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Análisis
Desglobalización
“La invasión rusa de Ucrania ha puesto fin a la globalización que hemos vivido durante las últimas tres décadas”. Así se expresó Larry Fink, director general de BlackRock, la mayor compañía de inversión del mundo, que gestiona una cartera de 10 millardos de dólares de activos. Suponiendo que la situación no se descontrole –cruzando los dedos y tocando madera–, es probable que éste sea uno de los resultados más duraderos de la guerra (aunque, de momento, el panorama se vea de un modo bastante diferente desde los escombros del campo de batalla europeo).
Ello no significa que el mundo vaya a volver inmediatamente a las economías regionales, las barreras aduaneras y las restricciones impuestas sobre la libertad de capitales. La globalización implica una infraestructura material demasiado masiva, ciclópea incluso, como para ser desmantelada de un solo plumazo. Basta con echar un vistazo a las terminales de contenedores de puertos como Busan (Corea del Sur) o Rotterdam (Países Bajos) para confirmarlo. O todavía mejor: echemos un vistazo a MarineTraffic, un sitio web que visualiza en tiempo real la totalidad de los buques que surcan los mares y océanos de todo el mundo. El volumen es realmente asombroso.
No debemos subestimar, sin embargo, lo que está ocurriendo en la economía mundial y, sobre todo, con las finanzas, porque la guerra actual no es sólo asimétrica, sino también híbrida, en el sentido de que se está librando en varios tableros diferentes y utilizando arsenales diversos. Por un lado, encontramos a Rusia, que libra una guerra convencional contra Ucrania mediante el uso de tanques, misiles y bombas, pero para quien su verdadero adversario es la OTAN y, en última instancia, Estados Unidos. Por otro, tenemos a Estados Unidos, que está llevando a cabo una guerra por delegación convencional contra Rusia, mientras se prepara al mismo tiempo para librar una guerra de guerrillas en el caso de que Ucrania sea anexionada parcial o totalmente, al tiempo que lanza un bloqueo económico-financiero total y directo contra aquel país. No es casualidad que el ministro francés de Finanzas, Bruno Le Maire, haya calificado la exclusión de Rusia del sistema SWIFT como un “arma nuclear financiera”.
Sin embargo, el problema de las armas nucleares, ya sean literales o financieras, es que crean una nube radioactiva (recientemente he escrito para Sidecar sobre el uso y el abuso de las sanciones como instrumento imperial). En este caso, lo que se ha dañado es la fe en la propia globalización y, por lo tanto, en los propios cimientos sobre los que esta se construye. Una economía globalizada se basa en la premisa de que su orden general es más importante que las contingencias de los Estados individuales. El capital sólo puede moverse libremente entre los bancos de diferentes naciones, si está igualmente seguro en cualquier institución financiera. Como tal, la globalización se basa en la convicción de que no hay élites nacionales, sino una elite única y global invulnerable a las vicisitudes de la política de los Estados. Esta es una promesa que sedujo a los ricos de los países sometidos, que hasta entonces se sentían subordinados al núcleo imperial. Presentó a estas élites provinciales un espejismo: el fin de su sumisión, su asimilación a la única fuerza dominante del planeta. Bajo el régimen de la globalización, dicho en términos más prosaicos, un magnate de cualquier país que comprara una casa en Londres o abriera una cuenta bancaria en Nueva York podía esperar que sus activos estarían seguros independientemente de las fluctuaciones de la diplomacia mundial. El lema era “multimillonarios del mundo uníos” (bajo una única patria transnacional): esta ilusión ha quedado al descubierto por lo que era con la crisis de Ucrania.
Si el Reino Unido se dedica a secuestrar las propiedades de los multimillonarios rusos, ¿por qué otros magnates extranjeros invertirían su capital en el barrio de Belgravia, sabiendo que podrían convertirse en objetivo de congelamiento, si su país cae en desgracia ante Estados Unidos? Los multimillonarios del mundo se están dando cuenta de la falsedad de su premisa, que postula que el dinero no huele; en determinadas circunstancias, el dinero de ciertas personas sí huele, y muy mal. La confiscación de las reservas extranjeras de Rusia ha resultado aún más descomunal. Como ha escrito Adam Tooze en New Statesman, “La congelación de las reservas del banco central de Rusia significa cruzar el Rubicón, porque traslada el conflicto al corazón del sistema monetario internacional. Si las reservas del banco central de un país miembro del G20 confiadas a las cuentas de otro banco central del mismo no son sacrosantas, nada en el mundo financiero lo es”. En resumen, la guerra ha herido a la globalización al provocar una pérdida de fe en la primacía de las finanzas sobre la política, a lo cual debemos añadir los problemas materiales derivados del aprovisionamiento, las cadenas de suministro y las materias primas, si bien estos podrían ser más fácilmente resolubles a largo plazo.
