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Análisis
Una inflación de insultos y demagogia
España vive su última batalla entre el bien y el mal, entre el fascismo y el comunismo, entre quienes venden la piel de toro a los de siempre y los que desde 1808 siguen al pie del cañón. Da igual cuándo se libre el combate, y, en realidad, no parece importar quién ocupe cada bando. Si nos abstraemos de filias y fobias políticas, y observamos atentamente la forma dicotómica de la confrontación, de esta incondicional dialéctica, el choque constante entre mitades enfrentadas ofrece una imagen insólita: un sospechoso equilibrio.
Se trata de una estabilidad que no es a prueba de bombas, sino que se ha forjado a través de estas. Los estallidos informativos y los mensajes estridentes anulan los matices y dividen el discurso en dos posibilidades contrarias; dos opciones de alta intensidad emocional con la que vivir ese producto de nueva generación que denominamos ‘experiencias’.
Del desencanto que se produjo al reiniciarse la democracia hemos pasado a una etapa en la que la desmovilización ya no es una consecuencia inesperada, sino materia prima política
El ruido ensordece el oído ciudadano, que permanece atento, pero sin enterarse de nada. El pitido en el tímpano, que parece sincronizado con el parpadeo del router, bloquea la participación de la mayoría. Del desencanto que se produjo al reiniciarse la democracia hemos pasado a una etapa en la que la desmovilización ya no es una consecuencia inesperada, sino materia prima política.
El catedrático de Sociología de la UNED, Xavier Coller, un excelente analista que lleva las últimas décadas estudiando la política desde el punto de vista de las élites parlamentarias, ha publicado recientemente el ensayo La teatralización de la política. Broncas, trifulcas, algaradas (Catarata, 2024). El ‘¡Zasca!’ de la portada del libro representa la esencia de estos tiempos: parece que lo que importa es mantener las emociones al máximo. La dramatización ya no es un recurso, sino un medio inflacionario a través del que expresar casi todo. El contenido, el análisis, los matices, las contradicciones, etc., se salen del encuadre, escupidos por esa especie de grito de Munch propagandístico.
Coller, que siempre ha demostrado que los dos grandes partidos tienden al acuerdo por encima del conflicto en la mayoría de las decisiones parlamentarias -lo que refleja la persistencia del sistema sobre sus componentes-, expone su preocupación por una situación que juzga peligrosa. El simulacro, el teatro, los personajes y el exceso de drama podrían haber engullido la realidad de los hechos. Los insultos, los gritos y las exageraciones habrían alterado los significados de la realidad.
La gente anda confundida, lógicamente. Se trata de un estado al que la sociedad de las pantallas, ese tecnofeudalismo que aparenta una ilimitada libertad a cambio de nuestros datos, solo añade un GPS y más dioptrías. La desafección ciudadana antes resultaba impensable para expertos como Coller, que ahora se frotan los ojos.
Estas oposiciones son para el sociólogo Alejandro Romero Reche uno de los pilares de las teorías de la conspiración, y en particular, de su versión patria, los contubernios nacionales
Se trata de una desmovilización anticipada ya por los partidos, y por sus campañas y principales consultores. No parece una casualidad que el recientemente fallecido Miguel Barroso, uno de los intelectuales de referencia de los gobiernos de centro izquierda en España desde Felipe González, se hubiera referido a las últimas elecciones generales como una disputa entre “progresismo o reacción”. Entre dos Españas. Dos mitades en las que parte del mundo se ha dividido en estos últimos tiempos. Estas oposiciones son para el sociólogo Alejandro Romero Reche uno de los pilares de las teorías de la conspiración, y en particular, de su versión patria, los contubernios nacionales.
La edad de oro del drama parlamentario
España tiene una profunda tradición de política mediterránea en la que el drama parlamentario había jugado un papel en un principio funcional al sistema democrático. La crispación de principios de los ochenta, la del final de la transición, aceleró la victoria del PSOE. Los socialistas, con el vicesecretario Alfonso Guerra como principal portavoz de esta materia en el Congreso, habían hecho chanza de la desorientación y la inestabilidad de los gabinetes presididos por Adolfo Suárez, con buena parte de los cuales habían colaborado intensamente: los ministros de la UCD eran, a veces, “patanes” o “toros que dicen muuu antes de hablar” (en referencia a Fernando Abril Martorell, vicepresidente de Asuntos Económicos); otras veces, “tahúres del Mississipi”, y al mismo tiempo, “incultos procedentes de las cloacas del fascismo” (el primer ministro, Adolfo Suárez); otras, “un brigada chusquero al que le cortan el pelo con el casco puesto” (el ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún); o incluso, “consumidores de piensos compuestos Sanders” (el secretario de Estado para la Información, Josep Meliá)1.
El frente político periodístico creado durante los últimos años de presidente Felipe González, entre 1993 y 1996, fue mucho más lejos, y aprovechó para ello la catarata de casos de corrupción socialistas. Uno de los principales exponentes de esta coalición, el periodista y académico de la lengua Luis María Anson, reconoció a finales de los años noventa que se había llegado a poner a prueba la estabilidad del Estado para derrotar al PSOE y ofrecer el camino a José María Aznar. En este clima de combate a muerte se hizo célebre una columna de un aristócrata catalán, José Luis de Vilallonga, en la que este advertía de la posibilidad de un intento de golpe de Estado para deponer al Rey Juan Carlos e instaurar una república con un gobierno de concentración presidido por el notario Antonio García Trevijano.
