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Análisis
Narrativa e imágenes contra la Nakba que nunca acaba
“¡Mis hijos, mis hijos!”. El pasado domingo la familia Al-Quidra pensaba que ya había iniciado el alto al fuego. Tras sobrevivir a 15 meses de masacre, el padre y los siete hijos se fueron hacia donde estaba su casa, en Khan Younis, montados en un carro. La madre quedó atrás, organizando las cosas que les quedaban allá donde les había llevado su sexto desplazamiento, se iba a reunir con ellos algunas horas después. No llegaron muy lejos, como antes les sucedió a miles de palestinos, incluidos tantos parientes suyos, las bombas israelíes les destrozaron el cuerpo y el futuro. El padre, el hijo mayor y la hija menor fueron asesinados desde el cielo. En la noticia de Al Jazeera que reportaba un asesinato más, la foto de una mujer rota ilustraba la desesperación cotidiana, constante en la vida del pueblo palestino desde que el sionismo comenzó con su proyecto. La familia Al-Quidra, no sabía que el alto al fuego se había retrasado unas horas, y por ello se arriesgaron, afirmaba la noticia. Qué más da, Israel no es de fiar. Y esto está escrito a fuego en la experiencia palestina e imposibilita cualquier paz.
“Binti! Binti!” [¡mi hijo! ¡mi hijo!] Palabras similares surgían de la desesperación de otra mujer, en 1948, cuando ella y su gente fueron expulsados de Ein Hod, una pequeña aldea cercana a Haifa devenida colonia de artistas tras su ocupación. Tras vulnerar una tregua, los soldados israelíes arrasaron el pueblo, rodearon a los supervivientes, dispararon a alguno más, mostrando su capacidad de herir, mutilar y matar, como condición fundamental de la creación de su Estado, y les obligaron a marchar. En el caos de la expulsión, esta otra mujer pierde a su bebé. Son solo unos segundos que cambian su vida para siempre. “¡Mi hijo!”, grita en los albores de la Nakba. No lo encontrará nunca. Esa mujer no es real, es el personaje de una novela. Esa mujer son miles de mujeres palestinas gritando por sus hijos durante décadas.
Sphera
Palestina: El Arte de la Resistencia (1) “La poesía es la memoria de los árabes, tal y como es hoy la memoria del pueblo palestino”
La novela de la que hablo es Amaneceres en Yenín (Boldletters, 2024), la escribió la palestina-estadounidense Susan Abulhawa a principios de este siglo. Eran los tiempos de la segunda Intifada, y Abulhawa, hija del exilio, se indignaba viendo las noticias. Madre trabajadora de una niña de tres años, las noches las pasaba escribiendo artículos agitados de incomprensión, dolor y rabia. Un día no pudo más y Abulhawa viajó a Yenín. El ejército israelí acababa de sitiar el campo de refugiados, se fueron y dejaron —como siempre dejan— muerte y destrucción. Por primera en su vida, Abulhawa descubre el olor a muerte. Se encuentra sacando restos humanos bajo los escombros. En el prefacio de esta última edición de su novela escribe sobre aquel viaje: “Gran parte de mí se quedó en Yenín. O tal vez Yenín permaneció dentro de mí”. 25 años después, Yenín sufre un nuevo asedio, la cuenta se ha perdido, porque el asedio en realidad nunca se detuvo, ni en un cuarto de siglo, ni desde 1948. Solo que a veces es más explícito. Mientras, el olor a muerte, es la atmósfera dominante de una Gaza que busca a sus miles de muertos bajo los escombros.
Del tiempo congelado de Palestina, de un 1948 que nunca acaba, quiso hablar Abulhawa sin parar, contarlo todo, sacarlo afuera. Escribió y escribió hasta que aquello tomó la forma de novela, tardó ocho años en poder publicarla. Antes había sido expulsada de su trabajo, el 11s, cimentó ese marco que la propaganda sionista mantiene activo: ella era una musulmana, alguien en quien no se podía confiar, una posible terrorista. “El 24 de julio, Israel lanzó su artillería pesada y un bombardeo aéreo contra las aldeas. Associated Press informó de que los aviones y la infantería israelíes habían violado la tregua palestina con ese ataque, sin provocación previa. Las bombas llovieron mientras Dalia, con Youseff aterrorizado y el pequeño Ismael chillando, corría de refugio en refugio”, escribió Abulhawa en su novela, sobre aquella mujer que perdía a su bebé en 1948. Es ficción. Y sin embargo, nada más real y cotidiano que Israel saltándose treguas, lloviendo bombas sobre familias que huyen buscando refugio. O, como escribe un personaje en la novela, décadas después: “El campo de refugiados de Yenín seguía como había sido, una franja de tierra de un kilómetro cuadrado, extirpada del tiempo y aprisionada en aquel año infinito de 1948”.