No es casual que la clase dominante china sea la que más nerviosismo muestre. La intervención del viceministro de Asuntos Exteriores chino Le Yucheng en un foro celebrado en la Universidad de Tsinghua, un mes después de que se produjese la invasión rusa, fue esclarecedora en este sentido. Su advertencia más firme fue que:
La globalización no debe ser “armada” [...]. China se ha opuesto siempre a las sanciones unilaterales, porque carecen de fundamento en el derecho internacional y no gozan del mandato del Consejo de Seguridad [de la ONU]. La historia ha demostrado, una y otra vez, que en lugar de resolver los problemas la imposición de sanciones equivale a “apagar el fuego con la leña”, contribuyendo únicamente a empeorar las cosas. La globalización se está utilizando como un arma y ni siquiera se salva la gente procedente del mundo de los deportes, de la cultura, del arte o del entretenimiento. El abuso de las sanciones traerá consecuencias catastróficas para todo el mundo.
No es de extrañar que China se erija en paladín de la globalización. Gracias a ella, en el espacio de treinta años, China se ha convertido en la segunda potencia económica y militar del mundo. Cualquier intento de contener a China implica una inversión de esta tendencia o, al menos, su modificación. (A diferencia de lo postulado por la opinión prevaleciente, no hay una sola forma posible de globalización, sino muchas; esta puede estructurarse de diversas maneras, en virtud de las diferentes configuraciones de poder).
La elección de Donald Trump marcó un punto de inflexión en este intento de ahogar a China y, al mismo tiempo, desacelerar la globalización. Sin embargo, esa elección debe entenderse como parte de un proceso más amplio en el que el efecto acumulativo de varios acontecimientos señaló un cambio en los equilibrios globales. En los últimos seis años, hemos sido testigos de una serie de “desacoplamientos” de las interfaces globales y de desvinculación de los nodos transnacionales. A la presidencia de Trump, precedida por el Brexit, le siguieron la pandemia del Covid-19 y la guerra de Ucrania. En cada uno de estos casos un aspecto de la globalización fue puesto en cuestión. El Brexit detuvo la integración europea en los mercados financieros mundiales con sede en Londres. Con Trump, se reavivaron las guerras comerciales, consideradas hasta entonces como una reliquia del pasado. Después, la pandemia del covid interrumpió cadenas de suministro cruciales; ahora, el conflicto ucraniano ha convulsionado la geografía del suministro de materias primas, mientras queda aún por evaluar el impacto del arma nuclear financiera.
El debate estratégico en Estados Unidos sobre cómo el país debería enfrentarse a China ya se había desencadenado tras la crisis de 2008 y continuó durante el mandato de Obama. Entre los responsables políticos estadounidenses no hubo una respuesta unívoca al ascenso de China, ningún “plan maestro del capital”, que hubiera complacido a los marxistas ortodoxos de antaño. De hecho, desde el surgimiento de la cuestión, ha habido facciones proglobalización y antiglobalización, que reconocen que la desglobalización podría perjudicar los intereses de muchos agentes económicos poderosos y desencadenar procesos, cuyos efectos son difíciles de calcular.
Pero si la elección de Trump impulsó a las élites estadounidenses a reconsiderar el orden global, fue la pandemia la que reveló el carácter arriesgado de la globalización china. No se suele señalar el hecho de que durante más de dos años, la Covid-19 se utilizó para justificar el cierre total de China respecto al mundo exterior: un sellado que no se producía desde que la dinastía Qing intentó bloquear la importación de opio durante la década de 1830. La completa desaparición de los turistas chinos de otros países era sólo su expresión más visible. Desde cierta perspectiva, la pandemia del coronavirus fue el vehículo para la reorientación (al menos parcial) de la economía china hacia el consumo interno; aunque también en este caso no hizo más que poner de manifiesto una tendencia que había comenzado antes de la elección de Trump.
Una tormenta monetaria es poco probable. Lo que seguirá será un ajuste gradual del cinturón con pocas sacudidas bruscas para no provocar el colapso del dólar (o la revalorización del renminbi)
La globalización, el superávit comercial chino y el déficit estadounidense se reúnen a menudo en una narrativa semimítica. La historia dice que China utiliza parte de su superávit para comprar bonos del Tesoro estadounidense con el fin de financiar directamente el déficit comercial de Estados Unidos, es decir, las compras estadounidenses a China. El gráfico siguiente muestra que esto fue sustancialmente cierto hasta 2011 (de hecho, observamos un aumento exponencial en la adquisición de bonos del Tesoro estadounidenses por parte del banco central chino a principios de la década de 2000). Sin embargo, el relato se interrumpe en 2012. A partir de entonces, la cantidad de bonos federales en poder de Pekín no ha aumentado; en todo caso, ha disminuido lentamente. Aunque sigue acumulando un enorme superávit comercial anual, China ha dejado de comprar nuevos bonos estadounidenses, renovando sólo parcialmente los que ya posee.
