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En la era de la postverdad y las fake news; y en plena IV Guerra Mundial —una guerra digital por el control tecnológico entre China y Estados Unidos— como nos anuncia José María Lassalle en su libro Cyberleviatán, se establece una palabra que lo cambia todo: populismo. La hegemonía neoliberal de los años 80 con Margaret Thatcher, la caída de Lehman Brothers (2008), y los efectos desestabilizadores de la globalización, que ponen en peligro el destino de la democracia liberal, mantienen al individuo en un estado de frustración y apatía: un nihilismo que ya dura más de dos décadas, acentuado por una globalización que ha descolocado nuestras referencias morales y culturales.
La confianza con la clase política se tuerce y se destapa con el Brexit y Donald Trump. Vuelve a aflorar el Estado del miedo y resurgen las banderas. El tablero político occidental se desarma y crece el protofascismo. La política europea, bajo el influjo trumpista, se desequilibra definitivamente hacia la derecha. La racionalidad política es sustituida por la radicalidad política. La extrema derecha pasa a ser el motor de la agenda política en una Europa cuyos países ceden a la presión populista y donde las redes sociales sirven de plataforma de intoxicación. Con la crisis migratoria y el terrorismo yihadista el artefacto está completo, y el mensaje es claro y prioritario: “¡No estamos seguros!”.
Entra en escena el miedo que es nuestro peor enemigo. Necesita encarnarse para saber que uno lo puede combatir mientras no sea con uno mismo. Los prejuicios son la estructura que sustentan ese miedo y la masa con que modelar a nuestro enemigo. Cuando un estado es más temeroso, es decir, encarna en su seguridad el sentido del temor, la democracia pierde, los derechos se coartan y el autoritarismo gana. En ese efecto, como ya habían predicho filósofos y sociólogos desde la crisis económica, el sistema de valores del liberalismo se socava y los inmigrantes pobres (peor si son mujeres), son los primeros que se convierten en la encarnación de un miedo irracional, excluyente.
No hay xenofobia sin aporofobia, como no hay política sin un mínimo de ética de la responsabilidad y un análisis apropiado de la realidad. Cada segundo que se le impide (sobre)vivir en condiciones dignas a alguien que pretende cruzar el Mediterráneo, es un fracaso de la política y de su voluntad kantiana.
En tiempos de globalización el autoritarismo gana terreno a la democracia y resulta muy fácil ceder al populismo e incrementar esa sensación de radicalidad. En Francia, François Hollande y luego Emmanuel Macron, dos socialdemócratas, intensificaron las políticas migratorias a medida que Le Pen iba creciendo en las urnas con sus campañas sobre la seguridad y en contra de los extranjeros. Hoy Francia está considerada una “democracia débil”, según el último índice sobre los países más democráticos del mundo que realiza anualmente la Intelligence Unit de The Economist. Según este mismo informe, Italia es el país que más ha bajado en los índices democráticos de toda Europa. Italia es hoy una coalición híbrida de extrema derecha que ha declarado públicamente la “guerra” contra toda ONG humanitaria que pretenda intervenir en el mar italiano.
En ese panorama de desconcierto europeo, la trampa es asumir la agenda política de la ultraderecha y alentar la dictadura del miedo. Hemos llegado a un punto, como hemos visto, en el que lo que está en riesgo es el sistema que posibilita nuestra convivencia. De nada sirve retener barcos en tarea humanitaria como hizo Pedro Sánchez o plantear “retornos asistidos” a menores migrantes no tutelados, como ha insinuado recientemente el teniente de alcaldía de Barcelona Albert Batlle.
Codearse con esos discursos y apostar por políticas de seguridad más restrictivas es caer en la trampa del populismo punitivo. Hoy España es una "democracia fuerte” y se sitúa entre las veinte primeras democracias mundiales. De cómo tratar la problemática migratoria sin ceder ni un ápice de las presiones identitarias de la extrema derecha dependerá de que España se mantenga en la resistencia contra el autoritarismo que emerge con peligro. Lo que está en juego es la democracia para todos.
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¿Y qué me dice del populismo protocomunista de extrema izquierda? Ese que hace tenaza con el de extrema derecha. El que aquí en España ha conseguido 70 diputados nacionales y una treintena independentistas. El que en vez de amenazar con el islamismo y la inmigración nos amenaza con el cambio climático y el plástico en el mar. El que en vez de querer hacernos volver a misa y desfilar al paso de la oca quiere hacernos veganos y abrazar árboles. Ambos dos populismos (extrema derecha (Franco) y extrema izquierda (Maduro)) juegan una partida de ajedrez donde las piezas comidas somos los demócratas, los moderados, la gente centrada que se informa, lee y medita. Y al final terminaremos como siempre. Con un gobierno de casta que nos obliga a ser felices por Decreto y al que no lo es por pensar por su cuenta, se le manda a un campo de reeducación. A oir misa todos los días o a leer a Mao. Y en ambos casos cantando himnos patrióticos.
Qué razón tienes. Mira como en Catalunya se han aliado: Puigdemont que representa la casta de la casta (los que llevan mandando en Catalunya con Pujol, Franco, la República, Alfonso XIII, XII, XI... hasta 1715 (y antes) aliado con la CUP (anarquista y más allá) y Esquerra Republicana (izquierda muy roja). Todos juntos por el independentismo, algo que erotiza a las clases acomodadas (funcionarios del Estado "opresor" en todas sus franquicias -estatal, autonómica, comarcal y local-, profesores con las tardes libres, otros empleados públicos, estudiantes y algún jubilado) pero que no tiene nada que ver con las preocupaciones de la clase trabajadora: empleo para todos y todas digno y de calidad, educación gratuita, sanidad que funcione y gratuita, cobertura social, etc. Para estos asuntillos sin importancia, no se han puesto de acuerdo, vaya por Dios.