Fue entonces cuando la lucha entre el bien y el mal, entre un progresismo y una reacción alternativamente buenos o malos, se configuró como eje de razonamiento político
Los años de Aznar, que transcurrieron bajo la placidez de una balsa de aceite ideológica en un mar de acelerada venta de empresas públicas, euforia financiera, construcción desaforada y crédito barato, se cerraron abruptamente con un atentado, el del 11M de 2004, del que todavía llegan interpretaciones distorsionadas, y muchas veces lisérgicas. Fue entonces cuando la lucha entre el bien y el mal, entre un progresismo y una reacción alternativamente buenos o malos, se configuró como eje de razonamiento político, como principal línea de división de la actividad parlamentaria.
La llegada de la crisis iniciada en 2008, y posteriormente, la declaración de independencia catalana de 2017, dieron paso a una nueva etapa en la que el independentismo parecía coaligado con los antisistema de Podemos para acabar con la nación española. La ultraderecha de Vox, desgajada unos años antes del Partido Popular, y representante de las facciones ultramontanas del Estado, emergió como resultado de todos estos sucesos.
La moción de censura de 2018, gestionada tras la metástasis de la corrupción en el seno del Partido Popular, llevó a La Moncloa a un nuevo presidente, Pedro Sánchez. Este comenzó de inmediato a ser desacreditado: ‘okupa’, ‘felón’, o ‘doctor cum fraude’ eran algunos de los apelativos, a la espera de que la pandemia Covid-19, los inesperados y forzados confinamientos y la actividad parlamentaria de la recién nacida ultraderecha contribuyeran a combinar el pestilente ambiente político con los problemas psicológicos que la sociedad estaba experimentando como consecuencia de aquel terrible evento.
La resaca, además de inmensa, está siendo longeva. En este clima de enfrentamiento que es ya el único referente de socialización política para algunas generaciones, el ciudadano parece tener que elegir entre qué mal es menos punible e inmoral: los manejos de un oscuro asesor del Ministerio de Transportes, los cuestionables vínculos empresariales de la mujer del presidente, o un improvisado mercader de mascarillas anexo a la máxima mandataria autonómica madrileña.
Se trata de un choque de trenes. De una parte, el presidente Sánchez, al que se presume capaz de todo para mantenerse en el poder, un adicto a la poltrona que desprecia la Constitución democrática y demás descripciones catastrofistas; y de otra, una presidenta autonómica, Isabel Díaz Ayuso, dirigida por ese Doctor Caligari que redactara alguna de las frases del primer José María Aznar, y que sigue, más de treinta años después, amenazando a periodistas.
La implicación, más o menos inconsciente, en este tramposo debate a muerte, desvía la atención de otros problemas: la especulación sobre la vivienda en las grandes ciudades -y el empobrecimiento de la mayoría de la población-, los problemas, y las causas, del calentamiento de La Tierra, el elevado desempleo y la pérdida de poder adquisitivo de los trabajadores, el creciente poder de los fondos de inversión sobre casi todos los sectores de la economía, y la partitocracia y la corrupción establecidas en un sistema político que aún conserva rasgos decimonónicos y de subdesarrollo.
La ciudadanía, atomizada y solo cohesionada a través de los dispositivos de Internet, abandona los asuntos públicos en un estado de apatía, cinismo e incluso vergüenza propia y ajena
La ignorancia de estos temas menos cotizados y no tan sonoros cierra el círculo de la manipulación, y con este, el equilibrio entre enemigos irreconciliables. La expresión periodística de la teatralización disminuye la capacidad de participación y agota a quien presta una atención sincera. La ciudadanía, atomizada y solo cohesionada a través de los dispositivos de Internet, abandona los asuntos públicos en un estado de apatía, cinismo e incluso vergüenza propia y ajena.
Esta separación del ciudadano y la política remata una situación, más que preocupante, crítica e imprevisible. En el año 2014, el vacío causado por la implosión del PSOE post Zapatero y las expectativas creadas por el movimiento 15M permitieron que un nuevo partido cuestionara muchos de los aspectos del sistema español. Más gente de la esperada acudió a apoyar a la nueva expresión de la oposición ciudadana. La Monarquía, esclerotizada, tuvo que emprender una seria y exitosa renovación. El bipartidismo recurrió a los poderes fácticos para mantener sus asientos. La producción legislativa y las reformas contaron con muchas de las propuestas de los protestatarios emergentes.
En estos momentos, en los que el sistema político nacido en 1978 muestra sus verdaderas costuras, se hace difícil pensar en una alternativa similar a la de diez años atrás. Tal es la situación en la que nos encontramos, aunque usted no vaya a verla debatida en ninguna de esas tertulias que se consideran centrales, o virales. El efecto del ruido es duradero y amenaza eternidad. Aunque los tapones puedan ayudar, el móvil, aun apagado, sigue susurrándonos. Cosas de la libertad que padecemos.
1 Estas citas están extraídas de un libro del periodista Pedro J. Ramírez titulado irónicamente ‘La rosa y el capullo. Cara y cruz del felipismo’.