Casi la cuarta parte (7,6 billones de dólares) de la deuda pública estadounidense está en manos de otros países, pero, en contra de la creencia popular, el mayor tenedor de deuda estadounidense no es China (1095 billones de dólares en enero de 2022), sino Japón (1303 billones de dólares). Tampoco los Estados productores de petróleo, como Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, son grandes compradores de bonos federales, sino todo lo contrario. Aún más significativas son, sin embargo, las desproporcionadas cantidades de títulos públicos estadounidenses en poder de Luxemburgo (311 millardos de dólares), Suiza (299 millardos) y las Islas Caimán (271 millardos), lo cual indica que existen entidades supranacionales que compran deuda estadounidense desde sus propias cuentas en paraísos fiscales (aunque hay que tener en cuenta que en el último año Estados Unidos ha puesto en su objetivo principalmente a Gran Bretaña, Francia y Canadá para que procedieran a adquirir nolens volens sus títulos). En comparación, los extranjeros poseían alrededor del 11 por 100 de los bonos del Estado chino en enero, hallándose una cuarta parte de los cuales en manos de Rusia. La ansiedad por la congelación de las reservas rusas por parte de Washington se reflejó inmediatamente en el valor de los bonos estadounidenses, que sufrieron su peor mes en febrero, cuando registraron una subida de los tipos de interés vinculada a las ventas (o a la no renovación) de los mismos. Los comentaristas chinos se preocuparon de inmediato por las reservas estadounidenses de su país, temiendo que a la larga, si el conflicto con los estadounidenses se intensifica, corran la misma suerte que las rusas.
Una tormenta monetaria es poco probable. Lo que seguirá, como podemos ver en el gráfico anterior, será un ajuste gradual del cinturón con pocas sacudidas bruscas para no provocar el colapso del dólar (o la revalorización del renminbi). Sin embargo, sigue habiendo fracturas en las relaciones financieras mundiales, como si el tejido de la globalización se hubiera lacerado. El mejor símbolo de ello es el elaborado ritual que se está desarrollando en torno a la cumbre del G20, que se celebrará en otoño en la isla de Bali. Para echar sal en la herida, Putin ha planteado la idea de asistir, sembrando el pánico entre los miembros del G20 de la OTAN, que tendrían que tolerar su presencia o expulsarlo, arriesgándose a la oposición y muy posiblemente a la retirada de otros países como India y Arabia Saudí (recordemos que entre los países que se abstuvieron en la votación de la moción de la ONU para condenar a Rusia estaban China, India, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Pakistán y catorce países africanos, incluida Sudáfrica). El Ministerio de Asuntos Exteriores chino ha afirmado que “ningún miembro tiene derecho a expulsar a otro país miembro” y recordado que “el G20 debe poner en práctica un multilateralismo real y fortalecer la unidad y la cooperación”.
La exclusión de Rusia del G20 sólo sería posible, si fuera acompañada de su expulsión de la Organización Mundial del Comercio, pero si ello sucediera significaría la muerte de la globalización tal y como la conocemos. Evidentemente, ninguna de las grandes potencias está preparada para este tipo de disolución. Estados Unidos parece cada vez más inseguro sobre la desglobalización, como sugería recientemente un artículo nostálgico publicado en Foreign Affairs, “The End of Globalization?”. No olvidemos que Biden se enfrenta a las elecciones de mitad de mandato en noviembre en las que se arriesga a una debacle sin precedentes (y a una revuelta en su propio partido), si se presenta a ellas con una inflación galopante y unos precios de los combustibles disparados.
El problema que nadie parece capaz de resolver es la superposición de diferentes horizontes temporales: meses de lucha en Ucrania; años de secuelas derivadas de las sanciones; y décadas de un nuevo orden mundial (en el que el eventual papel de Rusia sigue siendo un misterio, con o sin Putin). Lo que sí es cierto es que el gobierno chino está tomando todas las precauciones para evitar ser golpeado por el desmoronamiento de la globalización, sabiendo muy bien que China, mucho más que Rusia, es el verdadero objetivo de Estados Unidos. Tras la llamada telefónica entre Biden y Xi el 18 de marzo, la presentadora de la televisión pública china CGTN parafraseó burlonamente la petición del primero al segundo: “¿Puedes ayudarme a luchar contra tu amigo para que yo pueda concentrarme a continuación en luchar contra ti?”