas con nuevos significados que nos permitan salir del letargo de esta sala de espera de imágenes infernal. Escuchando a Berger en estas salas parece que todo ello es relativamente fácil por la clarividencia de sus diagnósticos. La materia grita aquí por la recuperación de los lazos comunitarios, ya sea en la ciudad o en las zonas rurales; por el fin de la segregación de clase, por la recuperación de los lenguajes que son capaces de enfrentar al sometimiento.
A la salida de la exposición, mientras almuerzo en un restaurante cercano a La Virreina, releo a Berger. La comensal de la mesa de al lado inicia una conversación, ella acaba de leerse la adaptación escrita de los programas de televisión. “Al principio me acerqué a él con un poco de recelo, con la sospecha de que un señor me iba a explicar cosas, pero no podía estar más equivocada, me sentí cómoda incluso en el capítulo en el que trata el feminismo marxista”. Leyendo y viendo a Berger percibimos, sobre todo, el modo en el que él nos miraba a nosotros. Su tercer lado.