De 1949, es una de las fotografías que componen la exposición “Para contar mi historia”, una muestra del archivo de The Palestinian Museum que puede verse hasta el 1 de febrero en la Sala Arganzuela 9, en Madrid, y que recoge instantáneas desde las Nakba hasta el presente. En la foto mencionada, un grupo de hombres espera su turno para ser registrados como refugiados en Jerusalén. Personas refugiadas en su propia tierra que no podrán volver nunca a las aldeas que les vieron nacer, a los campos que cultivaron por siglos. “Mis personajes son una ficción, pero Palestina no lo es”, explica Abulhawa.
En la muestra no hay ficción, son fotos de gente labrando los campos que les fueron robados, de familias disfrutando de la playa, de grupos de música, artistas, estudiantes, pescadores, fiestas, bodas divididas por una valla, check points y más check points, manifestaciones, revueltas, hombres que tienen que ir a trabajar para los colonos que les han expulsado de sus tierras. La vitalidad y el encierro, la alegría y la humillación, la belleza y los escombros, conviven en esta memoria fotográfica que llega hasta 2023, en otra intensificación de esta Nakba que no cesa. El título de la exposición “Para contar mi historia”, hace referencia a los famosos versos de Refaat Alareer, asesinado hace algo más de un año por las fuerzas de ocupación, escritor, poeta, profesor universitario y uno de los fundadores del proyecto “We are not numbers”. Como las historias de los poetas y escritores palestinos, las fotos transmiten la dignidad que nunca se perdió. Ilustran que por culpa de la ocupación se perdieron tantas cosas: la libertad, las tierras, el derecho a un futuro. Que el colonialismo israelí, condenó a un pueblo entero a habitar lo que Abulhawa llama en su libro “la fétida eternidad de la espera”.
“Los refugiados emergieron del desasosiego a la conciencia de que estaban siendo borrados lentamente del mundo, de su historia y de su futuro”, se lee en Amaneceres en Yenín. Edward Said una vez lamentó que faltaba narrativa palestina en la literatura. Abulhawa lo escuchó, y escribió un libro inmenso, una narrativa llena de verdad. Pero también de la belleza y la alegría que el colonialismo israelí insiste en segar: “Yo nunca supe lo que era un patio de juegos, ni nadé en el océano, pero tuve una infancia mágica, embrujada por la poesía y el amanecer”, dice Amal, la protagonista de su novela. Belleza e historia, memoria contra el polvo y la propaganda cuando evoca los olivos como “árboles como abuelos afectuosos, centenarios, arrugados, encorvados y con brazos firmes que se extendían en todas direcciones, como en la plegaria”. Siempre ahí, en el relato y en las fotos, la tierra fértil y bella del Mediterráneo, frente a esa mitología sionista que insiste en que hicieron florecer el desierto. El desierto lo imponen ellos con sus bombas.
Palestina
Asmaa Alghoul “Cuando cese el genocidio, todo el mundo debería recorrer las calles arrasadas de Gaza”
En el libro colectivo que acompaña a la exposición, su promotor, Pablo Llorca, explica que la idea surgió tras visitar una muestra del fotógrafo David Goldblatt sobre el apartheid de Sudáfrica. Allí Llorca descubrió, más allá de algunas instantáneas que mostraban la opresión, la potencia política de las crónicas de la cotidianeidad. Lo cotidiano atravesado por la Historia, con mayúsculas, reflejado en las fotos pero también en el relato. El libro de Abulhawa, por su parte, fue traducido a 32 idiomas, es la novela más leída de una autora palestina. Sus páginas encontraron respuesta, activaron respuestas: “conocí el poder del arte y la importancia de la narrativa para crear un entorno protegido y emocional en el que las personas puedan encontrarse y explorar nuestra humanidad compartida”, explica ella misma, y añade: “Aprendí que las novelas pueden ser emancipadoras”.
En una de las fotos de “Para contar mi historia”, tres niños nos miran de frente desde 1948 en Jenín. Han ido a un estudio para ser retratados, guapos, llenos de vida. No sabemos qué fue después de ellos, pero podemos imaginarlo, eso hizo Abulhawa. En su ficción, se encuentran refelxiones que son más reales que las noticias, tras hablar de la masacre en Yenín tras la segunda Intifada, uno de los personajes lee enfadada las noticias: “En Yenín no hubo masacre. En Yenín solo murieron militantes, dice Israel”. “Cómo se violan las palabras”, piensa otro personaje, décadas antes, cuando Israel llama “Operación Paz en Galilea”, a su invasión del Líbano, que culminó con la masacre de Sabra y Shatila. Propaganda y violaciones de palabras. No es lo único que se repite.
La invasión de Yenín que empezó el lunes 20 de enero de 2025, en pleno alto al fuego, se llama “operación muro de hierro”. Un 1948 interminable que deja cada vez menos espacio para la cotidianeidad y la alegría, cuando el asedio y la masacre se hace de la mano de la Autoridad Palestina en Cisjordania, y toda Gaza huele a muerte. “Ellos tienen todo el poder y quieren toda la tierra, de momento nada les detiene”, escribió Abulhawa en su novela hace más de dos décadas. Pero también dejó escrito que la injusticia nunca sana, nunca se olvida. Que Palestina es el vínculo que une a tantas personas sobre un compromiso inquebrantable por la supervivencia colectiva.